viernes, 26 de enero de 2024

CARLOS NIGRO

Conocí a Carlos Nigro un día del verano de 1994, no recuerdo exactamente dónde, pero eso apenas importa para lo que voy a contar. Por entonces Nigro no era quien ahora es, apenas si había estrenado dos o tres obras suyas en conciertos muy minoritarios, obras que se caracterizaban por trazar un paisaje sonoro poblado de disonancias contracturadas, caídas rítmicas que al oyente le resultaba difícil relacionar con lo escuchado hasta entonces, clústeres de ansiedad sobrevenida, como tics acústicos que el compositor incipiente que era Nigro por entonces no hubiera podido controlar, pausas aparentemente cargadas de misterio en medio de páginas de supuesta profundidad espiritual. Aquellas piezas deslavazadas –recuerdo haber escuchado dos de ellas antes de conocerlo en persona– parecían más bien fragmentos de obras mayores que no hubiera sido capaz de terminar antes que composiciones completas en sí mismas.

Su vida, lo supe desde aquella primera tarde, era un marasmo en el que cualquiera que lo tratara acababa por verse inmerso, sin que Nigro, en apariencia, pusiera el más mínimo empeño en ello. Era como si hubiera en él un imán que atrajera hacia un torbellino turbio, hacia un pozo enfangado del que, no hacía falta ser muy inteligente para saberlo, iba a ser difícil escapar.

Los amigos que me lo presentaron –a ellos sí que los recuerdo muy bien– estaban convencidos de que entre Nigro y yo iba a surgir una relación que no haría sino profundizarse con el tiempo. Yo, que por aquella época era más bien un personaje arisco y solitario, no confiaba demasiado en sus predicciones, pero puse toda la carne en el asador para que prosperara esa supuesta amistad especial que debía establecerse entre el compositor y yo. El tiempo confirmaría –lo veremos más adelante– que mis amigos se equivocaban, que también yo me equivoqué al apostar por una complicidad que no podría darse nunca.

Carlos Nigro. Quién, en sus cabales, no hubiera salido corriendo al escuchar un nombre así. Recuerdo su mano untuosa el día que nos presentaron, una mano que daba como si acabara de tornearla dentro del bolsillo y la arcilla aún no se hubiera secado, una mano blanda y al mismo tiempo rugosa, como si fuera más una zarpa que una mano. Acompañaba el movimiento con una sonrisa ladeada que venía desde detrás de su rostro, una sonrisa que se escondía, que al desplegarse se plegaba. Carlos Nigro. Era como si al estrechar su mano te estuviera dando la más cordial bienvenida a su sibilina endeblez.

La primera vez que quedamos, supongo que tras habernos intercambiado los teléfonos cuando los amigos comunes nos presentaron, Nigro me invitó a un barraquito. Recuerdo que fue en una cafetería situada en una plaza que por entonces adolecía de cierto abandono, de una suciedad que era característica de la ciudad donde vivíamos. (Hoy en día esa plaza, lo mismo que otras, se ha convertido en un lugar populoso, impoluto, tan gentrificado como el resto de nuestros espacios públicos.) Carlos Nigro iba vestido con una chaqueta que le quedaba algo larga y su aspecto, en general, era el de un persona descuidada, alguien que hubiera llevado varios días encerrado en su casa, pidiendo comida a domicilio, sin saber quién vivía en el piso de enfrente, una especie de Diógenes cuya basura –lo supe poco después– consistía sobre todo en las casetes que acumulaba y en los papeles donde había escrito ideas para composiciones que nunca desarrollaría.  

Nos sentamos al fondo de la cafetería, en una especie de reservado en el que había parejas que fumaban, algún escritor solitario inclinado sobre un cuaderno, quizá unos cuantos estudiantes jugando a las cartas. Nigro extrajo de un bolsillo interior de su chaqueta un papel arrugado y me lo puso delante, junto al barraquito. Me acordé de un pasaje de Fausto, ya no recuerdo cuál. En la penumbra del local no era fácil leer aquella hoja.

