viernes, 27 de marzo de 2020

EN LA AZOTEA


Lo bueno de no escribir es que todo queda suspendido en sus potencialidades, o por lo menos no se ve contaminado por palabras que no sabrían nombrarlo. Hay quienes, una vez descubierto el rincón de anoche en la azotea, una especie de nudo de las orientaciones, un lugar desde el que poder contemplar el mar, la ciudad, el parque y la montaña, cada cosa en una dirección distinta, como vectores que convergieran en el hombre que fuma recostado en el pretil, hay quienes, decía, se desgañitarían para lanzar a los cuatro vientos –nunca mejor dicho– su hallazgo innombrable. Hace poco, en cambio, nada era como lo es ahora, y lo razonable era más bien estar callado. La ventaja de estarlo era, además de lo dicho anteriormente, que uno podía seguir atesorando la brisa de lo desconocido –suena cursi, sí, pero no lo es: me refiero a todo aquello que nos sucede sin posible explicación lógica y que, como una brisa, llega desde algún lugar alejado de nosotros– y que, cuanto más y mejor se atesorara, más libres podríamos sentirnos en un futuro de desprendernos de ella. No era, ese rincón de anoche en la azotea, algo especialmente difícil de descubrir. De hecho, estaba allí desde que el edificio fue renovado y la azotea se compartimentó en distintos cubículos, uno para cada vivienda. El que le correspondía a la del hombre que fumaba era el del extremo sur de la azotea –manejemos con cierta libertad los puntos cardinales–, es decir, el orientado hacia la parte alta de la calle. Podía apoyarse allí en una posición no del todo escorada hacia ninguno de los dos lados de la esquina, estirar un poco las piernas como para acomodarse en la proa de un barco a la deriva, encender el cigarrillo y mirar hacia la montaña, por ejemplo, para ver allá arriba un árbol gigantesco que en realidad era uno de los árboles del parque del otro lado de la calle. Eso, en la noche, y bajo los efectos del tabaco aromatizado, se le volvía una imagen vagamente amenazadora: un árbol así era como una sombra que se proyectaba sobre la ciudad o, al contrario, la proyección de todos los temores que, desde las azoteas solitarias de la ciudad, se materializaban en lo alto de la montaña. O bien, y esto también ocurría, con un pequeño movimiento del cuello, podía el hombre que fumaba dirigir la mirada hacia donde, de día, se entreveía un rectángulo de mar, y una sirena, o su recuerdo, le traía la cantilena de los muelles frotados por las olas, la sudorosa respiración de la marinería en los buques atestados. Sí, ocurría que la ciudad, a aquellas horas, no daba más señales de vida que las luces inconformes de los semáforos: verde para los peatones y rojo para los coches, o verde para los coches y rojo para los peatones, y así sucesiva, monótonamente, hasta que, de tanto mirar hacia la calle de donde esas luces provenían, ambos colores se confundían, se entremezclaban y resultaba de ellos una sombra verdirroja en la pared amarilla de una casa o un reflejo rojiverde en el asfalto azulado tras la lluvia. También las farolas, colocadas a unos cincuenta metros de distancia unas de otras, tapizaban con su resplandor las paredes de los edificios, y mientras un gato solitario cruzaba tranquilamente de una acera a otra, los ojos, a través del humo perfumado, podían intentar, no siempre con éxito, distinguir los colores que las farolas imprimían caprichosamente en las fachadas. Lo más sorprendente, sin embargo, era darse cuenta, y reconocer, que ese rincón de la azotea no era el único lugar de la calle en el que podían producirse tales extorsiones inéditas de la mirada; no: allí enfrente, en una pequeña azotea particular, casi escondida entre dos azoteas comunales, se distinguía el brillo parpadeante de una colilla, tras el cual era previsible que alguien, cuyo bulto apenas se notaba, estuviera fumando a aquellas horas y, acaso, percibiéndolo todo desde el otro lado, o al menos desde el lado de enfrente. Calada va, calada viene, de una azotea a otra, de un rincón al otro, los viajeros inmóviles del barco suspendido sobre la ciudad no se sentían vigilados el uno por el otro. Las miradas no estaban a la vista. El mortecino brillo de las últimas caladas no indicaba necesariamente que ninguno de ellos fuera a retirarse. Podían estar allí más tiempo, pues, por ejemplo, había todo un mundo en el parque que empezaba en la calle de al lado, un parque al que en otro tiempo se accedía casi directamente desde la montaña, como si fuera una prolongación suya, pero que ahora estaba aislado en medio de las calles, como un oasis tenebroso por la noche, un oasis lleno de imperceptible misterio, rumoroso incluso bajo el más pesado silencio, ese mismo parque en el que destacaba un árbol cuyas ramas, leídas contra la oscuridad de la montaña, se magnificaban de tal modo que era como si en lo más alto, al final de las luces de las últimas urbanizaciones, un árbol inmenso los estuviera protegiendo. Sí, bastaba con que se reclinara en la esquina de la azotea, una vez terminado el cigarrillo, silencioso como el vecino de enfrente, para dejarse llevar por la impresión de que era muy pequeño comparado con el árbol, y que ese árbol, que estaba al mismo tiempo en el parque y la montaña, que era a la vez de dimensiones naturales y extraordinarias, se erguía allí más para protegerlo que para amenazarlo. Esto, que el hombre que había estado fumando en un rincón de la azotea sintió un rato después de terminar su cigarrillo, no era algo que fuera apremiante decir ni dar a conocer de ningún modo. Bastaba con atesorarlo, como el humo que, expulsado, le había entrado en el cuerpo dejando su aroma en el interior de los pulmones. Atesorarlo sin decirlo para nadie o para nada, como un secreto que la azotea había guardado hasta entonces y que quería, con su complicidad –la del hombre acomodado en el rincón de los secretos–, seguir guardando. Allí estaban: el hombre, los semáforos, el árbol, las pisadas del gato, silenciosas, la luz de las farolas, las azoteas tristes, las sirenas, la brisa de lo desconocido (cursi, incluso). Y nada podía decirse si se quería que siguiese siendo lo que era.  

