miércoles, 8 de diciembre de 2021

UN VIAJE A MARSELLA Y AVIÑÓN

En la tienda del Museo Cantini voy a comprar una reproducción del tarot de Marsella, pero ese día ha fallado el sistema eléctrico de la caja de cobro y no pueden vendérmela. ¿Qué cartas me habrían salido?

Pasa una rata corriendo frente a mí en el momento en que, a las siete de la mañana, salgo del hotel para ir caminando hasta la estación.

Miro los escaparates de las tiendas de antigüedades del barrio de los anticuarios: todos esos mundos mágicos, vivos y muertos, dentro de un acuario en el que el tiempo ya no existe aunque el tiempo sea ahí lo único que existe.

Cerca del barrio de los anticuarios –o dentro de él– hay una calle con tiendas judías. En un local que no sé si podría ser una sinagoga un joven judío ortodoxo va y viene algo ansioso, como preparándose para algún ritual. De un coche se bajan quienes parecen ser abuelo y nieto, con sus kipás puestas.

El hotel está cerca de la que debe de ser una de las esquinas más sucias de Marsella. La primera rata que vi cruzó entre unas cajas. Se acumulan allí montones de basura sin que a nadie parezca preocuparle.

Las gaviotas sobrevuelan a veces Marsella. Se las ve también posadas en las barandas de las avenidas marítimas. Casi podría dárseles de comer con la mano. Como a las ratas.

Una pareja estaba escarbando en lo que parecía basura. Era, sin embargo, toda una biblioteca amontonada en el suelo, en una esquina. Había muchos libros boca abajo, pero de los pocos que se veían boca arriba se deducía que no había ni uno solo de valor. Ni la pareja ni yo nos llevamos ninguno.

En una de las estaciones de tren –la del TGV de Aviñón, que es como un inmenso armadillo en permanente hibernación– estuve a punto de comprar un libro de Raphaël Haroche, Une éclipse. Leí unas líneas en las que el protagonista dice haber soñado con jugar los cuartos de final de Roland Garros.

Tomé la primera fotografía de Marsella desde la terraza del hotel. Eran las diez de la mañana. Había estado lloviendo y no se había utilizado para servir el desayuno. Yo había subido a la terraza la noche anterior y había visto, fascinado, el espectáculo de la ciudad hormigueante. Todavía no había empezado a llover.

En Aviñón no pude visitar el Palacio de los Papas porque llevaba conmigo la maleta. Los adoquines me dificultaban incluso visitar la ciudad en las pocas horas que me quedaban. Cuando llegué a las puertas de la Colección Lambert, el vigilante me indicó que no tenían guardarropa para la maleta y que no podía dejarme entrar. En la estación de tren no había consigna. Pensé dejar la maleta escondida unas horas en lo alto de la muralla, donde años atrás un policía me llamó la atención por estar caminando de noche.

El primer cuadro que vi en la colección permanente del Museo Cantini fue una ciudad de Maria Helena Vieira da Silva. Todo laberinto contiene un laberinto, que a su vez contiene otro laberinto, y así hasta el infinito. Pero antes de que me visitara el siempre socorrido Borges, yo me vi en Lisboa –ya había visto Lisboa en Marsella varias veces– visitando con José Bento el museo Vieira da Silva y escuchando de su dulce voz que toda ciudad es un laberinto que contiene a su vez un laberinto…

En el segundo de los hoteles la habitación estaba caldeada cuando llegué por la tarde. Luego, cuando volví por la noche, estaba helada y la calefacción no funcionaba. Me forré con varias camisetas y un pantalón de deporte y dormí profundamente. De vez en cuando se oía pasar un tranvía por la rue de Rome.