Habíamos quedado en que cada uno le mostraría al otro su trabajo creativo. Yo llevé una libreta en la que tenía anotados varios borradores de poemas, nada que considerara definitivo o logrado, simplemente apuntes recientes, textos sueltos que no podía considerar un conjunto, ni siquiera una serie. En aquella época era muy poco lo que de mis tanteos literarios había compartido. Dos o tres amigos –los mismos que me presentaron a Nigro– habían leído poemas sueltos míos a la vez que yo había leído textos suyos. Todos, por entonces, estábamos deseosos de compartir lo que escribíamos, pero o bien éramos tímidos o bien no nos fiábamos de lo que pudieran decirnos los demás.

El papel que Nigro me mostró era la partitura de la obertura orquestal de lo que él denominó “una cantata”. Me habló de Nono, de Xenakis, de Stockhausen y de Gubaidúlina. Yo conocía algunos de esos nombres, pero le confesé mi condición de absoluto profano en música contemporánea. No había escuchado sus obras. Mi cultura musical se había detenido en Stravinsky, Bartók y Schönberg. Nigro me estaba abriendo un mundo absolutamente desconocido. Cuando le mostré mis poemas –mis borradores de poemas–, me dijo: “Hagamos esta cantata juntos”.

Una semana después me invitó a compartir una botella de vino en su casa. Se trataba de un piso alargado, oscuro, en el que, como me temía, encontré desparramadas por los rincones algunas cajas de pizzas, pero sobre todo casetes, estuches de vinilos, partituras arrugadas y unos pocos libros polvorientos con aspecto de llevar mucho tiempo cerrados. Nos sentamos en la única habitación a la que llegaba un poco de luz, un saloncito estrecho en el que Nigro atesoraba una notable colección de cedés y había colocado una cadena de música con grandes altavoces. Me invitó a acomodarme en un sillón desfondado. Puso música.

La música que puso era de compositores contemporáneos. Iba alternando piezas, fragmentos, de unos y de otros, sin que dejara que ninguna llegara al final. Creo que escuchamos a más de quince compositores del siglo XX. Cuando se oía música vocal, Nigro la acompañaba siguiendo con su voz las modulaciones del solista o del coro. Recuerdo sobre todo que, mientras sonaba una pieza de Stockhausen para coro y música electrónica, Nigro empezó poco a poco a moverse como un derviche giróvago, con los ojos en blanco, y que en un momento determinado se lanzó al suelo y desde allí realizó movimientos de dirección orquestal mientras tarareaba a voz en grito las modulaciones electroacústicas del compositor alemán. Yo lo miraba con mi copa de vino en la mano y le sonreía.

Nos terminamos la botella acompañándola de unas aceitunas. Entonces Nigro se sentó a un piano algo destartalado que tenía en aquella misma salita y tocó de memoria la obertura instrumental de su cantata. Aquello no me seducía demasiado. Me sonaba a algo ya oído, a mucha música escuchada aquella tarde. Desde mi limitada perspectiva para valorar lo que estaba oyendo, pensé que Nigro había dado una serie de pinceladas a ciegas, queriendo sonar muy moderno, pero sin que en el fondo se supiera bien qué es lo quería decir. Claro está que no compartí con él mis pensamientos.

Entonces ocurrió algo inesperado. Yo había llevado los mismos poemas que le mostré en la cafetería, pero revisados y ordenados. Ahora podían formar, si bien algo forzadamente, un conjunto. Nigro me pidió que los fuera leyendo e improvisó al piano un acompañamiento musical para cada uno. Las notas se iban desgranando sin ninguna planificación, según brotaban de los dedos de Nigro. Ni siquiera parecía que estuviera teniendo en cuenta mis poemas a la hora de improvisar aquella música. Cuando terminó, le dije que aquello me recordaba más a un conjunto de lieder que a una cantata. Él me dijo que era casi lo mismo. Mencionó a Richard Strauss, a Janáček, a Stravinski, de nuevo a Stockhausen e incluso recordó, creo que sin asomo de burla, la Cantata del Mencey Loco de Los Sabandeños.

