lunes, 29 de enero de 2024

DIEZ RAFAEL-JOSÉ DÍAZ QUE NADIE DEBERÍA TENER COMO MASCOTAS

A la cucaracha Rafael-José Díaz su dueño, el poeta Mario Pérez Bautista, creía tenerla bien localizada. Solía salir de su escondrijo entre las nueve y las diez de la noche. Daba unas cuantas vueltas por el piso de la cocina. Le encantaba subir por el cristal del horno hasta que alcanzaba la vitrocerámica. Allí se recreaba un rato en los restos de aceite acumulados del día anterior. Era juguetona, silenciosa y escurridiza. Pasaba por detrás de todos los electrodomésticos colocados sobre el poyo, la máquina de café, la batidora, el hervidor de agua y la freidora, hasta que llegaba al fregadero y se bañaba las patas en el agua que brillaba sobre el metal. Se hubiera dicho que era una experta en desquiciar y en tomarle el pelo a cualquiera, pues, a pesar de recrear todas las noches el mismo recorrido, el poeta Mario Pérez Bautista nunca pudo saber dónde estaba exactamente ni qué iba a hacer a continuación. La cucaracha Rafael-José Díaz era un puñetero diablo.

En cuanto al músico Carlos Nigro, tenía desde hacía unos cuanto años un loro al que había bautizado Rafael-José Díaz. Le daba muy poco de comer, de hecho lo dejaba días hambriento hasta que el loro gritaba “¡Nigro, nigrum, noir, nero, negro, schwarz, chernyy, nigra”. Era un loro políglota que por saber sabía hasta esperanto. Un día los vecinos de Nigro avisaron a la Protectora de Animales, que acudió con un trabajador social, un veterinario y un agente de policía. Nigro, al abrirles, les dijo: “¿Para qué se supone que han venido ustedes?”. Ningún miembro de la comitiva le respondió. Levantaron acta de la situación, se llevaron por unos días al loro a la perrera –recibía este nombre, pero había allí todo tipo de mascotas– e indicaron a Nigro que debía firmar una declaración responsable por la que se obligaba a alimentar adecuadamente al loro Rafael-José Díaz si quería que le fuera devuelto en el plazo previsto por la ley. Nigro lo hizo, pues, aunque no le tenía demasiado aprecio al loro, lo necesitaba para su vida profesional. El gran secreto de su admiradísimo arte consistía en haber incorporado grabaciones de los sonidos emitidos por el loro Rafael-José Díaz a sus composiciones musicales. Nigro también había transcrito melodías, acordes, clústeres, disonancias y todo tipo de extraños timbres que aquel bendito loro tenía la capacidad de producir. Un día, mientras le estaba dando de comer, el loro Rafael-José Díaz le arrancó medio dedo meñique a Nigro, quien tiró al suelo la jaula y la pisoteó hasta que el loro acabó agonizando aplastado entre los hierros. A partir de aquel momento, la carrera musical de Carlos Nigro declinó.

Un día, mientras trasegaba en su estudio, la pintora Marta Ledesma Pardo se encontró una pitón aparentemente muerta. Alguien debía haberla soltado allí mientras la artista no estaba y la serpiente, probablemente, había desfallecido por falta de alimento. Marta Ledesma Pardo llamó a un veterinario de urgencia, quien inyectó al reptil un suero alimenticio que lo reconstituyó poco a poco. Su dictamen fue claro: si quiere conservar este animal, le dijo, debe comprar inmediatamente un terrario y tendrá que alimentarlo con pequeños mamíferos vivos varias veces al día. Marta Ledesma Pardo, que se sentía sola desde hacía mucho tiempo y llevaba años sin pintar, decidió conservar la pitón, a la que llamó Rafael-José Díaz. Su estado de ánimo cambió rápidamente. Volvió sentir ganas de crear. Observaba a la serpiente y se decía que no era tan sibilina como parecía. La serpiente la observaba con una mirada casi humana, como si quisiera hipnotizarla. Un día Marta Ledesma Pardo se sintió tan cómoda con aquel animal, tan confiada en su presencia, que decidió abrir el terrario. Pasaron varias semanas y nadie supo nada de la pintora, hasta que un día su galerista, que sabía que había vuelto a pintar, la visitó de improviso. No encontró ni rastro de la artista, pero en medio del salón había una serpiente enorme, gruesa, aparentemente muy bien alimentada.

