Si tuviera que hacer el
recuento de los lugares más extraños donde he dormido –pero qué aburrido es
hacer recuentos de lo que quiera que sea–, no podría olvidarme de la noche que
dormí en el que era por entonces el dormitorio de dos de mis amigos de la
infancia. Los hermanos se llevaban apenas un año entre ellos, y yo era un poco
más joven que el mayor y un poco mayor que el pequeño. No es que hayamos
dormido los tres en el mismo cuarto –eso hubiera dado para otro relato, pero
tendría que inventarlo, y no tengo ahora mismo tiempo ni ganas de hacerlo–,
sino que por alguna razón que no consigo recordar mis dos amigos estaban
pasando una temporada fuera de casa, acaso porque era verano y estaban en la
playa o quizá porque estaban quedándose en casa de sus abuelos para cedernos a
nosotros, a mis padres, a mi hermana y a mí, el mayor espacio posible dentro de
su casa. No recuerdo dónde durmió aquella noche mi hermana, ni dónde durmieron
mis padres. Supongo que habría una tercera habitación, aparte del dormitorio de
los padres de mis amigos, reservada para mis padres. Y es posible que hubiera
incluso un cuarto dormitorio donde mi hermana pasó la noche, no recuerdo si
sola o en compañía de la hermana menor de mis amigos, que era de la misma edad
que la mía. Lo cierto es que en un momento determinado, cuando ya todos estaban
durmiendo y cerré la puerta de aquel dormitorio con dos camas enteramente
reservado para mí, en vez de acostarme tranquilamente a dormir, me dediqué a
curiosear: abrí los armarios, me probé camisetas, toqué las cuerdas de una
guitarra –pianissimo el rasgueo–, acaricié la piel rugosa de un balón de
baloncesto, me demoré en las estatuillas de superhéroes que estaban repartidas
sobre una cómoda. Por allí había de todo. Una vez explorado cada rincón de la
habitación, e incluso el piso debajo de las camas, donde no había nada más que
las pelusas de un gato que se habían llevado no sé si al salón o al dormitorio
de los dueños de la casa, me senté en la cama arrimada a la ventana, que daba a
un patio interior por el que se escuchaba regularmente el sonido de una
cañería, como si los vecinos del edificio se hubieran puesto de acuerdo en ir
al baño por la noche. Miré hacia la cómoda y descubrí que no había abierto la
gaveta inferior. Me puse de rodillas y la abrí con sigilo, pues el silencio era
ya profundo a esas horas y la gaveta chirriaba al ceder y apoyarse contra el
suelo. Lo que allí me encontré irá siempre conmigo hasta el final de mis días. Dentro
de una pequeña carpeta como las que se usaban para guardar postales o folios
doblados a la mitad, había unas cartas. Muchas cartas recibidas por el hermano
menor. Cartas de amor que varias novias le habían enviado en diferentes
momentos de su corta vida. Tendríamos por entonces catorce, quince años a lo
sumo. Yo era un gran lector de enciclopedias y de volúmenes abultados sobre
psicoanálisis o antropología. Pero no sabía nada de la vida. Nunca había tenido
novia –no sé si luego la tuve alguna vez– y aquel lenguaje era exótico para mí.
