viernes, 19 de enero de 2024

EL REAL ZOOLÓGICO DE LA LENGUA

 

 Tenía un perro negro y peludo al que llamaba Sintaxis.

Antón Pávlovich Chéjov, “El obispo”, 1902.

 

Y al loro, en realidad una lora, que era verde menta y recitaba poemas completos de Neruda y de Lorca, lo llamaba Oratoria. A una gata, muy mimosa, que por las tardes se recostaba en un puf y lo miraba como si fuera a lanzársele encima a la menor ocasión, la llamaba Morfología. Sin embargo, a la tortuga que le regalaron cuando era un niño y por la que no parecía pasar el tiempo –alguien le había dicho que viviría más que él, por lo que alguna vez había pensado en tirarla por la ventana– la llamaba Pragmática. No supo nunca cómo apareció junto a su puerta una iguana, quizá abandonada por algún ser reptiliano de los que vivían en la zona noble de la ciudad, pero lo cierto es que decidió ocuparse de ella y la llamó, sin dudarlo demasiado, Fonología. En el patio tenía una jaula enorme en la que convivían un periquito (Significante), un ruiseñor (Significado), un canario (Dialectólogo) y una cacatúa (Monema): cuando cantaban todos, aquello parecía, en vez de un concierto, un pandemónium, una auténtica babel. También tenía insectos, a los que guardaba en cajitas herméticas y alimentaba con otros insectos más pequeños que recogía en la calle: su escarabajo preferido era Sintagma; su cucaracha más inquieta, Neurolingüística; su grillo más melódico, Cacofonía; y su pulga mejor domesticada, Sinécdoque. En el baño, junto al lavabo, delante de la ducha y detrás del inodoro, había una caja de plástico transparente con una especie de rueda vertiginosa en la que vivía un hámster al que llamaba Conjunción. Sus vecinos se habían quejado varias veces por los ruidos que en una de las habitaciones que no utilizaba hacía un viejo oso domesticado que había heredado de un tío suyo de origen checo o polaco al que llamaba –al oso, no al tío– Yeísmo. En otra de esas habitaciones dadas de baja vivía solitaria una tarántula cuyo veneno había matado ya a unos cuantos habitantes del real zoológico y a la que había dado en llamar Hiponimia. En cuanto a la pitón, que debía alimentar a diario con conejos y lagartos, respondía al nombre de Epanadiplosis, mientras que a un pequeño lémur que había recibido de contrabando traído desde Madagascar lo llamaba Epéntesis. Por la casa, libremente, se desplazaba un erizo que había rescatado tras haber estado a punto de matarlo en un viaje por los Pirineos y al que llamaba Deíctico. En uno de los cuartos más oscuros, al fondo de la casa, guardaba en una jaula enorme un búho real –que estaba siempre triste y apenas comía, como si se quisiera morir– al que llamaba Metalenguaje. Tenía también un lagarto gigante de El Hierro, lo que hubiera bastado para condenarlo a cinco años de cárcel, pero por su amistad con el presidente del cabildo de aquella lejana isla se había hecho siempre la vista gorda al respecto; a este curioso animal, que no era tan grande como hubiera querido, lo llamaba Idiolecto. Recientemente había comprado un acuario en el que convivían varias especies de peces: a un gurami enano lo bautizó Metonimia; a un axolótl lo llamó Lunfardismo; un guppy respondía al nombre de Atributo; por último, el pez cebra más vistoso era Sinestesia.

Todo esto, en el fondo, era culpa de sus padres, lingüistas ambos, que, en un arranque de entusiasmo, y recordando a Nebrija y a Varrón, lo llamaron Gramático.

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