Los novelistas Ulises Ortiz Prats y Eloy Rodríguez Mesa constituían una de las parejas con más glamur del medio literario nacional. Nadie sabía si escribían sus libros juntos, pero entre los dos llevaban ya publicadas unas veinte novelas de gran éxito. Sus temas solían abarcar el neogótico, el neoecothriller, el neorruralismo, la neocienciaficción y el neocostumbrismo. Vivían en una casa diseñada por un arquitecto de moda, primo hermano de Eloy Rodríguez Mesa y situada en la parte noble de la ciudad. Desde hacía unos cuatro años eran dueños del dóberman Rafael-José Díaz. Lo mostraban con orgullo a sus numerosas visitas, a quienes, a pesar de anunciarlo siempre con el consabido “no muerde”, no les desagradaba que llevara siempre puesto un bozal. Se decía que hacía unos dos años el dóberman Rafael-José Díaz le había mordido una pierna a la poeta Ainhara Torres Martínez, de visita junto con una amiga también poeta, y que de resultas de aquella mordida la pierna se le infectó, se le gangrenó y hubo que cortársela. La denuncia que interpuso contra los dueños del perro prosperó y estos tuvieron que indemnizarla con casi un millón de euros. Desde entonces, se habían visto obligados a llevar una vida más austera y, aunque habían logrado, con mucho sacrificio, conservar su casa, ya nada había vuelto a ser como antes. A partir de aquella desgracia, al dóberman Rafael-José Díaz lo exhibían siempre con bozal. Se lo quitaban cuando las visitas se iban. Se contaba que el perro dormía con ellos en la cama, pero al parecer, de momento, no los había atacado.  

Al poeta Leandro Gómez Montes de Oca le regalaron unos amigos una enorme pecera. Como su poesía era oscura, tenebrosa, lúgubre, decidió que no compraría peces de colores sino todo lo contrario: animales cacofónicos, ejemplares repelentes, especies malditas. Así, su acuario lucía bagres, anguilas, morenas, payaras, lucios, peces globo, peces sapo y… una piraña, la piraña Rafael-José Díaz. Este pez era para él la estrella del acuario. El poeta Leandro Gómez Montes de Oca, como queda dicho, practicaba una poesía tan siniestra, tan tétrica, que quienes lo leían o se volvían locos o practicaban la automutilación o terminaban suicidándose. El poeta pasaba buena parte de la tarde, todos los días, contemplando las evoluciones de la piraña Rafael-José Díaz, recreándose en cómo este terrible animal no dejaba títere con cabeza en la pecera: atacaba a los otros peces, les cercenaba aletas, les arrancaba ojos, les mordía las colas, los hería como por placer y muchas veces se los comía de un par de bocados. Cuando, llegada la noche, el acuario se sumía en la penumbra del salón, el poeta Leandro Gómez Montes de Oca se trasladaba a su despacho, abría una libreta y escribía un poema. Nadie conocía su secreto. Nadie sabía que toda la poesía de Leandro Gómez Montes de Oca era una transposición de las prácticas caníbales de la piraña Rafael-José Díaz.

