Una
de las lecciones del arte contemporáneo es la siguiente: los espacios
expositivos son parte de la exposición, forman –o deberían formar– una unidad
con lo que en ellos se muestra, sean piezas o cuerpos en movimiento, cuadros o
esculturas, fotografías o instalaciones, la música o la nada. Sin embargo, con demasiada
frecuencia en el arte expuesto en Canarias se percibe un cierto o completo
desinterés por este principio que requiere aunar el contenido y el continente,
poner a dialogar el lugar y la obra, hacer que lo expuesto brote del espacio
que lo porta y que el espacio se transforme en lo que allí se traza sobre él.
Sorprende, por eso, de forma muy especial encontrar una exposición que explore
los límites del principio señalado hasta extremos poco transitados. Cuando esto
ocurre nos decimos que el artista ha arriesgado sobremanera, que ha cruzado
límites normalmente infranqueables o que la potencia de sus visiones lo ha
llevado a recrear los espacios mediante su propia obra, que en estos casos no suele
diferenciarse mucho de su propio cuerpo.
Es
por el cuerpo, quizá, por donde tendríamos que empezar a reflexionar en torno a
la fascinante exposición Trau / ter,
de Jesús Hernández Verano. Un cuerpo escindido, como el título de la propia
exposición parece ya indicar. Un cuerpo partido en dos: el propio y el ajeno.
Un cuerpo doble, doblegado, duplicado. Un cuerpo forzado a incorporar otro.
Quizá una de las claves –al menos en mi lectura personal– de esta exposición
tiene que ver con esa necesidad del cuerpo propio de recuperar una relación
natural, dulcificada, con el cuerpo de los demás. Ha habido, percibimos, un
trau / ma, una trama cuyos pormenores desconocemos, pero que nos permite
asomarnos al abismo de una escisión: el grito desencadenado por la partición
del cuerpo, por el re / parto forzoso del cuerpo propio en el ajeno, es decir,
por la incorporación empática, frágil, de la propia carne en filamentos
decididamente extraños –pero sentidos como propios–, se refleja en el espacio
de un modo tan impactante como en la pieza que da título a la exposición: trece
puntales de obra sostenidos por sábanas contra las paredes de la sala como si
formaran una maraña de voces que se disparan, de gritos que se ahogan,
imbricados, alocuciones en el interior de los cuerpos, de un cuerpo a otro, a
través de las sábanas, infiltraciones en un aire que se ha vuelto irrespirable
de tan lleno de tensiones como está. Las tensiones –frágil equilibrio,
movimiento congelado, ocupación aparentemente azarosa del espacio– introducen
al espectador en una trama trau / mática, en una fantasmagoría de
interpolaciones. El espectador avanza. Es un lugar de difícil acceso. Aventura
un pie y el otro queda desequilibrado. Su cabeza se dobla para poder pasar,
pero aún está a medio camino. El pie que dejó atrás se introduce en un hueco.
El hueco lo descompensa, hace que el pie no pertenezca ya al mismo cuerpo, la
cabeza queda atrapada entre dos vigas y se desliga del tronco, que consigue
avanzar hasta el siguiente intersticio. El primer pie está a punto de alcanzar
el borde, la pared del fondo, mientras el primero intenta tirar de la cabeza
que quedó desgajada en una postura bastante poco cómoda. ¿Qué tratamos de decir
con esto? Hay múltiples posibilidades en esta trama traurig* (triste, en alemán), esta pesadumbre de vigas metálicas
sucias en las que el cuerpo se enreda para sentir una especie de
desmembramiento o quizá un deseo vivísimo de huida. Una vez que has llegado al
final te preguntas por qué no lo abordaste desde el otro lado, pero para llegar
hasta allí habría ahora que volver a salir –salir con todo el cuerpo de la
trama del cuerpo–, y qué pereza. Es curioso, nos preguntamos, haber empezado
por este lado de la exposición, el lado del trauma, al menos del trauma más
visible, enhiesto, arborescente. Quizá apenas nos hayamos fijado, mientras
tanto, en dos cortezas de bronce, una a cada lado, como guardianas del abismo o
figuras situadas a las puertas de la ley: extraídas o, casi mejor, soñadas en
un bosque, emblemas de la pacificación y al mismo tiempo máscaras quemadas, su
sinuosa trama es distinta de aquella a la que anteceden. Quien alguna vez,
paseando por el bosque, ha llegado hasta un pino quemado –hay tantos, y están
allí como esperándonos– y ha tocado la corteza, sabe que la ceniza que
desprenden esconde una pureza: basta levantar una capa de corteza para
encontrarse un mundo intacto, un mundo que sobrevivió al desenfreno de las
llamas y espera con su color de carne de árbol la mano que lo toque, la
desorganizadora de las identidades, la piadosa.
