Que sí era posible hablar como con un lenguaje desprovisto de materia, dijiste. Y yo te miraba sorprendido, pues acababa de escuchar la Sinfonía Pastoral, de Beethoven, al menos sus tres últimos movimientos (ya estaba empezada cuando sintonicé el programa de radio que la emitía); y me decía, mientras me hablabas, que incluso aquellas notas casi susurradas, aquellas cadencias, aquellos pizzicatos que me habían evocado, mientras conducía, el ondear del viento sobre campos de colza o de lavanda (Jena, Grignan) no podían formarse sin una materia sonora. Y tú insistías (¿quién eras tú?) en que podía existir un lenguaje tan puro que partiera de los cerebros o las almas y llegara a otros cerebros u otras almas sin necesidad de un soporte físico, una especie de telepatía que, aclarabas, tan solo era posible en el terreno de la poesía, y no de cualquier poesía. Yo, que me había quedado unos minutos dentro del coche, en el garaje, esperando a que finalizara la Sinfonía Pastoral, a la que le siguieron unos aplausos tímidos, sobrecogidos, te escuchaba ahora en la calle, antes de dirigirme a casa, e intentaba imaginarme a qué te estabas refiriendo. Recordé que, si era verdad que el sol se convertiría dentro de cinco mil millones de años en una enana blanca, nada de cuanto creáramos, escribiéramos, grabáramos o dibujáramos quedaría como testimonio de nuestra existencia en el universo. ¿Era aquel lenguaje, aquella inscripción en el vacío, aquel conjunto de signos silenciosos pero reales lo que nos permitiría sobrevivir como especie? Me preguntaba de qué modo podríamos hacer viajar a través de las infinitas galaxias un habla de esas características, y si era posible que esa especie de lenguaje incorpóreo fuera universalmente comprensible. Pero para esto no tenías respuestas. Tu voz se había callado. Pasé junto al supermercado, donde un perro atado a la barandilla de la escalera lanzaba lastimeros gemidos mientras miraba hacia el resplandeciente interior del negocio. Continué por la siguiente calle: habían renovado el comedor de un viejo hotel y a través de las nuevas cristaleras podía verse, como en una pecera, a los comensales que ocupaban las mesas y se comunicaban en distintas lenguas que solo un políglota capaz de leer los labios podría comprender. Cerca ya de mi casa miré hacia una de las ventanas del edificio de enfrente y vi, a través de unas cortinas transparentes, los movimientos, como de danza, de lo que parecían una madre y su hija. Ya en el zaguán, justo antes de encender la luz, escuché en la vivienda del bajo el crujido de unos pasos que cruzaban regularmente un pasillo en ambas direcciones: parecía que alguien estuviera hablando consigo mismo de ese modo taciturno, obsesivo. Tú ya habías desaparecido. Te habías marchado sin despedirte, imagino que aprovechando el momento en que me peleaba con el mando para conseguir cerrar la puerta automática del garaje. O quizá entraste, sin darme cuenta, en el supermercado. “Es posible hablar como con un lenguaje desprovisto de materia”: tus palabras se habían quedado resonando en mi mente como un lenguaje desprovisto de materia. Pensaba también que ese hipotético lenguaje –pues nada confirmaba que existiera– debía de ser tan frágil como un conjunto de neuronas que está a punto de sufrir un proceso degenerativo y que, antes de apagarse para siempre, emiten una última luz, una chispa final, como un canto de cisne silencioso; tan frágil como algo así, y al mismo tiempo tan poderoso como para atravesar, a través de un hilo infinito, la entera longitud del universo para llegar hasta algún oído capaz de captarlo. Cuando encendí la luz, el zaguán quedó iluminado y me dije que ese era el lugar que atravesaba mi cuerpo cada mañana para ir al trabajo, o para dar un paseo por la tarde. Sentí que algún tipo de herrumbre o de excrecencia que los poros de la piel acaso habían soltado en todos estos años podría haberse depositado en los revoques de las paredes, o incluso quedado flotando en el aire a pesar de la ventilación que el zaguán sufría cada vez que se abría la puerta de la calle. Pero no eran sino fantasías de un pensamiento apocalíptico. El cuerpo volvía a subir los escalones que lo conducían a la primera planta en que estaba ubicada mi vivienda, y, aunque pasara la mano por el pasamanos de madera, aunque suspirara levemente al llegar al rellano, aunque rozara con el cabello la pared, nada suyo iba a convertirse en ese lenguaje sin palabras capaz de trasladarlo a otra dimensión a través del tiempo y el espacio. El cuerpo, me dije, ¿o volvía a ser tu voz la que me hablaba?, estaba encerrado en el drama de su propia finitud, y por mucho que se volcara en el mundo, incluso en otros cuerpos, por mucho que esos otros cuerpos recibieran –lo que yo jamás había intentado practicar– una semilla suya capaz de engendrar vida, nunca lograría escapar de ese encierro, salir de sí mismo transformado en otra cosa, acaso en ese lenguaje incorpóreo que tú declarabas como posible. La llave abrió la puerta con un clic y el mundo de la vivienda apareció ante mis ojos. Libros en el sofá, libros bajo el televisor, libros sobre la cómoda, libros, libros, libros. Objetos que eran como talismanes, como si en una etapa desconocida de mi vida me hubiera convertido a una religión sincrética en la que el pensamiento mágico paliara la ausencia de los dioses. Esos libros se transformarían un día en polvo –y dudo mucho que en polvo estelar–, pero ahora formaban parte del mundo en el que mi cuerpo vivía. Jugaba con ellos como si fueran naipes a juegos a vida o muerte –aquí, estoy seguro, eras tú quien me hablabas, siempre tan pomposo y funesto–, los cambiaba de lugar, los colocaba unos sobre otros, probaba diversas combinaciones, diversas alturas para las montañas de dudoso equilibrio que abarrotaban la cheslón. Y luego, tarde o temprano, ese cuerpo se sentaba para escribir. Podía ser, como ahora, antes de cenar, al recordar las palabras que me dijiste aquel día, mientras volvíamos del norte de la isla y en la radio había empezado a sonar el tercer movimiento de la Sinfonía Pastoral. Un lenguaje desprovisto de materia: ¿era eso lo que querías que buscara mediante la escritura? Yo no soy un explorador de los polos; tampoco un alpinista. Los únicos extremos, los únicos límites que puedo traspasar son los que me separan de mí mismo. ¿Querías decirme entonces que la muerte es ese poema que escribimos con un lenguaje incorpóreo?
Refinado relato, cargado de sugerentes claves.
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