Lo bueno de no escribir es que
todo queda suspendido en sus potencialidades, o por lo menos no se ve
contaminado por palabras que no sabrían nombrarlo. Hay quienes, una vez descubierto
el rincón de anoche en la azotea, una especie de nudo de las orientaciones, un
lugar desde el que poder contemplar el mar, la ciudad, el parque y la montaña,
cada cosa en una dirección distinta, como vectores que convergieran en el
hombre que fuma recostado en el pretil, hay quienes, decía, se desgañitarían
para lanzar a los cuatro vientos –nunca mejor dicho– su hallazgo innombrable.
Hace poco, en cambio, nada era como lo es ahora, y lo razonable era más bien
estar callado. La ventaja de estarlo era, además de lo dicho anteriormente, que
uno podía seguir atesorando la brisa de lo desconocido –suena cursi, sí, pero
no lo es: me refiero a todo aquello que nos sucede sin posible explicación
lógica y que, como una brisa, llega desde algún lugar alejado de nosotros– y
que, cuanto más y mejor se atesorara, más libres podríamos sentirnos en un
futuro de desprendernos de ella. No era, ese rincón de anoche en la azotea,
algo especialmente difícil de descubrir. De hecho, estaba allí desde que el
edificio fue renovado y la azotea se compartimentó en distintos cubículos, uno para
cada vivienda. El que le correspondía a la del hombre que fumaba era el del
extremo sur de la azotea –manejemos con cierta libertad los puntos cardinales–,
es decir, el orientado hacia la parte alta de la calle. Podía apoyarse allí en
una posición no del todo escorada hacia ninguno de los dos lados de la esquina,
estirar un poco las piernas como para acomodarse en la proa de un barco a la
deriva, encender el cigarrillo y mirar hacia la montaña, por ejemplo, para ver
allá arriba un árbol gigantesco que en realidad era uno de los árboles del
parque del otro lado de la calle. Eso, en la noche, y bajo los efectos del
tabaco aromatizado, se le volvía una imagen vagamente amenazadora: un árbol así
era como una sombra que se proyectaba sobre la ciudad o, al contrario, la
proyección de todos los temores que, desde las azoteas solitarias de la ciudad,
se materializaban en lo alto de la montaña. O bien, y esto también ocurría, con
un pequeño movimiento del cuello, podía el hombre que fumaba dirigir la mirada
hacia donde, de día, se entreveía un rectángulo de mar, y una sirena, o su
recuerdo, le traía la cantilena de los muelles frotados por las olas, la
sudorosa respiración de la marinería en los buques atestados. Sí, ocurría que
la ciudad, a aquellas horas, no daba más señales de vida que las luces
inconformes de los semáforos: verde para los peatones y rojo para los coches, o
verde para los coches y rojo para los peatones, y así sucesiva, monótonamente,
hasta que, de tanto mirar hacia la calle de donde esas luces provenían, ambos
colores se confundían, se entremezclaban y resultaba de ellos una sombra
verdirroja en la pared amarilla de una casa o un reflejo rojiverde en el
asfalto azulado tras la lluvia. También las farolas, colocadas a unos cincuenta
metros de distancia unas de otras, tapizaban con su resplandor las paredes de
los edificios, y mientras un gato solitario cruzaba tranquilamente de una acera
a otra, los ojos, a través del humo perfumado, podían intentar, no siempre con
éxito, distinguir los colores que las farolas imprimían caprichosamente en las
fachadas. Lo más sorprendente, sin embargo, era darse cuenta, y reconocer, que
ese rincón de la azotea no era el único lugar de la calle en el que podían
producirse tales extorsiones inéditas de la mirada; no: allí enfrente, en una
pequeña azotea particular, casi escondida entre dos azoteas comunales, se
distinguía el brillo parpadeante de una colilla, tras el cual era previsible
que alguien, cuyo bulto apenas se notaba, estuviera fumando a aquellas horas y,
acaso, percibiéndolo todo desde el otro lado, o al menos desde el lado de
enfrente. Calada va, calada viene, de una azotea a otra, de un rincón al otro,
los viajeros inmóviles del barco suspendido sobre la ciudad no se sentían
vigilados el uno por el otro. Las miradas no estaban a la vista. El mortecino
brillo de las últimas caladas no indicaba necesariamente que ninguno de ellos fuera
a retirarse. Podían estar allí más tiempo, pues, por ejemplo, había todo un
mundo en el parque que empezaba en la calle de al lado, un parque al que en
otro tiempo se accedía casi directamente desde la montaña, como si fuera una
prolongación suya, pero que ahora estaba aislado en medio de las calles, como
un oasis tenebroso por la noche, un oasis lleno de imperceptible misterio,
rumoroso incluso bajo el más pesado silencio, ese mismo parque en el que
destacaba un árbol cuyas ramas, leídas contra la oscuridad de la montaña, se
magnificaban de tal modo que era como si en lo más alto, al final de las luces
de las últimas urbanizaciones, un árbol inmenso los estuviera protegiendo. Sí,
bastaba con que se reclinara en la esquina de la azotea, una vez terminado el
cigarrillo, silencioso como el vecino de enfrente, para dejarse llevar por la
impresión de que era muy pequeño comparado con el árbol, y que ese árbol, que
estaba al mismo tiempo en el parque y la montaña, que era a la vez de
dimensiones naturales y extraordinarias, se erguía allí más para protegerlo que
para amenazarlo. Esto, que el hombre que había estado fumando en un rincón de
la azotea sintió un rato después de terminar su cigarrillo, no era algo que
fuera apremiante decir ni dar a conocer de ningún modo. Bastaba con atesorarlo,
como el humo que, expulsado, le había entrado en el cuerpo dejando su aroma en
el interior de los pulmones. Atesorarlo sin decirlo para nadie o para nada,
como un secreto que la azotea había guardado hasta entonces y que quería, con
su complicidad –la del hombre acomodado en el rincón de los secretos–, seguir
guardando. Allí estaban: el hombre, los semáforos, el árbol, las pisadas del
gato, silenciosas, la luz de las farolas, las azoteas tristes, las sirenas, la
brisa de lo desconocido (cursi, incluso). Y nada podía decirse si se quería que
siguiese siendo lo que era.
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