Conocí
a Carlos Nigro un día del verano de 1994, no recuerdo exactamente dónde, pero eso
apenas importa para lo que voy a contar. Por entonces Nigro no era quien
ahora es, apenas si había estrenado dos o tres obras suyas en conciertos muy
minoritarios, obras que se caracterizaban por trazar un paisaje sonoro poblado
de disonancias contracturadas, caídas rítmicas que al oyente le resultaba
difícil relacionar con lo escuchado hasta entonces, clústeres de ansiedad
sobrevenida, como tics acústicos que el compositor incipiente que era Nigro por
entonces no hubiera podido controlar, pausas aparentemente cargadas de misterio
en medio de páginas de supuesta profundidad espiritual. Aquellas piezas
deslavazadas –recuerdo haber escuchado dos de ellas antes de conocerlo en
persona– parecían más bien fragmentos de obras mayores que no hubiera sido
capaz de terminar antes que composiciones completas en sí mismas.
Su vida,
lo supe desde aquella primera tarde, era un marasmo en el que cualquiera que lo
tratara acababa por verse inmerso, sin que Nigro, en apariencia, pusiera el más
mínimo empeño en ello. Era como si hubiera en él un imán que atrajera hacia un torbellino
turbio, hacia un pozo enfangado del que, no hacía falta ser muy inteligente
para saberlo, iba a ser difícil escapar.
Los
amigos que me lo presentaron –a ellos sí que los recuerdo muy bien– estaban
convencidos de que entre Nigro y yo iba a surgir una relación que no haría sino
profundizarse con el tiempo. Yo, que por aquella época era más bien un
personaje arisco y solitario, no confiaba demasiado en sus predicciones, pero
puse toda la carne en el asador para que prosperara esa supuesta amistad
especial que debía establecerse entre el compositor y yo. El tiempo confirmaría
–lo veremos más adelante– que mis amigos se equivocaban, que también yo me
equivoqué al apostar por una complicidad que no podría darse nunca.
Carlos
Nigro. Quién, en sus cabales, no hubiera salido corriendo al escuchar un nombre
así. Recuerdo su mano untuosa el día que nos presentaron, una mano que daba como
si acabara de tornearla dentro del bolsillo y la arcilla aún no se hubiera
secado, una mano blanda y al mismo tiempo rugosa, como si fuera más una zarpa
que una mano. Acompañaba el movimiento con una sonrisa ladeada que venía desde
detrás de su rostro, una sonrisa que se escondía, que al desplegarse se
plegaba. Carlos Nigro. Era como si al estrechar su mano te estuviera dando la
más cordial bienvenida a su sibilina endeblez.
La
primera vez que quedamos, supongo que tras habernos intercambiado los teléfonos
cuando los amigos comunes nos presentaron, Nigro me invitó a un barraquito.
Recuerdo que fue en una cafetería situada en una plaza que por entonces
adolecía de cierto abandono, de una suciedad que era característica de la
ciudad donde vivíamos. (Hoy en día esa plaza, lo mismo que otras, se ha
convertido en un lugar populoso, impoluto, tan gentrificado como el resto de nuestros
espacios públicos.) Carlos Nigro iba vestido con una chaqueta que le quedaba algo
larga y su aspecto, en general, era el de un persona descuidada, alguien que
hubiera llevado varios días encerrado en su casa, pidiendo comida a domicilio, sin
saber quién vivía en el piso de enfrente, una especie de Diógenes cuya basura –lo
supe poco después– consistía sobre todo en las casetes que acumulaba y en los
papeles donde había escrito ideas para composiciones que nunca desarrollaría.
Nos
sentamos al fondo de la cafetería, en una especie de reservado en el que había
parejas que fumaban, algún escritor solitario inclinado sobre un cuaderno,
quizá unos cuantos estudiantes jugando a las cartas. Nigro extrajo de un
bolsillo interior de su chaqueta un papel arrugado y me lo puso delante, junto
al barraquito. Me acordé de un pasaje de Fausto,
ya no recuerdo cuál. En la penumbra del local no era fácil leer aquella hoja.