A mí me aliviaba pensar que de aquella improvisación no había quedado más rastro que nuestra escucha un tanto alcoholizada. Pero estaba equivocado. Sin que me diera cuenta, Nigro había grabado mi lectura de poemas acompañada de su música. Me dijo que en aquellos días transcribiría a una partitura cada secuencia y que luego orquestaría –para orquesta de cámara, saxofón y sintetizador– la composición. Para la voz, me dijo, había dos opciones: el recitado (“puedes hacerlo tú mismo si quieres”, aclaró) o la incorporación de un registro de tenor o barítono con su melodía correspondiente. Yo le dije que prefería la segunda opción.

Una semana después Carlos Nigro me pidió tres poemas más. Quería que la cantata estuviera formada por un total de once poemas, además de la obertura y la coda puramente sinfónicas. La obra duraría un total de ciento once minutos aproximadamente. Era evidente que había en él una obsesión por los números, especialmente por el once. Cuando volvimos a vernos –yo llevaba mis tres poemas nuevos, que se unieron a los ocho que ya tenía él–, me dijo que el once era el número de transición por excelencia. “Representa el desequilibro que busca la armonía, el caos que persigue la estabilidad”. Me dibujó en una hoja que encontró en una mesa una espiral formada por once volutas. La última voluta casi se salía del folio.

Cantata de los once umbrales: así tituló Carlos Nigro la obra que compuso en tres semanas. Me la tocó al piano mientras, con su voz ronca, mefistofélica, intentaba modular la tesitura de un barítono. Para ser sincero, yo no daba crédito. Además de que aquellos poemas me gustaban cada vez menos y, en el fondo, no les encontraba ni sentido ni unidad, la música que los acompañaba era una especie de collage de muchos estilos musicales: para un poema había elegido un minimalismo repetitivo a lo Steve Reich; para otro, un serialismo algo explosivo que recordaba a Pierre Boulez; se oía junto con otro poema una música que imitaba el expresionismo abstracto, como si estuviera remedando a Morton Feldman; para el penúltimo poema había elaborado una melodía jazzística en la que el saxofón dialogaba con el sintetizador con un resultado más bien dudoso; el último poema, antes de la coda, venía acompañado de cierta relectura misticista de la música folclórica canaria, en una especie de arrorró que combinaba evocaciones de Arvo Pärt y Los Sabandeños (lo que me hizo reafirmarme en lo que había pensado cuando, junto a Stockhausen y Stravinski, mencionó la Cantata del Mencey Loco). La coda, por último, que yo no conocía, era una especie de recapitulación wagneriana de todos los leitmotivs dispersos en la obra.

Aquello era del todo infumable. Sin embargo, Nigro ya había contactado con un tenor amigo suyo (“los poemas se entenderán mejor en esa tesitura”) y estaba en conversaciones con la Orquesta de Cámara de Güímar. Sólo le faltaba buscar a un saxofonista, pues, me dijo, él mismo podía encargarse de manejar el sintetizador durante el estreno.

Pasaron tres semanas sin que Carlos Nigro diera señales de vida. Confieso que sentí un alivio como nunca en mi vida. Pensé que alguno de los intérpretes le habría fallado. Pensé, incluso, que, tras haber reflexionado algo más sobre la obra, se habría arrepentido, se habría echado atrás y habría decidido dejarla reposar o, por qué no, destruirla. Estaba claro que aún no conocía bien a Carlos Nigro. Lo que había ocurrido, me dijo cuando me llamó al cabo de tres semanas, es que el saxofonista se había puesto enfermo y había tenido que buscar un remplazo.