sábado, 21 de marzo de 2020

UNA MUTUA DOMESTICACIÓN

Aunque llevaba mucho tiempo sordo,
escuché
lo que allí se susurraba:
tenía que ver con algo de mi vida,
algo ocurrido mucho tiempo atrás,
un instante
que ahora me vería obligado a buscar
aquí durante años en el bosque,
transformado en fantasma,
en la pura compañía de los pájaros
que mimetizan sus cuerpos
entre los helechos
y descienden hasta los helados
entresijos del silencio.

Sordo como estaba desde hacía tanto tiempo,
tuve que escuchar y salir
en busca de lo deshecho: la imagen
de dos cuerpos con la ropa al lado,
la huella
de una mutua domesticación,
una enseñanza perdida
que había que recobrar aunque los tiempos fueran otros,
menos propicios para la insensatez,
capaces de filtrar toda aquella locura
tan solo como un residuo,
vaharada que el bosque oculta con su celo,
sudor de la memoria,
infiltración dormida.

martes, 17 de marzo de 2020

EL BÚHO


Lo imprevisto es tan solo uno de los nombres que para los descreídos recibe todo aquello que estaba prefijado o previsto en alguno de los mapas de las apariciones repentinas. Esto lo supe después de que aquello ocurriera. Lo que ocurrió ocurrió mucho antes de lo que ocurre ahora. No es que lo de ahora no sea también imprevisto, pero, tratándose de dos realidades tan disímiles, daría en llamar más bien a lo de ahora sobrevenido y a lo de entonces imprevisto. No hay sinónimos, como se sabe, en las caprichosas marejadas de la realidad. Cabría sostener que lo de entonces y lo de ahora tuvieran algún vínculo que uniera dos momentos inesperados –valga este término como aglutinador de lo disímil– a través o por encima de la calma chicha de lo previsible. Pero son pocas las posibilidades de que así sea, sobre todo porque aquello duró unos pocos segundos y esto de ahora parece estar destinado a prolongarse durante semanas, si no durante meses. Otra de las razones por las que parece difícil asociar ambos acontecimientos –si es que ambos lo son– es la absoluta desemejanza de su naturaleza: en nada se parece el vuelo de un ave a una pandemia. Las aves, o los pájaros, lo sabemos, pueden también convertirse en una amenaza, en una invasión absoluta capaz de desestabilizarlo todo; esto, al menos, en teoría, es decir, en alguna película. Pero aquella ave que yo vi –discúlpenme– era un ave solitaria. No estoy seguro de que no fuera amenazadora, aunque posiblemente todo, incluso lo más inocuo, tiene capacidad para amenazar a otro ente más inocuo todavía, y así hasta lo infinitesimal, hasta lo microscópico. Es cosa sabida. Amenazar, estoy seguro de que amenazaría al menos a los roedores que campan por sus respetos en las noches sin luna de la ciudad. Antes de las desinfecciones, antes de los zafarranchos de limpieza, antes de la contaminación compulsiva que nos ha llevado adonde estamos, la ciudad, por las noches, era territorio de gatos, ratas, juerguistas, delincuentes, borrachos y putañeros. Esa era la ciudad que, bajo la ventana, hormigueaba entonces, aunque silenciosa, cuando apareció aquel búho y se posó en el borde de la azotea de enfrente. Era un búho, el primero que yo veía en cuarenta y ocho años como habitante de esta ciudad –con unas cuantas ausencias de por medio–, un búho que no parecía perdido, que venía desde otra azotea, acaso, pues hay una notable distancia entre las primeras montañas que nos rodean y el barrio donde vivo, o quizá desde algún árbol del parque, ese sí muy cercano, al que habría llegado, imaginé, tras un largo vuelo descendente desde los primeros pinos que asoman allá arriba, en la parte superior de las montañas, que los conservan casi por milagro. Ver un búho enseñorearse de una azotea en plena ciudad, a una hora en la que no hay nadie asomado a las ventanas, y ni siquiera una luz