(Luis Alemany. Foto: Diario de Avisos)
Siempre, como una presencia tutelar, pero sin embargo esquiva, extraterritorial, apartada y enigmática, estuvo allí: la figura de Luis Alemany, con su aura solitaria, recorriendo las mismas calles por las que yo había ido de niño al colegio o por las que, más tarde, descendería hasta los aledaños del mar para no saber muy bien qué hacer con tanto mediodía y tanta inmadurez, se superponía a los párrafos extensos de Los puercos de Circe, leída al final de mi adolescencia, a las circunvoluciones urbanas de la ciudad de otro tiempo descrita en esa novela de 1973, esa misma ciudad en la que yo lo veía siempre desde lejos como entregado a una errancia que, algunos lo sabíamos, se traducía en la soledad del hogar en líneas apretadas de prosa duradera, contumaz, transitable. Así que, al menos para mí, adolescente o estudiante universitario en la extrañeza de una ciudad que no comprendía del todo, que parecía desarbolarse por cada uno de sus recovecos, por cada uno de sus márgenes, pero que siempre, en cambio, conseguía restablecerse para que los pasos no se perdieran del todo, Luis Alemany era una especie de cautivo o de hechizado en el recinto de aquella capital atlántica, alguien que conocía todos los pasajes y a quien podía encontrársele en cualquiera de sus esquinas, siempre de camino a otro lado, sobre todo en las tardes, en la inquietud de los atardeceres que son a veces allí, en el indefinible espesor de aquellas calles, un momento de magia o de temblor. Él, que se había ido y había regresado o que, según su biografía, había llegado siendo un niño a la isla, compañero de mi padre en el colegio de San Ildefonso, parecía estar marchándose siempre o siempre regresando, en cualquier caso su mundo era el de un tránsito constante, ninguna pose estable, ningún pedestal desde el que pontificar, ninguna permanencia en estados de ánimo o en ideas, ni siquiera la constancia de una escritura metódica: más bien la alocución repentina, el impromptu fulgurante, las rachas de prosa que son como las ráfagas del viento que va y viene, un vaivén permanente, un ir y venir entre los géneros, un malestar profundo ante cualquier endiosamiento de sí mismo, es decir, ante el hecho de convertirse en una baba que rezuma de algún lugar del yo para alimentar los falsos yoes multiplicados y triunfales que muchos bobos con ínfulas generan sin remedio. Luis Alemany se escondía siempre, pero no para dejar de ser visto, sino para ver mejor. Creo que tenía la capacidad de cruzar de un barrio a otro de la capital por pasadizos que sólo él conocía. Podía vérsele a una hora en la Plaza de la Paz y al cabo de unos diez minutos frente al Cuartel de Almeida, desde el que se desplazaba más tarde, sin que se supiera bien cómo y en el espacio de unos pocos minutos, hasta los aledaños de la Piscina Municipal para, finalmente, en un alarde de agilidad que solo los prosistas extraordinarios poseen, terminar por dejarse ver poco después en la Alameda, sombrío o sonriente, viajero disoluto, viandante sin prosapia, enérgico, errabundo, memorable. Un día hablé con él por primera vez. Yo había encargado por teléfono una pizza en la pizzería que entonces se llamaba Bella Napoli, en la esquina de la calle en que vivía con el cruce de las calles Méndez Núñez y García Morato (nombres como estos ostentan u ostentaban las calles y avenidas de aquella ciudad generalísima). Cuando llegué para recoger la pizza encargada, vi a Luis Alemany acodado en la barra, con un whisky entre manos, conversando con alguien con palabras fosfóricas, veloces, sobre teatro de cámara y otras hazañas insulares. Me atreví a saludarlo, le dije que era hijo de un antiguo compañero suyo de colegio, es probable que le confesara mis pinitos literarios, pues, si no recuerdo mal, aquel encuentro ocurrió durante mi primer o segundo año universitario. Me quedé allí más de una hora escuchando una conversación que me transportaba a un pasado del que casi nada sabía: en las palabras volvía a cobrar vida todo un mundo perdido al que se me había invitado, por un golpe de azar, y por el que me guiaba, guía sin ninguna solemnidad, guía casi travieso, imperturbable entre el aroma de los whiskys bebidos (tres o cuatro, él; yo, uno), Luis Alemany, quien nunca, a pesar de que a partir de aquel día se convirtió para mí en alguien cercano y entrañable, ha dejado de irradiar un cierto misterio, como el de los seres cuyo destino es intercambiar con la noche confidencias sin fin.
Muy bien, Rafa, celebro este homenaje. Creo que ya te conté que, apenas unas semanas después de haberme establecido aquí, sin todavía haber deshecho mis pocos matules, que todavía estaban dispersos por el salón de mi buhardilla santacrucera, conocí a Luis Alemany. Lo conocí en uno de esos sitios donde a lo largo de mi vida he conocido a muchos de mis más entrañables amigos: en un bar. No sé por qué empezamos a hablar de literatura (creo que fui yo quien me le acerqué al oírle gacer un comentario sobre una obra de teatro alemana). Luis Alemany es, de hecho, el primer escritor y una de las preimeras personas que conocí en Tenerife. Yo iba por mi cuarto o quinto vino pelón; Luis bebía café (¿o era té?), y a veces una copita de cava. Pero por la locuacidad con la que empezó a hablarme de teatro de habla alemana, de Peter Handke o de Dürrenmatt, de Peter Weiss y sus mafníficos tour de force teatrales, el caldo de borrica (que no de barrica) parecía hacerle más efecto a él que amí. Nos hemos visto un par de veces, y solo por esos encuentros, por esa cultura vastísima que me mostró, yo me uno también al júbilo por este premio.