La obra, me dijo, estaba lista para su estreno. “Ahora sí que van a brillar tus once umbrales”, añadió con su característica sonrisa. Le habían ofrecido estrenarla el 11 de noviembre de 1994 en el Auditorio de Arafo, un recinto moderno de reciente construcción, cercano a la sede de la Orquesta de Cámara de Güímar. Tanto el alcalde de Güímar como el de Arafo iban a asistir al estreno. Incluso, me dijo, es posible que acuda el presidente del Patronato Insular de Música, “aunque ese señor”, añadió, “no distingue un clarinete de un pito de murga”.

La mañana del estreno recibí una llamada de Carlos Nigro. Lo encontré muy alterado, como si no hubiera dormido la noche anterior o como si de pronto hubiera comprendido que todo aquello era un craso error. Me confesó que los nervios le estaban pasando factura, que el saxofonista de remplazo no había acabado de aprenderse la obra e incluso que alguno de los músicos de la Orquesta de Cámara de Güímar no estaba a la altura de las exigencias virtuosísticas de la composición. El último ensayo lo había decepcionado. Le pregunté si no era mejor cancelar el estreno y me dijo que no se podía, que las autoridades, incluido el presidente del Patronato Insular de Música, ya habían confirmado su asistencia y que, aunque el público no iba a ser muy numeroso, había que estrenar la obra “a como diera lugar”.

Los políticos locales adolecen con frecuencia de cierta megalomanía que los lleva a querer para sus municipios el aparcamiento con más plazas de la isla, el mayor puerto de la isla, el polígono industrial con más naves de la isla, la mayor rotonda de la isla o el mayor auditorio de la isla. Este último era el caso del pueblo de Arafo, que, a excepción de la sala sinfónica de la capital, disponía del auditorio con más capacidad no sólo de la isla, sino del archipiélago entero. Sin embargo, y pese a la tradición musical de ese municipio, las entradas para el estreno de la Cantata de los once umbrales no se habían, ni de lejos, agotado. Un músico desconocido, una orquesta de cámara, la presencia de un sintetizador, un tenor de escaso prestigio: nada de aquello podía estimular en exceso a los amantes de la música.

La sala, en efecto, estaba casi vacía. En primera fila, acompañados de sus esposas, sendos alcaldes, de partidos políticos rivales, confraternizaban animadamente. El presidente del Patronato Insular de Música, acompañado de dos de sus funcionarios, había llevado una libreta, como si su intención fuera tomar notas sobre el concierto. De resto, había cuatro gatos, convidados de piedra, vecinos con invitación, familiares de Carlos Nigro y mis padres. Mis padres: nunca le perdonaré a Nigro –ni me lo perdonaré a mí mismo– haberles hecho pasar por aquel trago.

En el escenario, junto a la orquesta, había un sintetizador. Era tal el número de clavijas, moduladores, interruptores y botones que daba hasta un poco de miedo contemplar aquel inmenso cacharro colocado junto a los elegantes contrabajos, junto a los vistosos timbales. Dos atriles, uno para el tenor y otro para el saxofonista, esperaban junto al podio del director. Yo estaba sentado en primera fila, pero en un extremo. No sé por qué decidí sentarme allí, pero desde entonces, cuando acudo a un concierto, elijo siempre los extremos por si tengo que salir corriendo de la sala.

Se le había repartido al público un programa de mano en el que figuraban el nombre del compositor, el del autor de los textos (¡siempre me arrepentiré de no haber firmado con un seudónimo!), el título de la obra, el nombre de la orquesta, el del saxofonista y el del tenor. Además, y en letra tan pequeña que costaba leerlos, se facilitaban los once poemas. Un breve texto explicativo obra del propio Nigro completaba el programa. Yo veía al presidente del Patronato Insular de Música y a sus funcionarios leyéndolo atentamente y tomando notas. Los alcaldes seguían su animada conversación, mientras sus esposas los miraban con caras de póker. El resto del público esperaba, en silencio, sin ni siquiera dignarse leer el programa de mano.

