Héctor está detrás de la
barra, delgado como si se lo hubieran fumado y no quedara de él más que ceniza concentrada,
un residuo de otro tiempo, pero entero, impasible, elegante, sibilino. Es el
patrón. Solicitado por los clientes, pocos a esas horas, se toma su tiempo para
servir las bebidas con que intenta en vano abrillantar los vestigios de una
noche en franca declinación. Los clientes, nada más recibir sus copas de base
azulada, se quedan alelados mientras hacen girar con las pajitas los hielos tintineantes
que flotan en la superficie de los raquíticos líquidos. Tardan unos minutos en
apurar unas bebidas que Héctor desearía que fueran las últimas. Tras su barra
pavimentada de una superficie mullida, en la que los codos de los clientes
descansan mientras las manos agarran por la mitad las copas recién servidas, Héctor
los contempla mirarse unos a otros a través de los espejos verticales que
cubren las columnas, o, cuando se cansan de mirarse unos a otros, mirarse a sí
mismos, mirarse los ojos brillantes y perdidos mientras, con las pajitas de
marras, recorren en círculo la ginebra reluciente, el ron espeso combinado con cocacola,
el whisky solo con un poco de agua.
Yo estoy allí con Fernando,
un abogado de entre cincuenta y sesenta años que en otra vida debió de haber
sido un puercoespín o, si el karma le hubiera sido favorable, un oso
hormiguero. Ataladrado al banco y a la barra como si fuera a succionar con
fervor cualquier cosa que Héctor quiera servirle, Fernando no dice nada. Héctor,
que lo conoce de otras ocasiones, se muestra con él todo lo locuaz que puede
llegar a ser, es decir, responde con monosílabos a las preguntas que Fernando no
le hace. Yo tengo a mi lado a un cliente que acaba de llegar y que, si no
tuviera la copa llena, ya estaría deseando marcharse. Más allá, en uno de los
extremos de la barra, un mujerón de entre cincuenta y sesenta años –perfecta
acompañante para Fernando si la vida propiciara tales armonías– parece recién
salida de una batidora: las greñas y los churretes le cubren una cara que
parece habérsele dado la vuelta. De vez en cuando, Héctor se acerca y le dice
algo al oído. Fernando y yo nos miramos y brindamos con las copas rebosantes.
Al segundo siguiente, ya hay en ellas más hielo que bebida.
Héctor sale un momento de
detrás de la barra y se acerca a Fernando. Veo la sonrisa de uno y el rictus
del otro, sin saber cuál pertenece a cuál. Sus caras confundidas en el reflejo
de un reflejo llevan incorporada una boca que habla para sí misma. Alguien me
toca el hombro derecho, pero cuando me vuelvo para ver quién es, el cliente que
estaba a mi lado acaba de pasar por detrás de mí camino de la salida. Qué habrá
querido decirme. La salida es compleja, pues está formada por dos recibidores,
dos puertas, dos tramos de escalera y un rellano. No es lo mismo, a la hora de
salir o a la hora de llegar, haber llegado hasta uno o hasta otro de cualquiera
de esos lugares. Si un cliente que se marcha, por ejemplo, ha llegado hasta el
primer tramo de escalera –contando desde fuera–, tiene un ochenta por ciento de
probabilidades de acabar abandonando el local. Si, por el contrario, ha alcanzado
tan solo el primer recibidor –contando desde dentro–, no hay garantías de nada.
La salida –o la entrada– de este local es como un nido de avispas: hay muchas
celdillas y en todas anida un peligro.
Héctor regresa detrás de la
barra. Me regala una mirada complaciente, una sonrisa que desfigura su
hieratismo pero que refuerza su omnipotencia: creo que quiere decirme algo. Yo
le sonrío y deslizo un billete de cincuenta euros sobre la barra. Él mantiene
su mano alejada del billete, como si estuviera dándonos tiempo a Fernando y a
mí para decidir si vamos a tomar otra copa o si con ese billete van a pagarse
nuestras dos únicas consumiciones. Fernando me revela que Héctor quisiera
decirme algo en privado. Boquea una onomatopeya conminatoria que yo entiendo
como la señal para seguir a Héctor a una parte del local que está fuera de la
vista de la clientela. Más allá del extremo de la barra se abre otro espacio
complejo. Hay dos reservados contiguos y, detrás de ellos, un recibidor frente
a una puerta. Al verla, pienso en una vivienda: es como el zaguán de una
vivienda de otra época. Héctor abre la puerta con llave y me hace sentarme
frente a una mesa tras de la cual se sienta él. Estamos allí menos de un minuto
para ponernos de acuerdo en un intercambio que no necesita palabras. Alcanzo a
fijarme en que hay estanterías con libros, artículos de oficina sobre la mesa,
un par de sofás con una mesita en medio, y al fondo una ventana con una cortina
por la que entra lo que parece la luz de un patio interior. No sé dónde estoy.
No sé qué hago allí. Héctor sí que parece saberlo.
Al salir me encuentro de
frente a la mujerona pintarrajeada que ahora babea con la boca fruncida contra
la barra. Pronuncia palabras ininteligibles a las que parecen atender algunos
clientes que se han sentado cerca de ella. Intento imaginármela en su estado
natural y surge en mi mente la imagen de una mujer que conozco de otro contexto
absolutamente distinto. No son la misma mujer, pero esta parece el avatar
trasnochado de aquella. Su abatimiento, pienso, debe de tener alguna conexión
con el cuchicheo mantenido con Héctor antes de que yo entrara a la trastienda
imposible. Lo que quiera que sea que esa mujer ha bebido, escuchado, fumado o
esnifado la ha transportado a un estado que uno no le desearía ni a su peor
enemigo. Así es como Héctor, pienso, se deshace de las potenciales sibilas que
con sus poderes adivinatorios acabarían revelando la inanidad de la noche. Fernando
y yo, sin embargo, representamos el recambio, la novedad –menos Fernando que yo–,
la capacidad de reparación. Es verdad que Fernando hace tiempo que acabó su
copa y acecha con sus zarpas peludas la llegada de alguna otra que echarse
al coleto. Su actitud es la de un mamífero apostado en las afueras de una
madriguera o de un hormiguero a la espera de que salgan –de las manos de Héctor–
sus víctimas. Pero Héctor, de momento, no suelta prenda.