Algunas de las cartas, apasionadas, revelaban una relación que se iniciaba, con
toda la ingenuidad y la ilusión que el mutuo descubrimiento suponía; otras eran
acaso declaraciones que no fueron atendidas; las había, posteriores, que
contenían reproches, dudas, advertencias, reparos, pero seguían dejando
entrever un amor aún no destruido, ese filo de la pasión que aún corta porque
no se ha desgastado del todo; otras, en fin, eran de despedida, contenían
adioses nostálgicos o airados, invitaciones a dejar este mundo o arrumacos a la
desesperada para evitar la ruptura definitiva. Había cartas de varias novias,
cada una con su letra esmerada o expeditiva, en distintos tipos de papel,
dobladas de diferente modo, pero sin ordenar, sin agrupar en paquetitos atados
con cordones, cartas de amor dispersas que podían, leídas al azar como lo hice
aquella noche –y pasé la noche en vela leyéndolas todas–, conformar un collage
o una panoplia de discursos amorosos que ya quisiera Barthes, mientras que yo,
por entonces, todavía no había escuchado ni una sola palabra de amor dirigida a
mi persona –algo que tardaría años en ocurrir–. Me miraba en aquellas cartas
como en un espejo negro y lo que veía era el vacío de mi vida hasta entonces, mi
absoluta inexistencia como adolescente, la sensación de que había estado
perdiendo el tiempo, una especie de continente desconocido que aparecía en el
horizonte y al que sabía que tardaría mucho en acercarme, pero que a partir de
entonces no dejó de obsesionarme, de mortificarme, cartas guardadas como un
tesoro de juventud que yo nunca podría mostrar un día a los amigos, cartas que
no podría releer pasados los años como el testimonio del adolescente que no
fui, cartas que no tendría para quemarlas el día que decidiera pasar
definitivamente la página de un pasado convertido desde entonces en un rincón
de humeante ceniza. Con el temor de no dejar las cartas en la misma posición en
que las había encontrado, las volví a guardar, pero pensé que no había ningún
orden y que posiblemente estaban guardadas allí sin que su destinatario se
hubiera propuesto releerlas, pues andaría ya enamorado de otras chicas,
viviendo un presente que yo tampoco podía emular porque para hacerlo necesitaba
haber vivido un pasado del que había sido privado. A partir de aquella noche,
quedó en mí, como una mala costumbre o un vicio secreto, un vicio que, sin
embargo, yo intentaba justificarme a mí mismo por mi desmedida pasión por las
ficciones de lo real, que, cada vez que dormía en casa de un amigo, si tenía
ocasión, revolvía entre sus papeles en busca de cartas de amor, o no
necesariamente de amor, como quien se asoma a la ventana a espiar a sus
vecinos, pero sin prismáticos ni cámaras: todo filtrado por la inmaterialidad
de la escritura. No siempre las circunstancias me permitían ser exhaustivo,
pues mi amigo podía haber salido solo un rato, o llegar en cualquier momento, o
bien porque algunas cartas, lo sospechaba, estaban guardadas bajo llave –hacía
bien–, pero casi siempre podía hacerme una idea somera de cómo habían sido sus
relaciones, al menos la parte del amor o la amistad contada por los otros, por
las otras, novios o novias, amigos o amigas que habían dejado sus palabras
expuestas al saqueo de mi mirada. Cada vez que lo hacía me arrepentía de ello,
pero, como si fuese un cleptómano, no podía evitar absorber todas aquellas
pasiones a flor de piel, todas aquellas confidencias y complicidades, como si
leer esas cartas me permitiera revivirlas y como si revivirlas fuera lo que las
cartas me exigían aunque luego tuviera que sufrir el peso conciencia. No
siempre lo aliviaba algo que ocurría con relativa frecuencia: me encontraba
cartas mías en aquella correspondencia, cartas que yo había enviado desde las
distintas ciudades en las que había vivido ese futuro que entonces, en aquel
cuarto de los quince años, no creí nunca que fuera a concedérseme y que ahora
se había transformado en un pasado escrito en cartas guardadas que el invitado
que yo era estaba profanando, una vez más, con su despreciable lectura.
Convertido ya en un adulto más o menos experimentado –aunque siempre pensé que
mi experiencia adolecía de torpeza, de escasez–, las cartas que leía en rapiñas
silenciosas me permitían comparar la mezquindad de mis aventuras, si así podía
llamarlas, con las ricas vidas –amorosas, intelectuales, creativas, viajeras–
de mis anfitriones. Volvía siempre, de algún modo, a aquella escena inicial en
el cuarto de mis dos amigos, al descubrimiento de que la adolescencia podía no
ser únicamente la segunda parte de una infancia prolongada sino también los
primeros y atrevidos pasos en el complejo mundo de los adultos: en la pasión,
el deseo, la rabia, el desencanto, la nostalgia y la locura de amar y ser
amado.
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buenisimo
ResponderBorrar¡Muchas gracias! Cordiales saludos.
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