Los músicos de la orquesta tardaron en salir. Como es de rigor, se pusieron a afinar sus instrumentos. Luego apareció el director, un joven esbelto de pelo engominado y mejillas sonrosadas que saludó al público con varias reverencias. Lo acompañaban el tenor y el saxofonista, algo mayores que él, sobre todo el saxofonista, que tenía el aspecto de un viejo rockero. Ambos se sentaron frente a sus respectivos atriles. Paradójicamente, el último en aparecer fue Nigro, que también saludó con varias reverencias y se sentó ante el sintetizador como si se hubiera convertido en el capitán Ahab frente a un tenebroso Moby Dick.

Se hizo el silencio y comenzó la música. Al oír la obertura, me vinieron a la cabeza aquellos primeros compases que había escuchado en casa de Nigro después de tomarnos una botella de vino. Claro que una cosa era escucharlos al piano y otra en versión orquestal. Cada instrumento parecía ir por su lado, sin orden ni concierto. Las notas brotaban mortecinas o eufóricas de aquellas cuerdas, de aquellos metales, como cantos de sirena o sirenas de fábricas, no sé, es difícil describir a cabalidad aquel comienzo. Sólo recuerdo que un sudor muy frío empezó a deslizárseme por las sienes.

Entonces llegó el primer poema. Vi cómo se levantaba el saxofonista y empezaba a emitir unos sonidos penitenciales, cáusticos, allí de pie, con el pobre saxofón arriba y abajo, arriba y abajo, como si lo que de verdad pretendiera fuera estamparlo contra el suelo. Cuando le tocó el turno al tenor, me pareció que se levantaba con apuro, como si quisiera pasar desapercibido. Yo no sabía que Nigro le había pedido cantar las primeras notas en falsete, por lo que el público –incluidos los alcaldes– reaccionó con unas tímidas risas, lo que llevó al tenor a oscurecer su voz en las siguientes notas, que subían y bajaban, un re por aquí, luego un silencio, un la suelto, deslavazado, y luego un si raquítico, después un acorde de sol inacabable, hasta que llegó un momento en el que el saxofonista se puso a competir con el tenor, metió la mano en la campana, como para crear un efecto de sordina que combinara bien con el falsete al que había vuelto el tenor tras comprobar que el esfuerzo de las notas graves casi lo había dejado sin voz. No hará falta decir que la letra del poema no se entendía.

A todas estas, el sintetizador no había sonado todavía. Cuando lo hizo, al comienzo del segundo poema, me recordó más al principio de una tocata de Bach que al tan cacareado Stockhausen. Los músicos de la orquesta miraban a Nigro como si no comprendieran nada. Creo que estaba improvisando y que en aquel momento se estaba pasando la partitura por el forro. El director, dubitativo, ordenó un tutti que acalló por un momento al sintetizador, por lo que Nigro le lanzó una mirada viperina. Las trompetas se desgañitaban, los violines aullaban y los violonchelos plañían, por lo que, en el momento en que se levantaron a la vez el tenor y el saxofonista el director mandó rebajar a piano el sonido y el sintetizador volvió a escucharse en todo su estruendoso rugido. Aunque el tenor pareció abrir la boca para cantarlo y el saxofonista lo acompañó con unos apocados armónicos, no estoy seguro de que el segundo poema haya sonado en ningún momento.