Si no hubiera sido por sus padres, la bailarina Atenea Blanco Cortés sería hoy en día funcionaria de prisiones o conductora de autobuses. Procedente de una familia humilde, sus padres, sin embargo, habían sido en su juventud miembros de una comparsa del carnaval. Sabían ejecutar todo tipo de pasos de salsa, merengue, samba o bachata. Desde pequeña, la bailarina Atenea Blanco Cortés se acostumbró a acompañar a sus padres tanto a los ensayos como a los concursos y desfiles de comparsas. Un día, sin embargo, cuando ya era estudiante universitaria, viajó con unos amigos a la India. Allí, en una calle de Calcuta, vio un espectáculo de cobras amaestradas. Su fascinación con ese animal fue tal que cuando volvió al hotel se puso a imitar delante de un espejo los sinuosos movimientos que tanto la habían impactado. Al día siguiente volvió a la misma calle y preguntó dónde podía comprar una de aquellas cobras amaestradas. No fue fácil que consiguiera una, pero su gran empeño y varios cientos de dólares hicieron el milagro. Atenea Blanco Cortés compró también una flauta y aprendió a tocar los sonidos que servían para que la cobra ejecutara su danza. Cuando volvió a España, bautizó a la cobra como Rafael-José Díaz y comenzó a celebrar espectáculos en los que aparecía las dos, la cobra y ella, ejecutando los mismos movimientos. Un día la cobra Rafael-José Díaz, sin que se supiera el motivo, se lanzó contra el público y mordió al comisario de arte Pascual Jiménez Gil, quien murió casi en el acto. A día de hoy se desconoce el paradero de la cobra Rafael-José Díaz, pero una leyenda urbana reza que suele presentarse, sibilina, en todo tipo de espectáculos de danza.   

El poeta circense Tomás Yanes tenía amaestrados dos cuervos, el cuervo Nevermore y el cuervo Rafael-José Díaz. Había fundado el Cuervo Parque, un recinto circular en el que el público se sentaba alrededor de un minúsculo escenario en el que había dos perchas. Por el módico precio de diez euros podía asistirse a un espectáculo que constaba de tres números: 1) Una pantomima en la que el poeta Tomás Yanes, sin demasiada gracia, todo sea dicho, ejecutaba una especie de conversación muda y absurda, a lo Beckett, con ambos cuervos, en la que al final los tres se hacían los muertos; este efecto final despertaba siempre los aplausos del público y lo disponía favorablemente para el siguiente número; 2) Una especie de competición sadomasoquista entre ambos cuervos que comenzaba con unos leves picoteos y acababa con los dos pájaros desplumados y prácticamente sin aliento sobre el escenario; este número les gustaba sobre todo a los niños; y 3) El último número tenía lugar tras una rápida recuperación de los cuervos a base de frutos secos, una pomada y algunos masajes prodigados por el poeta circense Tomás Yanes; a continuación los cuervos se posaban cada uno en su percha. Tomás Yanes aparecía disfrazado de damisela espectral, con un traje blanco bastante fantasmagórico y una corona de flores pálidas y mustias. Mientras el cuervo Rafael-José Díaz declamaba en un español afrancesado el famoso poema de Edgar Allan Poe (“Cierta noche aciaga, cuando, con la mente cansada…”), el cuervo Nevermore intervenía periódicamente para incluir el estribillo al final de cada estrofa: “Nevermore”. Cuando terminaba el poema, el poeta Tomás Yanes se desplomaba y los dos cuervos se le posaban sobre la cara: le arrancaban unos ojos de plástico que llevaba superpuestos a los suyos y se los mostraban con sus picos al público, que prorrumpía en un sonoro aplauso.

En un parque público de la ciudad vivía la rata Rafael-José Díaz, a quien cada noche iban a alimentar el poeta Gabriel Zamora Serra, el músico Valentín Bermúdez Manzano y el pintor Orlando Estévez Rico. Era un ritual que llevaban ejecutando mucho tiempo. Tras tanto alimento conseguido sin esfuerzo, la rata Rafael-José Díaz se había convertido en un animal sumiso y obediente. El poeta, el músico y el pintor le habían propuesto publicar una revista, escribir un libro juntos, coordinar un suplemente literario y montar un ciclo de lecturas poéticas. La rata Rafael-José Díaz había cedido en todo, pensando que mientras tuviera su alimento garantizado bien podía asumir aquellas absurdas responsabilidades. Salió la revista, se publicó el libro, apareció el suplemento literario y se celebró el ciclo de lecturas poéticas, pero la rata Rafael-José Díaz no vio que su nombre figurara por ninguna parte. El poeta Gabriel Zamora Serra, el músico Valentín Bermúdez Manzano y el pintor Orlando Estévez Rico dejaron de acudir al parque a llevarle alimento. Entonces la rata Rafael-José Díaz decidió que tenía que seguir rebuscando en la basura como antes de conocer a aquellos indeseables y maldijo la poesía, la música y la pintura, esas artes propias de farsantes e impostores.