Tacto,
tracto es nuestra vida. Conductos que llevan de una zona a la otra. Antes de
todo esto, no lo hemos olvidado, existe un umbral. Palabra fácil de pronunciar,
difícil de pensar. El umbral físico es aquí una pieza de tela blanca colgada a
la entrada de la sala. Con su aire japonés, o en cualquier caso zen, parece
decirnos que lo traspasado somos nosotros mismos, el instante que somos y no
somos, el cuerpo abrazado a la tela y el que se desembaraza de ella. Quizá
hubiéramos hecho mejor en quedarnos allí, en el interior de esa tela, que de
hecho dispone de pliegues como para acogernos. Quizá todo lo demás forma parte
de un trasfondo demasiado personal: de algún modo, parece decirnos que hemos de
entrar allí protegidos y dispuestos a desguarnecernos, atentos a los detalles y
no pendientes de nada en concreto, respetuosos ante lo ajeno y a la vez
dispuestos a hacerlo nuestro, a incorporárnoslo.
Una
vez dentro, las ventanas clausuradas por telas blancas, finísimas, tapizan la
luz y conforman un mundo desiluminado. Caemos en la desubicación: estamos
dentro, pero no hay afuera. Estamos en una especie de dentro absoluto, pero
dentro de ese dentro hay capas que atravesar, afueras dentro de las cuales no
se debería entrar, adentros fuera de los cuales no convendría salir. Es a esto
a lo que me refería al principio cuando decía que el artista ha reinventado con
su cuerpo el espacio. Lo ha purificado para contaminarnos. Se ha esterilizado
para que nos contagiemos. Trauma, trampa. Cuanto más en silencio se permanezca
en este espacio, tantos más alaridos se escucharán, más llantos. Permanecer
quietos aquí dentro es traicionarnos a nosotros mismos, pues todo invita a
derramarse, a desvanecerse, a infiltrarse en un lugar, en otro. Prosigamos,
pues.
Tal
vez todo nos lleve ahora, después de la maraña de la que nunca logramos salir
del todo, al otro lado de la sala. Como unas ramas de oro, sin árbol que las
sostenga, sin cortezas ahora, meras inscripciones doradas, surgen en la pared
unas marcas. Es una pieza casi invisible, pero reveladora: revela lo que la
pared contiene, un trasluz de sangre dorada, una articulación de trazos
desgarrados. Estamos ahora fuera del cuerpo, que ha querido inscribirse ahí, en
la propia pared, en un vaivén de venas que chorrean, ramas desnudas que fueron
purificadas tras sangrar durante mucho tiempo. Es el mundo después de la
corteza.
Y
empezamos a escuchar. Oímos la sonoridad del desgarro: el punzón hiere la carne
y la carne se deshoja en ramas verticales, como si fueran la filigrana de un
descendimiento. Si antes había que tener cuidado, es decir, literalmente,
practicar el cuidado de uno mismo y el de los demás, sobre todo en lo que a los
aspectos más delicados del cuerpo se refiere, ahora nos adentramos en el
terreno de lo sin cuidado. Nos trae
sin cuidado desgarrarnos, abalanzarnos contra el muro del tiempo, pues lo
importante ahora no somos ya nosotros, sino una cierta purificación que
consiste en desistir de nosotros. En esa carga y descarga contra la pared, una
vez apuntalado el dolor, incorporado como la verdad última del cuerpo, no nos
importa ya sino sentir el desgarro, un desgarro que no es ya de nadie, un
desgarro sin sujeto, que flota contra el muro y es el más paradójico sinónimo
de la pureza. La desgracia como reverso del más irreprochable amor. Lo
incuestionable nos sale al paso ahora como una flor dorada abierta en medio de
la rotura: es una flor hecha de rotura.
Entre
el desfondamiento y la recuperación, entre la respiración y la maraña, Trau / ter nos lleva hasta un territorio
en el que al dolor se le han habilitado respiraderos, drenajes, vías de escape
para salir, quizá, a un mundo igualmente desesperado, pero dotado ya de mecanismos
capaces de regular la desesperación, o de hacer al menos que esta no se
desboque. Escribo todo esto con tinta roja, y me doy cuenta de que el rojo, que
no existe en la superficie de esta exposición, es el ausente pensado, el
fantasma exorcizado. Quizá esas sábanas estuvieron un día manchadas de rojo y
ahora las soñamos blancas, lo mismo que el umbral que parece interponerse entre
nosotros y ese mundo construido al calor o al abrazo de lo atroz: estuvo
manchado durante mucho tiempo de sangre, pero se nos ofrece lavado, prístino,
porque, ¿qué otra cosa sino un testimonio de curación es todo esto que aquí
dentro ocurre, desgracia aventada lejos, purga de todos los amaneceres
sombríos.*
* Jesús Hernández Verano, Trau / ter, Sala de Exposiciones del Ateneo de La Laguna. Del 6 de octubre al 1 de noviembre de 2017. Texto publicado en La Opinión de Tenerife el 20 de noviembre de 2017.