domingo, 18 de febrero de 2024

LA TRANSMISIÓN

Ellos, los sabedores, han incorporado toda la sabiduría que nosotros les confiamos en los tiempos de la transmisión. Por eso nosotros, los subyugados, ya no somos los depositarios de lo que entonces nos caracterizaba como testigos: el haber visto, el haber aprendido, el haber intuido y el haber acudido a las fuentes de la más inconmensurable de las experiencias. A partir del momento en que transmitimos lo que sabíamos a los sabedores, fue como si nos liberáramos de un peso o como si nos vaciáramos de una telaraña que nos reconcomía por dentro. Creíamos o sentimos habernos deshecho de todo un laberinto de visiones, sueños, sensaciones y vivencias que habían hecho de nosotros las únicas personas a quienes se podía acudir para sentirse mínimamente cerca de algo parecido a la verdad. Durante mucho tiempo permanecimos en silencio. Sospechábamos que era en el silencio donde debía desaparecer todo lo que nos asediaba, y que si nos asediaba era porque estaba destinado a desaparecer en el silencio. Pero un día nos dimos cuenta de que, como la baba viscosa de algunos animales que se arrastran por el interior de los troncos de los árboles hasta que al cabo de un tiempo los destruyen, todo lo que sabíamos y no queríamos comunicar, todo lo que nos tragábamos como un alimento que nosotros mismos produjéramos, no terminaba traspasándose al silencio, sino que acababa contaminando el propio silencio hasta que una estridencia insoportable, una especie de grito muy delgado, agudísimo, como el de un ave destrozada por un roedor, o viceversa, se instaló en medio de nuestra mudez. Entonces decidimos abrirnos a quienes venían a buscarnos para saber. Ellos, los sabedores, fueron los primeros visitantes que recibieron de nosotros algo parecido a una palabra, algo que al principio se parecía más a una especie de señal hecha con los ojos, o con las manos, o incluso con otras partes del cuerpo, pues, sumidos como estábamos desde hacía tanto tiempo en el silencio, no nos era posible todavía hablar. Sin embargo, era algo parecido a una palabra porque, aun silenciosa, había una voz ahí que quería decir algo. El sentido de los gestos no lo conocíamos ni siquiera nosotros. De hecho, la primera vez que generamos una cierta transmisión, muy precaria todavía, estábamos dormidos. Nos dijeron después los sabedores, desde la atalaya de su conocimiento traspasado, que en algunos de nosotros se producían temblores, espasmos, muecas que ellos interpretaban como expresiones de espanto o aceptación, de sorpresa o desespero. Más adelante las transacciones se dieron en estado consciente, aunque, más que de conciencia plena, podría hablarse de una especie de letargo, un estado en el que habíamos caído precisamente por la convicción de que el silencio nos estaba resultando dañino. Luchábamos por salir de él como si dormir fuera contraproducente, así que, inmersos en un estado casi catatónico, balbuceábamos como si fuéramos niños que están empezando a hablar, pero en una semiinconciencia que nos resultaba desconocida. No conseguíamos articular sino unas pocas sílabas sueltas, casi inarticuladas, pero los sabedores se sentaban junto a nosotros y anotaban en trozos de papel, o incluso en las palmas de sus manos, lo que creían que estábamos comunicándoles. Así transcurrió todo durante largos meses. Llegó un momento en el que ellos, los sabedores, nos rodeaban, se pasaban día y noche sentados a nuestra cabecera, dándonos agua y suministrándonos la poca comida que necesitábamos para mantenernos. Hasta llegó a suceder que alguno de ellos nos suplantara, fingiera ser uno de nosotros e imitara nuestros atrofiados balbuceos. Nunca se sabrá quién dijo la primera palabra reconocible, la primera frase con algún sentido, si es que alguna lo tuvo alguna vez, pues, en definitiva, lo que nosotros sabíamos no era en realidad apenas comunicable. Ellos, los sabedores, acabaron mezclándose con nosotros hasta el punto de que llegó un momento en que no sabíamos quiénes éramos nosotros y quiénes eran ellos. En cualquier caso, estaban convencidos de que respirando a nuestra vera, cuidándonos, prestándonos atención y escuchándonos cada vez que decíamos algo, iban a recibir lo que consideraban una sabiduría de valor inestimable. A nosotros nos aliviaba, como quien suelta un lastre, que brotaran de nuestras bocas frases que parecían estar conectadas con lo que habíamos vivido en el pasado, pero no estábamos seguros de que esas frases no se debieran más a nuestra propia necesidad de despojarnos de ellas que a la supuesta verdad que debían transmitir. Fue sorprendente la fluidez que llegó a darse en la transmisión de ese aparente conocimiento. Probablemente fue mucho más rápido, y hasta placentero, deshacerse de él que adquirirlo. Nosotros, los subyugados, lo estamos porque no soportábamos ser los depositarios de una verdad que no parecía accesible a nadie y que ni siquiera nosotros estábamos seguros de que fuera realmente una verdad. Por eso, estar ahora subyugados es como un premio por haber resistido durante tanto tiempo la presión de haber llegado a una sabiduría de la que apenas si sabíamos nada. Ellos, los sabedores, se muestran tan celosos y herméticos como lo fuimos nosotros al principio, con la salvedad de que lo que saben no lo saben por sí mismos, sino porque quisieron poseerlo y, de alguna manera, lucharon denodadamente por apropiárselo. Es probable que llegue el momento en que también ellos necesiten desprenderse de todo lo que albergan, aunque ahora parezcan disfrutar de lo que saben y del propio hecho de saberlo. En cambio, lo que nadie sabe es si para entonces habrá alguien que quiera hacerse cargo de ese peso, si habrá alguna posibilidad de transmitirlo, si el lenguaje que nosotros descubrimos para deshacernos de él seguirá existiendo cuando ellos, los sabedores, lo necesiten.

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