Ahora veo a Héctor teclear en
su móvil lo que podría ser un mensaje de texto. Son pocas palabras,
posiblemente en clave, maquinales. Coloca el teléfono junto a la máquina
registradora. El billete que yo había puesto en la barra hace tiempo que ha
desaparecido y mi esperanza es que haya sido Héctor y no Fernando quien se lo
ha guardado. Lo cierto es que no he recibido el cambio. En el umbral –que puede
ser tanto el primer vestíbulo como la primera puerta, o incluso el final del
primer tramo de escalera, siempre contando desde dentro– asoma una figura
borrosa: parece un joven con un casco, pues está claro que un marciano no puede
ser. Posiblemente sea un repartidor de pizzas. Aunque también podría ser un
cliente que tiene, ahora que ha llegado hasta allí, un ochenta por ciento de
probabilidades de entrar en el local. Héctor lo conoce y se acerca hasta él. Conversan
sin palabras, se dan unas palmadas en el hombro, se despiden con un gesto que
revela confianza. Al volver a la barra, Héctor se dirige donde tiene
depositados los vasos para chupitos y nos acerca tres a Fernando y a mí. Luego
trae una botella de Pampelmuse y sirve licor en los tres vasos mientras
aproxima su mano libre a mi mano derecha y desliza dentro un pequeño objeto de
muy poco peso que yo aprisiono para que nadie, ni siquiera Fernando, pueda
darse cuenta de la transacción. Brindamos los tres y apuramos los chupitos. Héctor
los retira y se queda a un metro de la barra mirándonos con la suspicacia de un
búho que acaba de vislumbrar una presa. Sus ojos pertenecen a la noche y
mirarlos es, de algún modo, llenarse de más noche aunque la noche decline. Fernando,
mientras tanto, no se da por aludido –es una presa demasiado grande– y repta
cada vez más por la mullida superficie de la barra. El objeto con el que he
sido agraciado por parte de Héctor –señuelo o presente verdadero– gira todavía
en mi mano derecha hasta que lo traspaso al bolsillo interior del pantalón. Fernando
me pregunta si quiero ir al baño. Ciego, mudo y torpe como es, se ha dado
cuenta de todo y es ávido como la más feroz alimaña. Vamos Fernando y yo al
baño. Allí los espejos denuncian que algo no va bien. Yo soy un cocodrilo y Fernando
es un puercoespín. O yo soy una nutria y Fernando es un castor. Dudo que un
búho pueda cazar una nutria, pero seguro que un castor es presa fácil. Allá
ellos. Ofrezco a Fernando un pequeño porcentaje de mis ganancias. Él raspa y
cava con sus pezuñas las paredes como si quisiera abrir un agujero, pero ¿para
qué?, ¿hasta dónde? Las migajas del yeso me espolvorean la barba. Héctor,
barbilampiño, no da crédito cuando salimos.
La noche es superior, por no
decir suprema. Otro chupito, que esta vez será el último. Nos alimentamos de
vodka pomelo como las aves se alimentan de gusanos y mosquitos. Brindamos, y al
coleto. Me llega el cambio: cinco anémicos euros. Cuesta permanecer derecho en
las banquetas: los animales con garras lo tienen más fácil, pero las nutrias
como yo, de piel escurridiza, nos resbalamos todo el tiempo. Veo el resto del
local, que es mucho más grande de lo que aparenta. Hay por lo menos veinte
grupos de cuatro sillas y una mesa repartidos por una amplia superficie. Tanto
las sillas como las mesas son rojas, y rojas son las cortinas de lo que parece
ser una pequeña tarima pensada para espectáculos. No hay nadie sentado en
ninguna de las ochenta sillas, un aforo más que notable que, sin embargo,
parece un mundo aparte de los alrededores de la barra, de la rosa laberíntica
de la entrada –o la salida– y del tiovivo de los reservados y la trastienda
comercial. Fernando no va a acercarse a la señorona, que a estas alturas parece
víctima de un envenenamiento. Hasta espuma parece salirle de la boca. El resto
de los clientes hace tiempo que se perdió en los reservados o en la salida, que
para el caso es lo mismo. Héctor nos contempla a Fernando y a mí como si no
tuviéramos remedio, como si un último chupito, que tendríamos que pagar, no nos
fuera a sentar nada bien. Parece vestido de etiqueta, como si cada noche
estuviera esperando ver aparecer a un deslumbrante amor del pasado o, por lo
menos, a clientes distinguidos. Alarga una mano para despedirse de Fernando
y de mí. Su mano está fría de tanto contacto con el cristal y con el hielo, con
la pobreza y la indecencia. Nuestras manos calientes le infunden cierto fervor
que él no sabe bien cómo recibir. Entonces, por un momento, y por única vez en
toda la noche, veo un resquicio de duda en su mirada.
Fernando y yo salimos sin
perdernos en la salida. Al final no era tan difícil. Lo más importante es no
dudar: primera puerta, primer recibidor, primer tramo de escalera, rellano,
segundo tramo de escalera, segundo recibidor, segunda puerta –contando siempre desde dentro– y a
la calle.