Habíamos
quedado en que cada uno le mostraría al otro su trabajo creativo. Yo llevé una
libreta en la que tenía anotados varios borradores de poemas, nada que
considerara definitivo o logrado, simplemente apuntes recientes, textos sueltos
que no podía considerar un conjunto, ni siquiera una serie. En aquella época
era muy poco lo que de mis tanteos literarios había compartido. Dos o tres
amigos –los mismos que me presentaron a Nigro– habían leído poemas sueltos míos
a la vez que yo había leído textos suyos. Todos, por entonces, estábamos
deseosos de compartir lo que escribíamos, pero o bien éramos tímidos o bien no
nos fiábamos de lo que pudieran decirnos los demás.
El
papel que Nigro me mostró era la partitura de la obertura orquestal de lo que
él denominó “una cantata”. Me habló de Nono, de Xenakis, de Stockhausen y de Gubaidúlina.
Yo conocía algunos de esos nombres, pero le confesé mi condición de absoluto
profano en música contemporánea. No había escuchado sus obras. Mi cultura
musical se había detenido en Stravinsky, Bartók y Schönberg. Nigro me estaba
abriendo un mundo absolutamente desconocido. Cuando le mostré mis poemas –mis borradores
de poemas–, me dijo: “Hagamos esta cantata juntos”.
Una
semana después me invitó a compartir una botella de vino en su casa. Se trataba
de un piso alargado, oscuro, en el que, como me temía, encontré desparramadas por
los rincones algunas cajas de pizzas, pero sobre todo casetes, estuches de
vinilos, partituras arrugadas y unos pocos libros polvorientos con aspecto de
llevar mucho tiempo cerrados. Nos sentamos en la única habitación a la que
llegaba un poco de luz, un saloncito estrecho en el que Nigro atesoraba una notable
colección de cedés y había colocado una cadena de música con grandes altavoces.
Me invitó a acomodarme en un sillón desfondado. Puso música.
La
música que puso era de compositores contemporáneos. Iba alternando piezas,
fragmentos, de unos y de otros, sin que dejara que ninguna llegara al final.
Creo que escuchamos a más de quince compositores del siglo XX. Cuando se oía
música vocal, Nigro la acompañaba siguiendo con su voz las modulaciones del
solista o del coro. Recuerdo sobre todo que, mientras sonaba una pieza de
Stockhausen para coro y música electrónica, Nigro empezó poco a poco a moverse
como un derviche giróvago, con los ojos en blanco, y que en un momento
determinado se lanzó al suelo y desde allí realizó movimientos de dirección
orquestal mientras tarareaba a voz en grito las modulaciones electroacústicas
del compositor alemán. Yo lo miraba con mi copa de vino en la mano y le
sonreía.
Nos
terminamos la botella acompañándola de unas aceitunas. Entonces Nigro se sentó
a un piano algo destartalado que tenía en aquella misma salita y tocó de
memoria la obertura instrumental de su cantata. Aquello no me seducía
demasiado. Me sonaba a algo ya oído, a mucha música escuchada aquella tarde.
Desde mi limitada perspectiva para valorar lo que estaba oyendo, pensé que
Nigro había dado una serie de pinceladas a ciegas, queriendo sonar muy moderno,
pero sin que en el fondo se supiera bien qué es lo quería decir. Claro está que
no compartí con él mis pensamientos.
Entonces
ocurrió algo inesperado. Yo había llevado los mismos poemas que le mostré en la
cafetería, pero revisados y ordenados. Ahora podían formar, si bien algo
forzadamente, un conjunto. Nigro me pidió que los fuera leyendo e improvisó al piano
un acompañamiento musical para cada uno. Las notas se iban desgranando sin
ninguna planificación, según brotaban de los dedos de Nigro. Ni siquiera
parecía que estuviera teniendo en cuenta mis poemas a la hora de improvisar
aquella música. Cuando terminó, le dije que aquello me recordaba más a un
conjunto de lieder que a una cantata. Él me dijo que era casi lo mismo. Mencionó
a Richard Strauss, a Janáček, a Stravinski, de nuevo a Stockhausen e incluso recordó,
creo que sin asomo de burla, la Cantata
del Mencey Loco de Los Sabandeños.