Andando, andando, andando por la rue de Rome llegué hasta una rotonda en la que había un gran monumento, no recuerdo si columna u obelisco. Era ya el barrio de Castellane. Marsella se vuelve ahí cada vez más mediterránea: lo francés va quedando atrás y se deja atrapar por el espíritu de la aventura. Una placa recordaba a los héroes de la resistencia caídos en la batalla de Marsella en 1944 contra los alemanes. Otra, la casa donde vivía un teniente detenido por la Gestapo y asesinado tres meses más tarde en Lyon.

Desanduve lo andado. Muchas tiendas estaban cerradas. Marsella es un inmenso contenedor de mercancías. Algunas de enorme coste: joyas, relojes, perfumes, antigüedades. Otras, baratijas que nadie querría tener en casa.

Pero las casas, al parecer, están llenas de baratijas. Así lo estaba, por ejemplo, el piso donde pasé la noche en Aviñón. Después de cruzar un recibidor, varias habitaciones, una cocina, un patio y lo que parecía un despacho con una enorme mesa inundada de papeles, libros y todo tipo de material de oficina en completo desorden, se llegaba a una escalera de caracol tan estrecha que parecía imposible subir por ella. En lo alto estaba la habitación de huéspedes donde dormí esa noche: confortable, limpia, tranquila. Qué más se podía pedir por treinta euros.

Si uno fuera una persona absolutamente devota de la más inhumana de las calmas, de la lectura silenciosa, de los paseos contemplativos junto al río y de los pasteles de chocolate, podría quedarse a vivir para siempre en Aviñón.

Los tres libros que había en la mesilla de noche de esa especie de buhardilla eran una novela de François Mauriac cuyo nombre no recuerdo, un ensayo de Derrida sobre el problema del signo en Husserl y uno de los tomos de Asterix y Obelix. La cultura francesa en todo su esplendor.

Los estudiosos futuros de mi obra poética deben saber que en este viaje no brotó ni una sola línea, ni un solo verso. Todo esto que escribo es retrospectivo y, por mucho que a veces  rime o ripie, apenas si es literatura. Son notas para aferrar el viaje a la memoria. Ejercicios de nostalgia invertida.

Y los viajes anteriores se superponen –esto empieza a ser una cruz– a las vivencias presentes. Hasta el taxista que me recogió en el aeropuerto me preguntó si era la primera vez que visitaba Marsella. Le dije que era la segunda, y, aunque intenté no dar pábulo a los recuerdos, estos fueron aflorando poco a poco.

Por ejemplo, el del marinero corso. No apareció hasta bien avanzado el viaje. Extrañamente, no lo ubicaba en Marsella. Pero no pudo ser sino allí donde lo conocí, pues su propuesta de acompañarlo al día siguiente en su viaje a Ajaccio, que rechacé –y el arrepentimiento de ese rechazo era ahora tan vivo como entonces–, surgió necesariamente de un encuentro en Marsella, en una sauna de Marsella. No recuerdo su nombre, pero sí su porte, su juventud, su pelo rubio y corto, su sonrisa, su honestidad. Estoy seguro de que era sincero cuando me pidió que lo acompañara. Desde entonces tengo un viaje pendiente a Córcega.

Otro recuerdo intenso es el de estar asomado al balcón de mi habitación de entonces, en un hotel también céntrico, y recibir lo que me parecieron varias propuestas de visitarme por parte de jóvenes que me parecieron magrebíes. Se paraban frente al balcón –¡ah, si alguno hubiera sabido cantar serenatas!– y practicaban señales que no era muy difícil entender. Pero yo entonces era tímido y precavido. Y debía de estar leyendo a Rilke o a Stendhal. Las posibilidades de engatusarme eran escasas.

Esta vez las habitaciones –dormí en dos hoteles distintos– estaban en la tercera planta y no permitían tales confianzas. También hacía mucho frío y las calles se veían casi desiertas. Schiller, Schiller, Schiller bajo las sábanas.

