domingo, 11 de febrero de 2024

NADIE MÁS EN LA URBANIZACÓN

Una vez que comprobó que el apartamento de al lado estaba vacío, supo que era la única persona que quedaba en la urbanización. Lejos de sentirse amenazado o asustado por ello, decidió que era la oportunidad que siempre había estado esperando. Los gritos de los niños resonaban en su cabeza con una fuerza casi idéntica a la de todas las ocasiones en que los había escuchado. Los gatos seguían paseando por los pasillos y las escaleras como si todavía los alimentaran los alemanes y los holandeses de los apartamentos de la parte oeste. Vio toldos sin recoger, sombrillas desplegadas en muchas azoteas, lavadoras con las puertas abiertas como si alguien acabara de sacar la ropa y no hubiera podido cerrarlas. Pero todo lo que parecía ser señal de vida era engañoso. Pensó, al verse de pie en la terraza de su apartamento, que a lo mejor él también era una sombra, un recuerdo, un simulacro, una esperanza. Pocos minutos antes había merendado, había estado leyendo un libro sobre un personaje que, tras haber llevado una vida fascinante y promiscua, decide retirarse del mundo para purgar sus pecados y encontrar su propia verdad interior. Pero él no era un monje ni un asceta y, si alguna vez su vida había sido fascinante y promiscua, había pasado ya mucho tiempo desde aquello y, en cualquier caso, no lo había percibido nunca como un pecado que hubiera sido necesario purgar. Las plantas, esos seres con los que había convivido siempre en armonía aunque no los conociera con detalle, permanecían en sus macetas, mudas, como si se hubieran mimetizado con el silencio que las rodeaba. Pues lo cierto es que alguna vez le hablaron, hubo muchos días en que supo lo que necesitaban o bien creyó escuchar en las irisaciones de las hojas un rumor casi humano que tenía que ver con algo de su vida. Aquel día, como casi siempre, no esperaba a nadie, y tampoco nadie hubiera podido sorprenderlo, de todas formas, pues, aunque la terraza apenas si estaba separada del pasillo por un pequeño muro, la urbanización, en cambio, estaba protegida por completo por una valla de gran altura en la que cada cincuenta metros aproximadamente había una puerta cerrada con llave. O todo el mundo se había puesto de acuerdo en abandonar por algún motivo la urbanización o bien, pero esto no le parecía probable, una especie de fuerza destructiva de origen desconocido había hecho que todos se desintegraran con la única excepción, inexplicable, de su propia persona. Creía que lo primero era lo más probable porque en los aparcamientos no quedaba ningún coche salvo el suyo. ¿Adónde habrían ido a parar los coches de todos los inquilinos en el caso de que esa especie de extraña radiación hubiera hecho que desaparecieran sus cuerpos? ¿O acaso esa fuerza destructora había afectado también a los vehículos? Y si así había sido, ¿cuál era la razón de que él y su vehículo hubieran quedado al margen de la devastación? En bastantes ocasiones anteriores se había sentido solo, como si no viviera nadie más en la urbanización, pero siempre había ocurrido que, cuando menos se lo esperaba, un vecino llegaba de la playa, atravesaba los pasillos y entraba en su apartamento. O bien oía el ruido de la puerta del garaje y sabía que alguno de los rusos de la parte este había llegado. Ahora, sin embargo, llevaba ya varias horas de silencio absoluto. Había dado varias vueltas por los jardines comunales, atravesando pasillos, escaleras, la piscina, el solárium, la pista de tenis, la cafetería y el parque infantil, como si fuera una especie de vigilante. Había mirado hacia el interior de cada uno de los apartamentos, desde todos los ángulos posibles, y en todo ese tiempo no había visto a nadie. Su memoria intentaba engañarlo poniéndole a la vista a adolescentes que jugaban a las cartas tumbados en el césped, a jóvenes lanzándose de cabeza a la piscina, a niños tirándose de los toboganes, a madres de familia conversando en las hamacas, a señores barrigudos tomándose una cerveza en la barra de la cafetería. Pero todo eso no eran sino meros recuerdos, materializaciones del deseo o confabulaciones de la fantasía. Allí no había absolutamente nadie. Cuando regresó a su apartamento, le pareció oír una televisión en el de al lado. Estaba casi seguro de que el idioma que escuchaba era el danés. Y sus vecinos eran, efectivamente, daneses. Creyó incluso oír una conversación. Sin embargo, el apartamento parecía cerrado a cal y canto. Tanto la puerta de la terraza como las ventanas estaban cerradas. Un último presentimiento, o una débil ilusión, le hizo pensar que quizá sí que estuvieran allí los daneses, por lo que tocó el timbre de su puerta. Nadie respondió. Saltó a su azotea, desde donde, a través de una claraboya, podía ver parte del interior del apartamento. Todo parecía tranquilo, deshabitado. Una vez que realizó estas comprobaciones, terminó aceptando que era la única persona que quedaba en la urbanización. No sabía por qué ni para qué, por lo que, tras recoger los restos de la merienda y el libro que había estado leyendo en la terraza, subió el toldo, cerró todas las puertas y ventanas, apagó las luces y se acostó en la cama como si lo estuviera haciendo en un ataúd. 

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