jueves, 30 de abril de 2020

HÉCTOR


Héctor está detrás de la barra, delgado como si se lo hubieran fumado y no quedara de él más que ceniza concentrada, un residuo de otro tiempo, pero entero, impasible, elegante, sibilino. Es el patrón. Solicitado por los clientes, pocos a esas horas, se toma su tiempo para servir las bebidas con que intenta en vano abrillantar los vestigios de una noche en franca declinación. Los clientes, nada más recibir sus copas de base azulada, se quedan alelados mientras hacen girar con las pajitas los hielos tintineantes que flotan en la superficie de los raquíticos líquidos. Tardan unos minutos en apurar unas bebidas que Héctor desearía que fueran las últimas. Tras su barra pavimentada de una superficie mullida, en la que los codos de los clientes descansan mientras las manos agarran por la mitad las copas recién servidas, Héctor los contempla mirarse unos a otros a través de los espejos verticales que cubren las columnas, o, cuando se cansan de mirarse unos a otros, mirarse a sí mismos, mirarse los ojos brillantes y perdidos mientras, con las pajitas de marras, recorren en círculo la ginebra reluciente, el ron espeso combinado con cocacola, el whisky solo con un poco de agua.

Yo estoy allí con Fernando, un abogado de entre cincuenta y sesenta años que en otra vida debió de haber sido un puercoespín o, si el karma le hubiera sido favorable, un oso hormiguero. Ataladrado al banco y a la barra como si fuera a succionar con fervor cualquier cosa que Héctor quiera servirle, Fernando no dice nada. Héctor, que lo conoce de otras ocasiones, se muestra con él todo lo locuaz que puede llegar a ser, es decir, responde con monosílabos a las preguntas que Fernando no le hace. Yo tengo a mi lado a un cliente que acaba de llegar y que, si no tuviera la copa llena, ya estaría deseando marcharse. Más allá, en uno de los extremos de la barra, un mujerón de entre cincuenta y sesenta años –perfecta acompañante para Fernando si la vida propiciara tales armonías– parece recién salida de una batidora: las greñas y los churretes le cubren una cara que parece habérsele dado la vuelta. De vez en cuando, Héctor se acerca y le dice algo al oído. Fernando y yo nos miramos y brindamos con las copas rebosantes. Al segundo siguiente, ya hay en ellas más hielo que bebida.

Héctor sale un momento de detrás de la barra y se acerca a Fernando. Veo la sonrisa de uno y el rictus del otro, sin saber cuál pertenece a cuál. Sus caras confundidas en el reflejo de un reflejo llevan incorporada una boca que habla para sí misma. Alguien me toca el hombro derecho, pero cuando me vuelvo para ver quién es, el cliente que estaba a mi lado acaba de pasar por detrás de mí camino de la salida. Qué habrá querido decirme. La salida es compleja, pues está formada por dos recibidores, dos puertas, dos tramos de escalera y un rellano. No es lo mismo, a la hora de salir o a la hora de llegar, haber llegado hasta uno o hasta otro de cualquiera de esos lugares. Si un cliente que se marcha, por ejemplo, ha llegado hasta el primer tramo de escalera –contando desde fuera–, tiene un ochenta por ciento de probabilidades de acabar abandonando el local. Si, por el contrario, ha alcanzado tan solo el primer recibidor –contando desde dentro–, no hay garantías de nada. La salida –o la entrada– de este local es como un nido de avispas: hay muchas celdillas y en todas anida un peligro.

Héctor regresa detrás de la barra. Me regala una mirada complaciente, una sonrisa que desfigura su hieratismo pero que refuerza su omnipotencia: creo que quiere decirme algo. Yo le sonrío y deslizo un billete de cincuenta euros sobre la barra. Él mantiene su mano alejada del billete, como si estuviera dándonos tiempo a Fernando y a mí para decidir si vamos a tomar otra copa o si con ese billete van a pagarse nuestras dos únicas consumiciones. Fernando me revela que Héctor quisiera decirme algo en privado. Boquea una onomatopeya conminatoria que yo entiendo como la señal para seguir a Héctor a una parte del local que está fuera de la vista de la clientela. Más allá del extremo de la barra se abre otro espacio complejo. Hay dos reservados contiguos y, detrás de ellos, un recibidor frente a una puerta. Al verla, pienso en una vivienda: es como el zaguán de una vivienda de otra época. Héctor abre la puerta con llave y me hace sentarme frente a una mesa tras de la cual se sienta él. Estamos allí menos de un minuto para ponernos de acuerdo en un intercambio que no necesita palabras. Alcanzo a fijarme en que hay estanterías con libros, artículos de oficina sobre la mesa, un par de sofás con una mesita en medio, y al fondo una ventana con una cortina por la que entra lo que parece la luz de un patio interior. No sé dónde estoy. No sé qué hago allí. Héctor sí que parece saberlo.