Sobre Perahim, el pintor surrealista rumano que ha sido el gran descubrimiento de este viaje, no diré nada aquí. Merece un ensayo que no escribiré. El Museo Cantini le dedicaba una completa retrospectiva. Mi ignorancia sobre su figura era completa. El día de la visita quise comprar el catálogo, con textos, entre otros de Serge Faucherau, y no pude hacerlo por el mismo motivo por el que me quedé sin tarot.

El almuerzo más decente –a falta de bullabesa: tuve que deleitarme con el recuerdo de la de hace años– fue en un pequeño restaurante abarrotado. Aquí en Francia te piden el certificado de vacunación para entrar y listo: ya puede usted contagiarse y contagiar a los demás. Pedí el plato del día, que consistía en cola de mantarraya con risotto, unas verduras asadas que no identifiqué y unas almejas gigantescas que ocupaban medio plato y, claro, tenían muy poca comida dentro. Todo, sin embargo, estaba exquisito, como suele pasar en Francia.

En Aviñón, cuando regresaba a la estación tras mi búsqueda desesperada de una consigna o de algún escondite para mi maleta, vi tras los cristales de un restaurante a un joven de mi edad –la juventud es cosa del espíritu– zampándose un plato de ostras. Ostras, me dije, lo que yo tenía que haber comido en este viaje eran ostras. ¡Ostras!

Las espinas de la cola de la mantarraya son, más que espinas, cartílagos que podrían acaso comerse, rebozada la cola como viene, con un poco de esfuerzo masticador. Regados con la vinagreta que acompañaba el plato y con el vino blanco que me recomendaron, no hubieran desmerecido. Quizá incluso lo propio era comérselas.

En la rue de Rome, mientras andaba, y andaba, y andaba, vi a un joven que en un primer momento me pareció un maniquí. Luego vi varios maniquíes que me parecieron jóvenes. 

También vi tiendas de pelucas. ¡Ah, cómo me conmovieron las pelucas! Había pelucas colocadas sobre caras con rasgos de mujer, sobre caras con rasgos andróginos, sobre caras con rasgos de mujer dotadas de bigote, sobre caras con rasgos de hombres sin bigote, sobre caras con rasgos de hombres con bigote. Eran toda una sinfonía de pelucas y de caras con las que se podía fantasear en muchas y diversas direcciones.

Los marselleses –si algo así existe– están acostumbrados a que los no marselleses lleven la batuta de la ciudad. Los no marselleses –si algo así existe– no acaban de acostumbrarse a llevar las riendas de la ciudad. Y así les va.

Recordaba las escaleras de la estación de St-Charles. Había llegado allí desde Arlés en 2007, si no me equivoco. Había bajado por la rue d’Athènes (aquí las calles importantes se dedican, como debe ser, a otras ciudades destacadas del Mediterráneo: es lo que hoy se llamaría hacer comunidad). Esa calle conecta con la Canebière y a partir de ahí se llega directamente al Vieux-Port, el centro histórico de la ciudad. En las escaleras, tal y como lo recordaba, había grupos de jóvenes magrebíes y africanos con un ligero aire amenazador. Creo que es ahí donde posiblemente se menudea con hachís y quizá con más cosas. Pero el peligro es más aparente que real.

Qué decir de Le Figuier Pourpre, la Casa de la Poesía de Aviñón: un lugar encantador, llevado por gente encantadora que vive la poesía como un modo de resistencia frente a la grisura de la existencia. En un momento en que me quedé solo, sentado en uno de los sillones junto a la biblioteca (pues para que exista una Casa de la Poesía no hace falta sino un pequeño local, unos sillones y una biblioteca especializada en poesía, todo ello aderezado con alguna ayuda pública para comprar libros y organizar actividades), hojeé dos volúmenes de las éditions de la Différence en los que se recogía la poesía completa de Abdellatif Laâbi, el gran poeta marroquí exiliado en Francia. Y daban ganas de entrar de lleno en esa poesía, pero no había tiempo, los volúmenes eran gruesos y densos, yo tenía que acercarme ya a la zona donde iba a leer, acompañado de Thomas Arnoldi y Wianney Qolltan’, que pondrían voz a las versiones francesas, algunos de mis poemas. Otra vez sería, Abdellatif Laâbi.

