lunes, 29 de abril de 2024

NADA QUE HACER

Sigo creyendo en esos instantes fuera de lo común, no exactamente fuera del tiempo, pues para estarlo tendríamos que estar también nosotros liberados de su tiranía, y eso parece imposible dada nuestra condición de animales temporales, de seres que arrastran, como los caracoles su caparazón, un peso invisible sobre las espaldas, algo que nos hace encorvarnos cada día más, esos instantes, entonces, que no son como los otros, o como los imaginábamos, instantes inimaginables, por tanto, que se nos aparecen de pronto en medio de un trayecto entre el portal y una plaza, o entre una esquina y el final de la manzana. No voy a dedicarme a reflexionar ahora sobre ellos, pues no creo que pudiera llegar a ninguna conclusión válida, aparte de que me falta el tiempo para tal empresa, pero sospecho que están relacionados, esos instantes, con la paradójica contemplación que surge mientras nos desplazamos, es decir, que no basta con pararse a mirar o a cavilar, no es suficiente con la postura estática de quien se detiene forzada o voluntariamente, sino que es necesario estar inmerso en un recorrido, no dejar de avanzar –o de retroceder–, es decir, no cesar de ejercer un movimiento que nos permita transportar la mirada –y el pensamiento– de un lugar a otro, del exterior al interior, o viceversa, de una fila de ventanas encendidas a una azotea en la que adivinamos a alguien que fuma en la oscuridad, de un paño de cielo agujereado por un claro entre las nubes a otro paño de cielo casi sonriente en medio de la luz que se retira una vez cumplido su ciclo cotidiano. Ese tipo de desplazamientos. Y me parece que son como avanzadillas, pues si me imagino que alguien me estuviera contemplando, o que pudiera contemplarme yo a mí mismo desde fuera, como si mi conciencia saliera por un momento de mi cuerpo y ocupara la de un vecino de hace muchos años a quien he reconocido a pesar de las décadas que llevaba sin verlo, y, mientras se toma su tercera –o cuarta– cerveza en la acera, junto a uno de los bares del barrio, se sorprendiera en un fogonazo de alteridad al verme como yo mismo me vería, es decir, si yo me viera en un fogonazo de alteridad al verme desde donde él me vería, entonces, si algo así pudiera imaginarse, me vería –él a mí, yo a mí mismo– como un pasajero solitario en la cubierta de un inmenso buque fantasma, el cielo de un crepúsculo todavía imberbe sobre mi cabeza, los pies decididos a dejarlo todo atrás sin saber cómo regresar a casa, los ojos inyectados en sangre, como si en el café con leche recién bebido hubieran caído pedacitos de no sé qué extraña sustancia alucinógena. Avanzadillas de un pasajero solitario sería, en efecto, un buen título para este impromptu. Pero he perdido el hilo y no sé muy bien adónde quería llegar. Releo las primeras líneas: sigo creyendo en esos instantes fuera de lo común, eso era. Si hablo sobre ellos es porque acabo de asomarme a uno. Hacía mucho, demasiado tiempo que no vivía algo así. Es una sensación parecida a la de salir de la caverna platónica –aunque quizá nunca entendí bien el mito–. Miraba el cielo y me decía que no era así como debía retirarse la luz. Me repetía, como un mantra, que la vida no es tan corta como la imaginamos cuando hemos alcanzado cierta edad: en el fondo, insistía, la vida es casi interminable, es una caída muy lenta, casi a cámara lenta, hacia el fondo que está siempre ahí proyectándose detrás de nuestros ojos. Esos instantes, en los que aún creo, nos desentumecen, nos hacen vivir con toda la intensidad de la que somos capaces una experiencia a la que no podemos darle nombre –aunque sería fácil dárselo, es justo lo que hacen a todas horas los impostores, los timadores profesionales que exigen llamarse poetas, críticos, artistas, narradores, directores de museos–. Lo que en medio de esa contemplación ambulante se nos revela como si hubiera estado oculto por cientos de capas de hollín o de argamasa es siempre algo incierto, lo vemos al pestañear, dejamos de verlo, vuelve a mostrarse en filigrana al girar el cuello hacia un portal entreabierto del que sale corriendo un gato que cruza la calle por suerte desierta, y de nuevo se oculta si miramos de frente. Sí, creo que las condiciones para la aparición de ese tipo de instantes son la oblicuidad, el movimiento, la contemplación y la ausencia absoluta de deseo. Así, cualquiera que se encare con una porción de realidad para nombrarla verá deshacerse en la nada sus esfuerzos; cualquiera que marche marcialmente hacia un objetivo declarado habrá de alcanzarlo o no, pero no obtendrá la epifanía que busca; cualquiera que se quede alelado esperando un momento de deslumbramiento será recompensado con la más opaca de las nebulosas; cualquiera, en fin, que se desgarre por dentro con el deseo obsesivo de llegar a descubrir lo que se esconde en su propio aliento recibirá una bocanada de rotunda pestilencia. Aviso para caminantes: no hay nada que hacer si no se dedican a no hacer nada. Esto es todo por hoy.  

ENTRADA DESTACADA

NADA QUE HACER

Sigo creyendo en esos instantes fuera de lo común, no exactamente fuera del tiempo, pues para estarlo tendríamos que estar también nos...

ENTRADAS POPULARES