La batalla entre la orquesta y el sintetizador tomó entonces un cariz preocupante. El tenor y el saxofonista se levantaban cuando les tocaba, pero no parecían poder competir con el pandemónium que estaba produciéndose en la sala. El presidente del Patronato Insular de Música seguía tomando notas como si le fuera la vida en ello. Entre sección y sección, empezaron a escucharse tímidos silbidos. En el noveno poema el tenor no se levantó ni cantó absolutamente nada, pero eso a Nigro no pareció importarle. En el décimo poema tampoco se levantó el saxofonista. En el undécimo poema el director tiró la toalla y la orquesta tocó sin indicaciones de ningún tipo. A mí me pareció que cada músico tocaba lo que le daba la gana. Cuando iba a empezar la coda, el director se bajó del podio y salió de la sala. Lo siguieron el tenor, dos violines, un violonchelo, un contrabajo, dos trompetas y una flauta. Aquello parecía la sinfonía Los adioses, de Haydn. El saxofonista no se atrevió a moverse. Nigro, en el sintetizador, lo dio todo, y en un momento determinado llegó a ponerse de pie, como si fuera a bailar o a taconear. Parecía estar delirando mientras tocaba.

Por supuesto, extendió la coda todo lo que pudo, repitiendo una y otra vez los motivos principales de la obra. A estas alturas se había ido ya parte del público. Cuando la obra terminó, los pocos aplausos que se oyeron convivieron con unos cuantos silbidos. Los alcaldes se pusieron de pie al unísono y gritaron “¡Bravo!”. No estoy seguro de si el presidente del Patronato Insular de Música aplaudió o silbó. Nigro había ocupado el centro del escenario, por delante del podio, y saludaba una y otra vez inclinándose ante el público. Lo mismo hacían el saxofonista y los pocos músicos que quedaban. Ni el director ni el tenor salieron a saludar.

En un momento determinado, vi que Nigro bajaba del escenario y se dirigía hacia mi asiento. Supe que venía a buscarme para que subiera a saludar como autor de los textos. Confieso que, tras un momento de momentánea parálisis, de pronto mi cuerpo reaccionó como el de un autómata, me levanté y abandoné la sala a toda prisa. Ni siquiera fui consciente de que mis padres se habían quedado allí.

Aquella fue la última vez que vi a Carlos Nigro, hasta hace unos días. Pocas semanas después del estreno recibí una carta suya en la que, ofendido por mi comportamiento en el auditorio, renunciaba a nuestra amistad y me anunciaba que había destruido la partitura de la Cantata de los once umbrales, por lo que no tendríamos a partir de entonces ni siquiera una relación profesional. Nunca le contesté.

Hace unos días, sin embargo, asistí a un concierto en nuestra Sala Sinfónica. Sabía que en el programa se anunciaba una obra de Carlos Nigro junto a otras de Luciano Berio, Salvatore Sciarrino y Galina Ustvólskaya. Se trataba de una pieza corta, por suerte, para arpa, marimba y timple. Sabía que Nigro se había casado hacía tiempo con una importante empresaria y que su obra llevaba años apareciendo en conciertos de todo el mundo, programada por destacadas orquestas y aclamada por críticos, directores e intérpretes.

La pieza en cuestión, titulada “Apuntes para un triple intercambio”, obligaba a que los intérpretes cambiaran sus instrumentos cada once segundos, es decir, que el arpista, cumplido ese tiempo, pasaba a tocar la marimba; el percusionista, el timple; y el timplista, el arpa. Y así sucesivamente durante los once minutos que duraba la pieza. Era a la vez música y danza, una verdadera performance musical. Aquello no tenía el más mínimo sentido, pero producía cierta hipnosis ver a los intérpretes pasando de un instrumento a otro y tocando como Dios les daba a entender unas notas que probablemente no estaban recogidas en partitura alguna. Después de tantos años, Carlos Nigro se mantenía fiel a su esencia. Cuando salió a saludar al escenario, un poco más grueso de como yo lo recordaba, más canoso, con su sonrisa socarrona y su mirada vidriosa, supe que seguía siendo lo que había sido siempre: un perfecto diletante.

No hay comentarios.:

Publicar un comentario

ENTRADA DESTACADA

NICOLÁS DORTA EN LOS 'DIÁLOGOS EN LA GRANJA'

 

ENTRADAS POPULARES