ResponderBorrarJosé Aníbal Campos
Gracias, amigo Aníbal, por compartir esa experiencia y ponerla a dialogar con mi pequeño homenaje a Luis Alemany. Sí, me lo habías contado. Lo recordé mientras escribía el texto. Pensé que, tanto en tu caso como en el mío, Alemany había actuado al modo de uno de esos dioses tutelares que salen al encuentro del visitante de una casa, de una ciudad, de un templo. O como un anfitrión casi imperceptible al que uno se encuentra en una de las habitaciones más apartadas de la casa sin que se tenga la impresión de que se ha desentendido de nosotros. Un fuerte abrazo.
ResponderBorrarCreo que alguien dijo una vez: "No importa la cantidad, sino tener la gracia de la abundancia justa". Y, aunque sólo sea por una novela como "Los puercos de Circe", el de Luis Alemany es el Premio Canarias de Literatura que más me gusta y celebro (no sé si el más merecido y justo, y ahora mismo me da lo mismo) desde que en 1993 se lo dieran a uno de los poetas españoles más originales que he leído nunca, Luis Feria. Saludos y enhorabuena para don Luis Alemany. Espero que este premio le dé aún cierta satisfacción a pesar del premio mismo.
ResponderBorrarHombre, Maccanti y Milares Sall también son buenos y merecedores del premio. Juan Cruz, sin duda, no. García Ramos, menos todavía.
ResponderBorrarTotalmente de acuerdo en cuanto a Maccanti y José María Millares Sall. Totalmente de acuerdo en cuanto a Juan Cruz, merecedor en todo caso del premio a la peor prosa literaria canaria de las últimas décadas. En cuanto a García Ramos, no conozco suficientemente su obra como para decantarme. Desde luego, coincido con Iván Cabrera en que el premio a Luis Alemany es de los mejores que se han dado desde el concedido a Luis Feria. Entre Luises, por tanto, anda el juego, el juego de la buena literatura. Un saludo.
ResponderBorrarEstas verdades absolutas, que si este lo merece, que si el otro no, que si este es bueno, que si el otro es lo peor... nunca me han convencido. Lo mismo los que escriben aquí tienen las verdades absolutas e incluso podrían decretar el final de la crisis. ¿Se animan, oh geniales dueños de las verdades absolutas?
ResponderBorrar¿Dónde encuentra usted verdades absolutas, estimado anónimo? Lea, lea usted a algunos narraguanches que recibieron el Premio Canarias hace unos años; lea su prosa carrasposa, salte como un saltimbanqui entre esas palabras amontonadas al buen tuntún, al descuido, como quien dice. Y lea luego la limpidez, la gracia, la inteligencia de un poema de Luis Feria. O lea cualquier fragmento enérgico, inquietante, lúcido, de Luis Alemany. Y luego compare. Una vez hecho esto, podrá usted aportar su propia verdad, que no será nunca, Dios nos libre, absoluta, sino personal, pero, eso sí, fundamentada en la experiencia (y, sería de desear, firmada con su nombre y apellidos).
ResponderBorrarYo no he querido pontificar ni hablar "ex cathedra" desde ningún púlpito o tarima, y tampoco he querido decir que Arturo Maccanti o José María Millares Sall no sean "buenos" poetas pues sin duda lo son, sobre todo Millares Sall y su fascinante forma de rejuvenecer y fortalecerse al final de su vida, como el mismísimo Miguel de Cervantes: hablo, claro, de una juventud literaria que quizá nunca antes había alcanzado si exceptuamos "Liverpool". Mucho menos tengo la "verdad absoluta" de nada: ¿quién la tiene? Una opinión no es una "verdad absoluta" y mucho menos la mía, que soy más bien un mar de dudas (y de deudas también). Una opinión es solo una opinión y creo que tengo derecho (a veces creo que hasta el deber) de dar la mía: mejor o peor, justa o injusta, formada o desinformada... exactamente como cualquiera, pues no me creo ni un genio ni genial (el diablo me libre). Sólo he querido decir justamente lo que he dicho: que el Premio a Luis Alemany es el que más me gusta y celebro desde que en 1993 se lo dieran a Luis Feria, nada más, ni siquiera me he atrevido juzgar si es el más justo o no de los últimos años, pues ahora me da igual. Desde luego, me parece que también hay unos cuantos Premios Canarias de Literatura absolutamente descabellados y risibles y que, por poco que se haya leído, no hay por donde cogerlos, por decirlo así. Un abrazo y ya diré por aquí, cual bruja con bola de cristal, el final de la crisis...lo que hay que leer a veces, manda huevos. Con perdón. Saludos.
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