Al salir me encuentro de frente a la mujerona pintarrajeada que ahora babea con la boca fruncida contra la barra. Pronuncia palabras ininteligibles a las que parecen atender algunos clientes que se han sentado cerca de ella. Intento imaginármela en su estado natural y surge en mi mente la imagen de una mujer que conozco de otro contexto absolutamente distinto. No son la misma mujer, pero esta parece el avatar trasnochado de aquella. Su abatimiento, pienso, debe de tener alguna conexión con el cuchicheo mantenido con Héctor antes de que yo entrara a la trastienda imposible. Lo que quiera que sea que esa mujer ha bebido, escuchado, fumado o esnifado la ha transportado a un estado que uno no le desearía ni a su peor enemigo. Así es como Héctor, pienso, se deshace de las potenciales sibilas que con sus poderes adivinatorios acabarían revelando la inanidad de la noche. Fernando y yo, sin embargo, representamos el recambio, la novedad –menos Fernando que yo–, la capacidad de reparación. Es verdad que Fernando hace tiempo que acabó su copa y acecha con sus zarpas peludas la llegada de alguna otra que echarse al coleto. Su actitud es la de un mamífero apostado en las afueras de una madriguera o de un hormiguero a la espera de que salgan –de las manos de Héctor– sus víctimas. Pero Héctor, de momento, no suelta prenda.

Ahora veo a Héctor teclear en su móvil lo que podría ser un mensaje de texto. Son pocas palabras, posiblemente en clave, maquinales. Coloca el teléfono junto a la máquina registradora. El billete que yo había puesto en la barra hace tiempo que ha desaparecido y mi esperanza es que haya sido Héctor y no Fernando quien se lo ha guardado. Lo cierto es que no he recibido el cambio. En el umbral –que puede ser tanto el primer vestíbulo como la primera puerta, o incluso el final del primer tramo de escalera, siempre contando desde dentro– asoma una figura borrosa: parece un joven con un casco, pues está claro que un marciano no puede ser. Posiblemente sea un repartidor de pizzas. Aunque también podría ser un cliente que tiene, ahora que ha llegado hasta allí, un ochenta por ciento de probabilidades de entrar en el local. Héctor lo conoce y se acerca hasta él. Conversan sin palabras, se dan unas palmadas en el hombro, se despiden con un gesto que revela confianza. Al volver a la barra, Héctor se dirige donde tiene depositados los vasos para chupitos y nos acerca tres a Fernando y a mí. Luego trae una botella de Pampelmuse y sirve licor en los tres vasos mientras aproxima su mano libre a mi mano derecha y desliza dentro un pequeño objeto de muy poco peso que yo aprisiono para que nadie, ni siquiera Fernando, pueda darse cuenta de la transacción. Brindamos los tres y apuramos los chupitos. Héctor los retira y se queda a un metro de la barra mirándonos con la suspicacia de un búho que acaba de vislumbrar una presa. Sus ojos pertenecen a la noche y mirarlos es, de algún modo, llenarse de más noche aunque la noche decline. Fernando, mientras tanto, no se da por aludido –es una presa demasiado grande– y repta cada vez más por la mullida superficie de la barra. El objeto con el que he sido agraciado por parte de Héctor –señuelo o presente verdadero– gira todavía en mi mano derecha hasta que lo traspaso al bolsillo interior del pantalón. Fernando me pregunta si quiero ir al baño. Ciego, mudo y torpe como es, se ha dado cuenta de todo y es ávido como la más feroz alimaña. Vamos Fernando y yo al baño. Allí los espejos denuncian que algo no va bien. Yo soy un cocodrilo y Fernando es un puercoespín. O yo soy una nutria y Fernando es un castor. Dudo que un búho pueda cazar una nutria, pero seguro que un castor es presa fácil. Allá ellos. Ofrezco a Fernando un pequeño porcentaje de mis ganancias. Él raspa y cava con sus pezuñas las paredes como si quisiera abrir un agujero, pero ¿para qué?, ¿hasta dónde? Las migajas del yeso me espolvorean la barba. Héctor, barbilampiño, no da crédito cuando salimos.