Siempre hay algún balcón encendido, en el edificio frente al hotel, que permite imaginar la vida que transcurre en aquel piso: unos pocos cuadros, pero de gran tamaño, en las paredes, unos muebles acogedores, lo que parece una televisión encendida. Ni una sola figura humana, ni siquiera su sombra. La discreción incluso cuando es de noche y no hay apenas nadie que pueda estar espiándonos.

Recordaba, del viaje anterior, otra sauna, en una calle transversal de la Canebière, que resultó ser un fiasco: estaba casi vacía, y, como me ha pasado otras veces, me habrá robado tiempo para conocer lugares de mucho mayor interés en la ciudad. Pero son esas horas muertas e irrecuperables las que se recuerdan a veces con más intensidad, más incluso que las bien aprovechadas.

Julien, creo que ese era el nombre del marinerito corso. Y ahora que le he estado dando vueltas, imagino que por ahí deben de andar su número de teléfono e incluso su dirección. Cómo insistió para que lo acompañara en el ferry donde trabajaba. Hacía la ruta Marsella-Ajaccio y salía al día siguiente. Me dijo que se quedaría tres días en Córcega y que me enseñaría la isla. Durante un tiempo fantaseé con ese viaje no realizado.

Sé que la vida de Petrarca estuvo muy vinculada a Aviñón, pero ni en el viaje anterior ni en este encontré referencias a él. Hay que volver con más tiempo, con más información.

La única librería a la que entré en Marsella resultó ser de temática cristiana. Había algunos libros de literatura –nada de poesía, sin embargo–, entre otros la que debe de ser la última novela de Patrick Modiano, un autor al que adoro. Cualquier frase de Modiano se proyecta en tres direcciones: un pasado incierto y semiolvidado, un presente de recuerdos tenaces y un mundo de libres imaginaciones que el lector produce al contacto con su prosa. Es una experiencia que roza el abismo, inquietante y reconfortante a la vez.

Como el azar planeó que mi segundo hotel se encontrara muy cerca de la rue Grignan, donde está el Museo Cantini, y aunque había desistido de comprar el catálogo de la exposición Perahim porque había fotografiado los cuadros principales y me llevaba, en cierto modo, la exposición conmigo, decidí acercarme al museo a ver si hoy sí podía comprarlo. Necesitaba llevarme la exposición completa y en un formato mucho más manejable que el de unas fotos guardadas en un móvil. Lo cargué en la mochila durante toda la tarde, en detrimento de mi maltratada espalda.

La canalla de Marsella se encuentra en las peluquerías afro, en los restaurantes tunecinos, en las tiendas de ropa senegalesa, en los cafés argelinos. Es una canalla acogedora. Bastaría hablar algo de árabe o wolof para sentirse parte de ella.

Imagino que una rata escala por la pared del segundo hotel, se introduce en mi habitación por alguna de las tuberías del baño, se encarama a la cama donde duermo y se acurruca a mi lado para que yo la acaricie. Lo siento, pero me parecen unos animales adorables y creo que, en su voracidad, su desamparo y su soledad, son los que más se parecen a nosotros.

La niebla fue acumulándose, en el viaje en tren de Marsella a Aviñón, sobre los campos, entre las casas, por los caminos silenciosos. La confundía con el atardecer –y en realidad era parte del atardecer–. Daban ganas de bajarse en una de esas pequeñas estaciones provenzales y quedarse un rato aspirándola, sintiendo cómo la niebla, por mucho que nos protejamos, acaba formando parte del cuerpo, nos atraviesa, nos difumina, nos disuelve como hace con la última luz de cada día.

ENTRADA DESTACADA

NICOLÁS DORTA EN LOS 'DIÁLOGOS EN LA GRANJA'

 

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