A mí me
aliviaba pensar que de aquella improvisación no había quedado más rastro que
nuestra escucha un tanto alcoholizada. Pero estaba equivocado. Sin que me diera
cuenta, Nigro había grabado mi lectura de poemas acompañada de su música. Me dijo
que en aquellos días transcribiría a una partitura cada secuencia y que luego
orquestaría –para orquesta de cámara, saxofón y sintetizador– la composición.
Para la voz, me dijo, había dos opciones: el recitado (“puedes hacerlo tú mismo
si quieres”, aclaró) o la incorporación de un registro de tenor o barítono con
su melodía correspondiente. Yo le dije que prefería la segunda opción.
Una
semana después Carlos Nigro me pidió tres poemas más. Quería que la cantata
estuviera formada por un total de once poemas, además de la obertura y la coda
puramente sinfónicas. La obra duraría un total de ciento once minutos
aproximadamente. Era evidente que había en él una obsesión por los números,
especialmente por el once. Cuando volvimos a vernos –yo llevaba mis tres poemas
nuevos, que se unieron a los ocho que ya tenía él–, me dijo que el once era el
número de transición por excelencia. “Representa el desequilibro que busca la
armonía, el caos que persigue la estabilidad”. Me dibujó en una hoja que
encontró en una mesa una espiral formada por once volutas. La última voluta casi
se salía del folio.
Cantata de los once umbrales: así
tituló Carlos Nigro la obra que compuso en tres semanas. Me la tocó al piano
mientras, con su voz ronca, mefistofélica, intentaba modular la tesitura de un
barítono. Para ser sincero, yo no daba
crédito. Además de que aquellos poemas me gustaban cada vez menos y, en el
fondo, no les encontraba ni sentido ni unidad, la música que los acompañaba era
una especie de collage de muchos estilos musicales: para un poema había elegido
un minimalismo repetitivo a lo Steve Reich; para otro, un serialismo algo
explosivo que recordaba a Pierre Boulez; se oía junto con otro poema una música
que imitaba el expresionismo abstracto, como si estuviera remedando a Morton
Feldman; para el penúltimo poema había elaborado una melodía jazzística en la
que el saxofón dialogaba con el sintetizador con un resultado más bien dudoso;
el último poema, antes de la coda, venía acompañado de cierta relectura misticista
de la música folclórica canaria, en una especie de arrorró que combinaba
evocaciones de Arvo Pärt y Los Sabandeños (lo que me hizo reafirmarme en lo que
había pensado cuando, junto a Stockhausen y Stravinski, mencionó la Cantata del Mencey Loco). La coda, por
último, que yo no conocía, era una especie de recapitulación wagneriana de
todos los leitmotivs dispersos en la obra.
Aquello
era del todo infumable. Sin embargo, Nigro ya había contactado con un tenor amigo
suyo (“los poemas se entenderán mejor en esa tesitura”) y estaba en conversaciones
con la Orquesta de Cámara de Güímar. Sólo le faltaba buscar a un saxofonista,
pues, me dijo, él mismo podía encargarse de manejar el sintetizador durante el
estreno.
Pasaron
tres semanas sin que Carlos Nigro diera señales de vida. Confieso que sentí un
alivio como nunca en mi vida. Pensé que alguno de los intérpretes le habría
fallado. Pensé, incluso, que, tras haber reflexionado algo más sobre la obra,
se habría arrepentido, se habría echado atrás y habría decidido dejarla reposar
o, por qué no, destruirla. Estaba claro que aún no conocía bien a Carlos
Nigro. Lo que había ocurrido, me dijo cuando me llamó al cabo de tres semanas,
es que el saxofonista se había puesto enfermo y había tenido que buscar un
remplazo.
