sábado, 21 de mayo de 2022

CARA DEL VIENTO

Era hasta allí, en efecto, hasta donde quería llegar. Muchas veces había pasado por la carretera general –cientos, miles de veces, hasta perder la cuenta, en coche o en guagua– y sólo recordaba haber entrado en aquel barrio dos o tres veces, pero nunca a pie como ahora. En realidad, su relación con aquella zona había sido siempre transitoria: no es sólo que durante los años universitarios fuera por aquella carretera por donde circulaba la guagua que lo llevaba o traía, sino que allí, poco tiempo más tarde, había recogido, junto a Comercial Toledo, durante un año entero, hacia 1996 o 1997, a un chico de diecinueve años al que había iniciado y con el que había estado saliendo, un chico de pelo largo y rizado recogido en una coleta arrebatadoramente sexi; un chico muy formal que estaba siempre esperándolo cuando él llegaba con el coche y lo recogía para ir a pasear al monte, o para ver una película, para ir a la playa o para cenar. (No, no era una relación platónica, pues después de cada una de esas actividades solían buscar un descampado donde aparcar el coche para pasárselo en grande; una o dos veces lo hicieron en una habitación de hotel.)

No recuerda, después de que aquella relación se terminara, sino esas dos o tres veces que decidió desviarse de la carretera general para recorrer las calles de aquel barrio, y no cree que lo haya hecho por nostalgia, pues la relación había terminado de común acuerdo, e inmediatamente, si no recuerda mal, se había echado otro novio. Si llegó a entrar con el coche por aquella cuadrícula de calles fue probablemente por azar, o por mera curiosidad. No era una zona a la que se fuera a buscar nada, pues apenas había tiendas u oficinas. Era uno de tantos barrios residenciales de extracción popular.

Atravesaba la que parecía la calle principal del barrio. Las casas eran de una o dos plantas, todas diferentes. Las había con pequeños balcones con forma de ventana agrandada con un hueco abierto al exterior que se prolongaba en un pequeño pasillo protegido de la vista por un muro. Otras habían sido concebidas como búnkeres que sólo disponían de una única ventana, pequeña como una escotilla, y de una puerta de metal cerrada con un candado, como si no fueran viviendas sino almacenes. Había, en una hondonada rodeada de árboles, un pequeño reducto de palomares y jaulas de conejos, con sus caminitos embaldosados y una calma fascinante sólo rota por el quiquiriquí de algún gallo, como si los palomares y las jaulas estuvieran todos vacíos (no era posible adivinarlo desde el exterior, pues los árboles y matorrales ocultaban eficazmente aquella penitenciaría hundida en medio del barrio).

Hasta allí, hasta donde quería llegar, significaba hasta la montaña. Como si la calle que recorría desembocara directamente en una ladera, se veía al fondo, nítida, marrón oscuro, con el cielo azul fosforescente detrás, la montaña. Era como si el barrio fuera el patio de butacas y la montaña el escenario, el lugar en el que iba a tener lugar alguna representación. No parecía real, iba pensando. Pero tampoco las casas se lo parecían, pues ¿quién podía vivir en aquella, por ejemplo, con tejaditos suizos sobre cada una de sus tres puertas de entrada? Uno de los bares junto a los que pasó tenía una mesa de billar que impedía la entrada: los clientes estaban situados detrás de aquella mesa y lo miraron con agresiva indiferencia cuando él se paró un momento para pensar cómo hubiera podido entrar allí si ese hubiera sido su deseo.

La montaña se acercaba muy lentamente. Entró en una librería-papelería en la que había todo tipo de cachivaches, como en un bazar, pero ni un solo libro. Es probable que hubiera cuadernos y bolígrafos, pero no se animó a preguntarlo. Los únicos clientes eran dos jóvenes que acababan de comprarse unas cocacolas y unos bollicaos para mantener su dieta de enriquecimiento en grasa corporal. Por un momento, dentro de la tienda, no supo si él se había convertido en uno de ellos, como si aquel fuera un lugar en el que la personalidad pudiera ser suplantada, una especie de batidora de células cuyos efectos podían llevar a un intercambio de identidades. El alivio al salir de allí no habría podido describirlo.

Por fin llegó hasta la montaña, pero en realidad la calle terminaba en un mirador y la montaña estaba al otro lado de un barranco. Dos bancos decoraban el lugar. Junto a uno de ellos, en el suelo, una lata de cocacola le recordó el zumbido de disoluciones que acababa de escuchar en la no librería, aquel maldito bazar embrujado, y decidió sentarse en el banco que no ostentaba resto alguno de presencia humana. Contempló la montaña. Estaba llena de huecos. Tenía forma de cara. Era como un cráneo recubierto de euforbias y tabaibas. Aquellos eran los ojos, o las cuencas de los ojos. Allí, en medio, la nariz, o los huesos huecos de la nariz. Allá en los extremos, las orejas, o los laberínticos huesecillos de los oídos. Ahí abajo, fruncida, la boca, la mandíbula. En su interior revoloteaban las palomas que se habían escapado de los palomares y corrían los conejos que habían salido de las jaulas para volver a sus madrigueras.

Se apoyó en la baranda del mirador para ver el barranco. Hacía una curva en la que habían construido lo que parecía el muro de una presa, pero no había tal presa. Un barrio como de casas colgantes –casas sin pintar, cubos arracimados de grises ladrillos– se asomaba al borde del barranco, más abajo, y no se adivinaba cómo podría llegarse hasta allí. Las palomas se perseguían trazando vertiginosos giros en el aire como si las perseguidoras se hubieran convertido en cernícalos y las perseguidas en perdices.

Soplaba con fuerza un viento que venía de la parte superior del barranco. Acaso porque las casas lo habían protegido de él, sólo lo notó al llegar al mirador. Eso le hizo pensar que el viento era endémico de ese lugar. Imaginó que allí siempre soplaba el viento. No pudo visualizar aquel sitio sin la presencia del viento. Se dio cuenta –pues a veces la observación le llevaba a sacar este tipo de conclusiones– de que las anfractuosidades que había identificado con agujeros del rostro en la montaña se debían a la erosión eólica. Cara del viento. Ese debía haber sido el nombre del lugar y no el del maestro o artesano local que le habían puesto.

Recordó que una vez, una única vez, había estado en la casa de aquel chico de pelo rizado recogido en una coleta arrebatadoramente sexi. Había sido presentado a su madre –y a un hermano mayor, creía recordar– como un amigo. Ese chico había estado saliendo con chicas hasta que lo conoció a él, por lo que no había nada extraño en todo aquello. Recordó que la madre le había parecido una persona muy mayor y que el hermano le sacaba a su chico más de diez años.

Si alguna vez vuelvo por aquí, se dijo, es posible que los recuerdos estén aún más lejanos. Será ya un recuerdo el día en que descubrí Cara del viento, y no recordaré haber estado a punto de intercambiar mi identidad con un joven bebedor de cocacola en una librería sin libros. Habré olvidado que en la calle que parecía el pasillo de un patio de butacas y que fui recorriendo como para sentarme en la primera fila, se dijo, había un bar con una mesa de billar al que no podía entrarse sino saltando por encima de ella. Supo que, si alguna vez volvía a recorrer aquel lugar, cuatro o cinco de los recuerdos que aún conservaba de su noviazgo de un año con aquel chico de coleta sexi –un día en el jardín botánico, la noche en el hotel hechizado o aquella tarde con amigos en el caserío más remoto de la isla– habrían desaparecido. Pero la montaña, con todos sus huecos, y con su viento endémico, seguiría allí, vigilante.     

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