encendida en los pisos de alrededor –incluso yo, que estaba asomado, tenía la luz apagada–, tiene algo de grandioso, de increíble, de mágico. Es un ave enorme que, cuando está posada, no lo parece tanto, pero que cuando emprende el vuelo despliega una envergadura realmente imponente. El búho se mantuvo quieto, posado en el borde de la azotea, durante diez segundos, sin dejar de mover su cabeza a izquierda y a derecha, inmóvil el resto del cuerpo, y cuando movía la cabeza hacia la derecha, aunque yo no le veía los ojos, sabía que él sí me veía, que veía al menos una sombra asomada en un lugar frente a él, la sombra de lo incomprensible, la irradiación de lo silencioso, lo mismo quizá que yo sentía frente a su aparición inesperada, eso que al principio llamé lo imprevisto y que, con razón o sin ella, definí como uno de los nombres que para los descreídos recibe todo aquello que estaba prefijado o previsto en alguno de los mapas de las apariciones repentinas. Menuda pedantería. Pero, en fin, que el búho alzara el vuelo, pese a mi completo silencio, diez segundos después de posarse, y desapareciera de mi vista para siempre, perdiéndose en la oscuridad de los edificios que bajan hasta el puerto, me ha hecho recordarlo ahora como una especie de presagio de lo que estaba por venir. Un búho solitario que vigila una ciudad solitaria, un habitante solitario que contempla la ciudad arrasada en la que el búho olfatearía a sus presas desaparecidas en el subsuelo tras la desinfección producida frente a la emergencia solitaria. ¿Lo sabía entonces todo el búho? ¿Vino a alimentarse por última vez de los ratones y las ratas que aprovechaban todas las inmundicias para desfogarse por la noche en los rincones de las aceras, entre los árboles del parque, en las fuentes echadas a perder por el desuso? ¿O era más bien un búho mitológico, el anunciador de la desgracia inminente, la señal de que era preciso escapar para sobrevivir? ¿Por qué entonces? ¿Por qué ahora? Hubiera querido oírlo ulular, pero el búho permaneció en silencio. Era absolutamente inasequible, increíblemente poderoso en su insonoridad, que mantuvo o hasta incrementó al echar a volar: un vuelo que era una pincelada de silencio en la oscuridad de la noche y que anunciaba solo silencio, soledad o muerte. Yo he estado muchas veces asomado a esa ventana y allí he visto de todo. He visto despedidas desgarradoras y deambulares inexplicables, he visto sensuales ebriedades y sobriedades deslumbrantes, he visto miradas que retenían la mía sin verla y he visto, o he escuchado, palabras que guardo porque hay palabras que es mejor guardar una vez escuchadas. Pero ese búho era el primero, y sospecho que será el último –no dispondré de cuarenta y ocho años más en esta ciudad, ni en ninguna–, que he visto desde esa ventana. Si es verdad que vino para anunciar lo que nos ocurre ahora, no padezco el síndrome de quien necesita matar al mensajero. Me inclino reverente ante él. El mensajero es sagrado porque anuncia lo que está por pasar. El hombre asomado a la ventana que recibe, aunque no la entienda, la noticia de lo incalculable, de lo absolutamente imprevisible, es el testigo al que el mensajero escoge para transmitir un mensaje que no va a ser comprendido. No importa. Nadie hubiera podido comprenderlo entonces. Entonces, cuando vivíamos en la más absoluta despreocupación. Ahora todos sabemos más o menos lo que nos espera, a corto o largo plazo, y algunos agradecemos, no tanto haberlo sabido antes –pues eso nunca ocurrió–, sino acaso comprenderlo mejor gracias a que, a fin de cuentas, era algo que estaba en el aire, que voló hasta nosotros rasante y silencioso como un búho que cruza la más pétrea de las noches.  

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