La noche es superior, por no decir suprema. Otro chupito, que esta vez será el último. Nos alimentamos de vodka pomelo como las aves se alimentan de gusanos y mosquitos. Brindamos, y al coleto. Me llega el cambio: cinco anémicos euros. Cuesta permanecer derecho en las banquetas: los animales con garras lo tienen más fácil, pero las nutrias como yo, de piel escurridiza, nos resbalamos todo el tiempo. Veo el resto del local, que es mucho más grande de lo que aparenta. Hay por lo menos veinte grupos de cuatro sillas y una mesa repartidos por una amplia superficie. Tanto las sillas como las mesas son rojas, y rojas son las cortinas de lo que parece ser una pequeña tarima pensada para espectáculos. No hay nadie sentado en ninguna de las ochenta sillas, un aforo más que notable que, sin embargo, parece un mundo aparte de los alrededores de la barra, de la rosa laberíntica de la entrada –o la salida– y del tiovivo de los reservados y la trastienda comercial. Fernando no va a acercarse a la señorona, que a estas alturas parece víctima de un envenenamiento. Hasta espuma parece salirle de la boca. El resto de los clientes hace tiempo que se perdió en los reservados o en la salida, que para el caso es lo mismo. Héctor nos contempla a Fernando y a mí como si no tuviéramos remedio, como si un último chupito, que tendríamos que pagar, no nos fuera a sentar nada bien. Parece vestido de etiqueta, como si cada noche estuviera esperando ver aparecer a un deslumbrante amor del pasado o, por lo menos, a clientes distinguidos. Alarga una mano para despedirse de Fernando y de mí. Su mano está fría de tanto contacto con el cristal y con el hielo, con la pobreza y la indecencia. Nuestras manos calientes le infunden cierto fervor que él no sabe bien cómo recibir. Entonces, por un momento, y por única vez en toda la noche, veo un resquicio de duda en su mirada.

Fernando y yo salimos sin perdernos en la salida. Al final no era tan difícil. Lo más importante es no dudar: primera puerta, primer recibidor, primer tramo de escalera, rellano, segundo tramo de escalera, segundo recibidor, segunda puerta –contando siempre desde dentro– y a la calle.

 