Poco le duraron a Domingo Blázquez Izquierdo, el conocido cineasta, las mieles del éxito. Durante un mes había estado grabando en su casa de la playa a su gato siamés Rafael-José Díaz. El resultado, una película documental de unas dos horas de duración titulada Autobiografía de mi gato siamés, había ganado premios en Lisboa, Berlín, Doha, Durban y Miami. En el largometraje, cuyo único protagonista era el gato siamés Rafael-José Díaz, se lo veía caminando, comiendo, durmiendo, jugando, defecando, saltando, arañando y ronroneando. La crítica había descrito la película como “una prodigiosa aproximación a la vida íntima de un animal desde la insuperable empatía de una mirada radical y al mismo tiempo respetuosa”. Sin embargo, cuando Domingo Blázquez Izquierdo quiso rodar una segunda parte, el gato siamés Rafael-José Díaz mostró un rechazo absoluto. Se sentía manipulado, infravalorado, humillado. Su amo había conseguido el éxito, se había comprado un Porsche, se llevaba a la cama a mujeres a las que antes de la película ni siquiera se hubiera atrevido a dirigirles la palabra, había contratado a un célebre arquitecto de interiores para reformar por completo la casa de la playa, y, sin embargo, él, el protagonista exclusivo de la película, seguía durmiendo en la misma caseta cochambrosa, comiendo la misma comida basura y, encima, castrado como estaba, no podía conocer a ninguna gata que le amenizara los días. Así que un día, tras una intensa sesión de rodaje, el gato siamés Rafael-José Díaz se escapó. El cineasta Domingo Blázquez Izquierdo se compró otro gato para rodar la película. Pero el resultado fue todo un fracaso que le supuso graves pérdidas. Tuvo que vender el Porsche y la casa de la playa. Se convirtió en un muerto en vida.

El performer José Luis Abad llevaba un tiempo sintiendo que debía darle un giro a su carrera. Su especialidad era desarrollar lentos movimientos en el interior de una especie de urna con forma de ataúd. A veces salía de la urna y se mezclaba con el público, daba unas cuantas volteretas o rodaba por el suelo envuelto en una sábana. Lo cierto, sin embargo, es que cada vez iba menos gente a verlo. Se había vuelto un artista previsible. Un día leyó en un ensayo que Joseph Beuys, el artista alemán, había hecho una pieza encerrándose en una habitación con un lobo. Entonces se le ocurrió lo que consideró una gran idea: seguiría introduciéndose en la urna –debía ser fiel a su estilo–, pero con el añadido de algún animal. Tras mucho pensarlo, se le ocurrió que lo más excitante sería una tarántula. Es muy fácil comprarlas por internet. Por unos treinta euros más gastos de transporte recibió al cabo de una semana una imponente tarántula de color negro con pintas marrones en el cuerpo y en las patas. La llamó Rafael-José Díaz. Es sabido que las tarántulas no atacan salvo que se sientan amenazadas. Por eso José Luis Abad empezó en su casa a ensayar con ella sobre su cuerpo, sin asustarla en ningún momento, realizando movimientos muy tranquilos, casi a cámara lenta. Propuso su espectáculo a uno de los museos de la ciudad, y allí, rodeado de cuadros de Picasso, Dalí y Mondrian, José Luis Abad desarrolló su nueva performance. Dentro de la urna, la tarántula Rafael-José Díaz recorría su cuerpo, empezando por los pies, subiendo por las piernas, deteniéndose en el sexo –que solía estar erecto– y atravesando luego el torso hasta llegar a la cabeza, en la que exploraba las orejas, las fosas nasales, la boca semiabierta y los ojos semicerrados. La acción duraba en total una media hora. José Luis Abad la llevó a varios museos del país y recibió por ella cuantiosos emolumentos y críticas casi siempre benévolas. Sin embargo, un día la erección del miembro de José Luis Abad tuvo lugar demasiado rápido, la tarántula Rafael-José Díaz se sintió atacada, le clavó sus mandíbulas en los testículos y el público asistió a la lenta y dolorosa agonía del artista como si fuera parte del espectáculo.  

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