sábado, 13 de enero de 2024

LAS INTRUSIONES

Me dejé dormir. La puerta de mi vivienda estaba abierta. Dos palomas habían entrado al zaguán y se picoteaban los cuellos mutuamente. Alguien entró, recorrió en silencio los cuartos y se sentó en mi escritorio. El mediodía había pasado hacía tiempo, exhalando un calor que ahora se difundía por toda la casa. Una mariposa blanca, la misma de siempre, revoloteaba entre los libros. La persona que entró silenciosa y que estaba sentada en mi escritorio tomó con su mano derecha un bolígrafo y trazó una frase en el cuaderno que había dejado abierto antes de dormirme. Un café que había olvidado tomarme por la mañana era ahora, en la taza, como un ojo muy negro que miraba a todas partes desde la mesa del comedor. Una de las palomas salió del zaguán y la otra se quedó allí, girando al modo de un derviche como si se hubiera quedado ciega. Por la ventana abierta del dormitorio entraban filamentos de voces, como si varias personas hablaran en voz baja en algún lugar de la casa. La frase decía: “Siento en mi nuca la mordida de un animal de trapo”. Yo era un niño o un anciano que dormía la siesta. Días después seguiría sin saber lo que realmente ocurrió aquella tarde. La mariposa se posó en el lomo de un libro y con su aleteo fue modificando el nombre del autor, el título, el logotipo de la editorial. Soñé que la paloma solitaria atrapaba con su pico un trozo de papel que alguien había dejado caer al entrar. La persona que ahora ocupaba mi escritorio llevaba ya escritas tres páginas de lo que parecía un relato, una visión o una autobiografía. El libro se titulaba ahora El vientre de Jonás. Las voces que entraban por la ventana se superponían unas a otras como si no fueran el eco de una conversación sino un cruce de monólogos simultáneos. La paloma picoteaba el papel como si fuera a servirle de alimento y por el suelo se dispersaban letras, palabras, fragmentos de oraciones. Mi respiración era a veces profunda como la de un recién nacido y otras veces agitada como la de un moribundo. Por la ventana entró el último rayo de luz de la tarde. Jonás llevaba en el vientre una ballena de trapo que alguien le había hecho tragar como castigo a su falta de temor de Dios. El intruso que escribía ya la séptima página acababa de escribir esta frase: “Todos los días me levantaba a la misma hora, pero siempre me acostaba a una hora distinta”. La taza de café era un ojo sin blanco, sin iris, sin córnea, sin pupila. Llegó una bandada loca de palomas que se lanzó sobre los trozos de papel. Llegaban frases sueltas a través de la ventana, pero ninguna de ellas tenía sentido. El aleteo de la mariposa había hecho que el libro se llamara ahora El elefante y la medusa. El niño que dormía y que era y no era yo empezó a gimotear como si su sueño lo alterara o como si se supiera a punto de morir. Con la llegada de la bandada de palomas no se sabía ya cuál era la que, en su soledad, había encontrado el papel que ahora todas llevaban en sus vientres. La decimoquinta página del texto ajeno escrito en mi cuaderno comenzaba así: “La función había comenzado, pero todavía no había llegado ningún espectador”. Soñé que una de las frases que entraban por la ventana se introducía en mi oído y que las palabras pasaban por la trompa de Eustaquio para salir por las fosas nasales convertidas en una mucosa fragante. Un elefante llegó al borde del mar y se enamoró de una medusa. El ojo negro que flotaba en la taza de café era a la vez un espejo, un abismo, un pozo y una prisión. Una de las palomas levantó el vuelo y, como si estuviera encantada, se quedó levitando sobre las demás. Yo tenía cien años y acababa de nacer. La última frase del texto escrito por el intruso que ocupaba mi escritorio decía: “Y así serán todos los días a partir de ahora”. La mariposa cerró sus alas y se dejó caer sobre un estante de la librería, o bien porque había muerto o bien porque se estaba haciendo la muerta. La medusa llegó flotando hasta la orilla y el elefante la recogió con su trompa. Soñé que despertaba y que, al ir a tomarme el café en el comedor, mi cuerpo, como si fuera una emanación o un conjunto de huesos pulverizados, desaparecía en la taza. El visitante cerró el cuaderno, desanduvo los cuartos hasta llegar a la puerta y, cuando atravesaba el zaguán, agarró la paloma que levitaba por encima de las otras y se la guardó en un bolsillo interior de su abrigo. Me desperté y fui a cerrar la puerta de la casa. El zaguán estaba vacío, silencioso.  

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