sábado, 4 de abril de 2020

CARTAS ADOLESCENTES QUE ME QUEMARON EL ALMA

Si tuviera que hacer el recuento de los lugares más extraños donde he dormido –pero qué aburrido es hacer recuentos de lo que quiera que sea–, no podría olvidarme de la noche que dormí en el que era por entonces el dormitorio de dos de mis amigos de la infancia. Los hermanos se llevaban apenas un año entre ellos, y yo era un poco más joven que el mayor y un poco mayor que el pequeño. No es que hayamos dormido los tres en el mismo cuarto –eso hubiera dado para otro relato, pero tendría que inventarlo, y no tengo ahora mismo tiempo ni ganas de hacerlo–, sino que por alguna razón que no consigo recordar mis dos amigos estaban pasando una temporada fuera de casa, acaso porque era verano y estaban en la playa o quizá porque estaban quedándose en casa de sus abuelos para cedernos a nosotros, a mis padres, a mi hermana y a mí, el mayor espacio posible dentro de su casa. No recuerdo dónde durmió aquella noche mi hermana, ni dónde durmieron mis padres. Supongo que habría una tercera habitación, aparte del dormitorio de los padres de mis amigos, reservada para mis padres. Y es posible que hubiera incluso un cuarto dormitorio donde mi hermana pasó la noche, no recuerdo si sola o en compañía de la hermana menor de mis amigos, que era de la misma edad que la mía. Lo cierto es que en un momento determinado, cuando ya todos estaban durmiendo y cerré la puerta de aquel dormitorio con dos camas enteramente reservado para mí, en vez de acostarme tranquilamente a dormir, me dediqué a curiosear: abrí los armarios, me probé camisetas, toqué las cuerdas de una guitarra –pianissimo el rasgueo–, acaricié la piel rugosa de un balón de baloncesto, me demoré en las estatuillas de superhéroes que estaban repartidas sobre una cómoda. Por allí había de todo. Una vez explorado cada rincón de la habitación, e incluso el piso debajo de las camas, donde no había nada más que las pelusas de un gato que se habían llevado no sé si al salón o al dormitorio de los dueños de la casa, me senté en la cama arrimada a la ventana, que daba a un patio interior por el que se escuchaba regularmente el sonido de una cañería, como si los vecinos del edificio se hubieran puesto de acuerdo en ir al baño por la noche. Miré hacia la cómoda y descubrí que no había abierto la gaveta inferior. Me puse de rodillas y la abrí con sigilo, pues el silencio era ya profundo a esas horas y la gaveta chirriaba al ceder y apoyarse contra el suelo. Lo que allí me encontré irá siempre conmigo hasta el final de mis días. Dentro de una pequeña carpeta como las que se usaban para guardar postales o folios doblados a la mitad, había unas cartas. Muchas cartas recibidas por el hermano menor. Cartas de amor que varias novias le habían enviado en diferentes momentos de su corta vida. Tendríamos por entonces catorce, quince años a lo sumo. Yo era un gran lector de enciclopedias y de volúmenes abultados sobre psicoanálisis o antropología. Pero no sabía nada de la vida. Nunca había tenido novia –no sé si luego la tuve alguna vez– y aquel lenguaje era exótico para mí. Algunas de las cartas, apasionadas, revelaban una relación que se iniciaba, con toda la ingenuidad y la ilusión que el mutuo descubrimiento suponía; otras eran acaso declaraciones que no fueron atendidas; las había, posteriores, que contenían reproches, dudas, advertencias, reparos, pero seguían dejando entrever un amor aún no destruido, ese filo de la pasión que aún corta porque no se ha desgastado del todo; otras, en fin, eran de despedida, contenían adioses nostálgicos o airados, invitaciones a dejar este mundo o arrumacos a la desesperada para evitar la ruptura definitiva. Había cartas de varias novias, cada una con su letra esmerada o expeditiva, en distintos tipos de papel, dobladas de diferente modo, pero sin ordenar, sin agrupar en paquetitos atados con cordones, cartas de amor dispersas que podían, leídas al azar como lo hice aquella noche –y pasé la noche en vela leyéndolas todas–, conformar un collage o una panoplia de discursos amorosos que ya quisiera Barthes, mientras que yo, por entonces, todavía no había escuchado ni una sola palabra de amor dirigida a mi persona –algo que tardaría años en ocurrir–. Me miraba en aquellas cartas como en un espejo negro y lo que veía era el vacío de mi vida hasta entonces, mi absoluta inexistencia como adolescente, la sensación de que había estado perdiendo el tiempo, una especie de continente desconocido que aparecía en el horizonte y al que sabía que tardaría mucho en acercarme, pero que a partir de entonces no dejó de obsesionarme, de mortificarme, cartas guardadas como un tesoro de juventud que yo nunca podría mostrar un día a los amigos, cartas que no podría releer pasados los años como el testimonio del adolescente que no fui, cartas que no tendría para quemarlas el día que decidiera pasar definitivamente la página de un pasado convertido desde entonces en un rincón de humeante ceniza. Con el temor de no dejar las cartas en la misma posición en que las había encontrado, las volví a guardar, pero pensé que no había ningún orden y que posiblemente estaban guardadas allí sin que su destinatario se hubiera propuesto releerlas, pues andaría ya enamorado de otras chicas, viviendo un presente que yo tampoco podía emular porque para hacerlo necesitaba haber vivido un pasado del que había sido privado. A partir de aquella noche, quedó en mí, como una mala costumbre o un vicio secreto, un vicio que, sin embargo, yo intentaba justificarme a mí mismo por mi desmedida pasión por las ficciones de lo real, que, cada vez que dormía en casa de un amigo, si tenía ocasión, revolvía entre sus papeles en busca de cartas de amor, o no necesariamente de amor, como quien se asoma a la ventana a espiar a sus vecinos, pero sin prismáticos ni cámaras: todo filtrado por la inmaterialidad de la escritura. No siempre las circunstancias me permitían ser exhaustivo, pues mi amigo podía haber salido solo un rato, o llegar en cualquier momento, o bien porque algunas cartas, lo sospechaba, estaban guardadas bajo llave –hacía bien–, pero casi siempre podía hacerme una idea somera de cómo habían sido sus relaciones, al menos la parte del amor o la amistad contada por los otros, por las otras, novios o novias, amigos o amigas que habían dejado sus palabras expuestas al saqueo de mi mirada. Cada vez que lo hacía me arrepentía de ello, pero, como si fuese un cleptómano, no podía evitar absorber todas aquellas pasiones a flor de piel, todas aquellas confidencias y complicidades, como si leer esas cartas me permitiera revivirlas y como si revivirlas fuera lo que las cartas me exigían aunque luego tuviera que sufrir el peso conciencia. No siempre lo aliviaba algo que ocurría con relativa frecuencia: me encontraba cartas mías en aquella correspondencia, cartas que yo había enviado desde las distintas ciudades en las que había vivido ese futuro que entonces, en aquel cuarto de los quince años, no creí nunca que fuera a concedérseme y que ahora se había transformado en un pasado escrito en cartas guardadas que el invitado que yo era estaba profanando, una vez más, con su despreciable lectura. Convertido ya en un adulto más o menos experimentado –aunque siempre pensé que mi experiencia adolecía de torpeza, de escasez–, las cartas que leía en rapiñas silenciosas me permitían comparar la mezquindad de mis aventuras, si así podía llamarlas, con las ricas vidas –amorosas, intelectuales, creativas, viajeras– de mis anfitriones. Volvía siempre, de algún modo, a aquella escena inicial en el cuarto de mis dos amigos, al descubrimiento de que la adolescencia podía no ser únicamente la segunda parte de una infancia prolongada sino también los primeros y atrevidos pasos en el complejo mundo de los adultos: en la pasión, el deseo, la rabia, el desencanto, la nostalgia y la locura de amar y ser amado.

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Me encantó estar allí, era como estar escondido para que nadie me viera, pero sin que nadie me estuviera buscando, o al menos eso creía. ...

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