La
obra, me dijo, estaba lista para su estreno. “Ahora sí que van a brillar tus
once umbrales”, añadió con su característica sonrisa. Le habían ofrecido
estrenarla el 11 de noviembre de 1994 en el Auditorio de Arafo, un recinto
moderno de reciente construcción, cercano a la sede de la Orquesta de Cámara de
Güímar. Tanto el alcalde de Güímar como el de Arafo iban a asistir al estreno.
Incluso, me dijo, es posible que acuda el presidente del Patronato Insular de
Música, “aunque ese señor”, añadió, “no distingue un clarinete de un pito de
murga”.
La
mañana del estreno recibí una llamada de Carlos Nigro. Lo encontré muy
alterado, como si no hubiera dormido la noche anterior o como si de pronto
hubiera comprendido que todo aquello era un craso error. Me confesó que los
nervios le estaban pasando factura, que el saxofonista de remplazo no había
acabado de aprenderse la obra e incluso que alguno de los músicos de la
Orquesta de Cámara de Güímar no estaba a la altura de las exigencias
virtuosísticas de la composición. El último ensayo lo había decepcionado. Le
pregunté si no era mejor cancelar el estreno y me dijo que no se podía, que las
autoridades, incluido el presidente del Patronato Insular de Música, ya habían
confirmado su asistencia y que, aunque el público no iba a ser muy numeroso, había
que estrenar la obra “a como diera lugar”.
Los
políticos locales adolecen con frecuencia de cierta megalomanía que los lleva a
querer para sus municipios el aparcamiento con más plazas de la isla, el mayor
puerto de la isla, el polígono industrial con más naves de la isla, la mayor
rotonda de la isla o el mayor auditorio de la isla. Este último era el caso del
pueblo de Arafo, que, a excepción de la sala sinfónica de la capital, disponía del
auditorio con más capacidad no sólo de la isla, sino del archipiélago entero.
Sin embargo, y pese a la tradición musical de ese municipio, las entradas para
el estreno de la Cantata de los once
umbrales no se habían, ni de lejos, agotado. Un músico desconocido, una
orquesta de cámara, la presencia de un sintetizador, un tenor de escaso prestigio:
nada de aquello podía estimular en exceso a los amantes de la música.
La
sala, en efecto, estaba casi vacía. En primera fila, acompañados de sus
esposas, sendos alcaldes, de partidos políticos rivales, confraternizaban
animadamente. El presidente del Patronato Insular de Música, acompañado de dos
de sus funcionarios, había llevado una libreta, como si su intención fuera
tomar notas sobre el concierto. De resto, había cuatro gatos, convidados de
piedra, vecinos con invitación, familiares de Carlos Nigro y mis padres. Mis
padres: nunca le perdonaré a Nigro –ni me lo perdonaré a mí mismo– haberles
hecho pasar por aquel trago.
En el
escenario, junto a la orquesta, había un sintetizador. Era tal el número de
clavijas, moduladores, interruptores y botones que daba hasta un poco de miedo
contemplar aquel inmenso cacharro colocado junto a los elegantes contrabajos, junto
a los vistosos timbales. Dos atriles, uno para el tenor y otro para el
saxofonista, esperaban junto al podio del director. Yo estaba sentado en primera
fila, pero en un extremo. No sé por qué decidí sentarme allí, pero desde
entonces, cuando acudo a un concierto, elijo siempre los extremos por si tengo
que salir corriendo de la sala.
Se le
había repartido al público un programa de mano en el que figuraban el nombre del
compositor, el del autor de los textos (¡siempre me arrepentiré de no haber
firmado con un seudónimo!), el título de la obra, el nombre de la orquesta, el del
saxofonista y el del tenor. Además, y en letra tan pequeña que costaba leerlos,
se facilitaban los once poemas. Un breve texto explicativo obra del propio
Nigro completaba el programa. Yo veía al presidente del Patronato Insular de
Música y a sus funcionarios leyéndolo atentamente y tomando notas. Los alcaldes
seguían su animada conversación, mientras sus esposas los miraban con caras de
póker. El resto del público esperaba, en silencio, sin ni siquiera
dignarse leer el programa de mano.
Los
músicos de la orquesta tardaron en salir. Como es de rigor, se pusieron a
afinar sus instrumentos. Luego apareció el director, un joven esbelto de pelo
engominado y mejillas sonrosadas que saludó al público con varias reverencias. Lo
acompañaban el tenor y el saxofonista, algo mayores que él, sobre todo el
saxofonista, que tenía el aspecto de un viejo rockero. Ambos se sentaron frente
a sus respectivos atriles. Paradójicamente, el último en aparecer fue Nigro,
que también saludó con varias reverencias y se sentó ante el sintetizador como
si se hubiera convertido en el capitán Ahab frente a un tenebroso Moby Dick.
Se hizo
el silencio y comenzó la música. Al oír la obertura, me vinieron a la cabeza
aquellos primeros compases que había escuchado en casa de Nigro después de
tomarnos una botella de vino. Claro que una cosa era escucharlos al piano y
otra en versión orquestal. Cada instrumento parecía ir por su lado, sin orden
ni concierto. Las notas brotaban mortecinas o eufóricas de aquellas cuerdas, de
aquellos metales, como cantos de sirena o sirenas de fábricas, no sé, es difícil
describir a cabalidad aquel comienzo. Sólo recuerdo que un sudor muy frío
empezó a deslizárseme por las sienes.
Entonces
llegó el primer poema. Vi cómo se levantaba el saxofonista y empezaba a emitir
unos sonidos penitenciales, cáusticos, allí de pie, con el pobre saxofón arriba
y abajo, arriba y abajo, como si lo que de verdad pretendiera fuera estamparlo
contra el suelo. Cuando le tocó el turno al tenor, me pareció que se levantaba
con apuro, como si quisiera pasar desapercibido. Yo no sabía que Nigro le había
pedido cantar las primeras notas en falsete, por lo que el público –incluidos los
alcaldes– reaccionó con unas tímidas risas, lo que llevó al tenor a oscurecer
su voz en las siguientes notas, que subían y bajaban, un re por aquí, luego un
silencio, un la suelto, deslavazado, y luego un si raquítico, después un acorde
de sol inacabable, hasta que llegó un momento en el que el saxofonista se puso
a competir con el tenor, metió la mano en la campana, como para crear un efecto
de sordina que combinara bien con el falsete al que había vuelto el tenor tras
comprobar que el esfuerzo de las notas graves casi lo había dejado sin voz. No
hará falta decir que la letra del poema no se entendía.
A todas
estas, el sintetizador no había sonado todavía. Cuando lo hizo, al comienzo del
segundo poema, me recordó más al principio de una tocata de Bach que al tan
cacareado Stockhausen. Los músicos de la orquesta miraban a Nigro como si no
comprendieran nada. Creo que estaba improvisando y que en aquel momento se
estaba pasando la partitura por el forro. El director, dubitativo, ordenó un tutti que acalló por un momento al
sintetizador, por lo que Nigro le lanzó una mirada viperina. Las trompetas se
desgañitaban, los violines aullaban y los violonchelos plañían, por lo que, en
el momento en que se levantaron a la vez el tenor y el saxofonista el director
mandó rebajar a piano el sonido y el
sintetizador volvió a escucharse en todo su estruendoso rugido. Aunque el tenor
pareció abrir la boca para cantarlo y el saxofonista lo acompañó con unos apocados
armónicos, no estoy seguro de que el segundo poema haya sonado en ningún
momento.
La
batalla entre la orquesta y el sintetizador tomó entonces un cariz preocupante.
El tenor y el saxofonista se levantaban cuando les tocaba, pero no parecían
poder competir con el pandemónium que estaba produciéndose en la sala. El
presidente del Patronato Insular de Música seguía tomando notas como si le
fuera la vida en ello. Entre sección y sección, empezaron a escucharse tímidos
silbidos. En el noveno poema el tenor no se levantó ni cantó absolutamente
nada, pero eso a Nigro no pareció importarle. En el décimo poema tampoco se
levantó el saxofonista. En el undécimo poema el director tiró la toalla y la
orquesta tocó sin indicaciones de ningún tipo. A mí me pareció que cada músico
tocaba lo que le daba la gana. Cuando iba a empezar la coda, el director se
bajó del podio y salió de la sala. Lo siguieron el tenor, dos violines, un
violonchelo, un contrabajo, dos trompetas y una flauta. Aquello parecía la
sinfonía Los adioses, de Haydn. El
saxofonista no se atrevió a moverse. Nigro, en el sintetizador, lo dio todo, y
en un momento determinado llegó a ponerse de pie, como si fuera a bailar o a
taconear. Parecía estar delirando mientras tocaba.
Por
supuesto, extendió la coda todo lo que pudo, repitiendo una y otra vez los
motivos principales de la obra. A estas alturas se había ido ya parte del
público. Cuando la obra terminó, los pocos aplausos que se oyeron convivieron
con unos cuantos silbidos. Los alcaldes se pusieron de pie al unísono y
gritaron “¡Bravo!”. No estoy seguro de si el presidente del Patronato Insular
de Música aplaudió o silbó. Nigro había ocupado el centro del escenario, por
delante del podio, y saludaba una y otra vez inclinándose ante el público. Lo mismo
hacían el saxofonista y los pocos músicos que quedaban. Ni el director ni el
tenor salieron a saludar.
En un
momento determinado, vi que Nigro bajaba del escenario y se dirigía hacia mi
asiento. Supe que venía a buscarme para que subiera a saludar como autor de los
textos. Confieso que, tras un momento de momentánea parálisis, de pronto mi
cuerpo reaccionó como el de un autómata, me levanté y abandoné la sala a toda
prisa. Ni siquiera fui consciente de que mis padres se habían quedado allí.
Aquella
fue la última vez que vi a Carlos Nigro, hasta hace unos días. Pocas semanas
después del estreno recibí una carta suya en la que, ofendido por mi
comportamiento en el auditorio, renunciaba a nuestra amistad y me anunciaba que
había destruido la partitura de la Cantata
de los once umbrales, por lo que no tendríamos a partir de entonces ni
siquiera una relación profesional. Nunca le contesté.
Hace
unos días, sin embargo, asistí a un concierto en nuestra Sala Sinfónica. Sabía
que en el programa se anunciaba una obra de Carlos Nigro junto a otras de
Luciano Berio, Salvatore Sciarrino y Galina Ustvólskaya. Se trataba de una
pieza corta, por suerte, para arpa, marimba y timple. Sabía que Nigro se había
casado hacía tiempo con una importante empresaria y que su obra llevaba años
apareciendo en conciertos de todo el mundo, programada por destacadas orquestas
y aclamada por críticos, directores e intérpretes.
La
pieza en cuestión, titulada “Apuntes para un triple intercambio”, obligaba a
que los intérpretes cambiaran sus instrumentos cada once segundos, es decir,
que el arpista, cumplido ese tiempo, pasaba a tocar la marimba; el
percusionista, el timple; y el timplista, el arpa. Y así sucesivamente durante los
once minutos que duraba la pieza. Era a la vez música y danza, una verdadera
performance musical. Aquello no tenía el más mínimo sentido, pero producía
cierta hipnosis ver a los intérpretes pasando de un instrumento a otro y
tocando como Dios les daba a entender unas notas que probablemente no estaban
recogidas en partitura alguna. Después de tantos años, Carlos Nigro se mantenía
fiel a su esencia. Cuando salió a saludar al escenario, un poco más grueso de
como yo lo recordaba, más canoso, con su sonrisa socarrona y su mirada vidriosa,
supe que seguía siendo lo que había sido siempre: un perfecto diletante.