Lo imprevisto es tan solo uno
de los nombres que para los descreídos recibe todo aquello que estaba prefijado
o previsto en alguno de los mapas de las apariciones repentinas. Esto lo supe
después de que aquello ocurriera. Lo que ocurrió ocurrió mucho antes de lo que ocurre
ahora. No es que lo de ahora no sea también imprevisto, pero, tratándose de dos
realidades tan disímiles, daría en llamar más bien a lo de ahora sobrevenido y
a lo de entonces imprevisto. No hay sinónimos, como se sabe, en las caprichosas marejadas
de la realidad. Cabría sostener que lo de entonces y lo de ahora tuvieran algún
vínculo que uniera dos momentos inesperados –valga este término como
aglutinador de lo disímil– a través o por encima de la calma chicha de lo
previsible. Pero son pocas las posibilidades de que así sea, sobre todo porque
aquello duró unos pocos segundos y esto de ahora parece estar destinado a
prolongarse durante semanas, si no durante meses. Otra de las razones por las que
parece difícil asociar ambos acontecimientos –si es que ambos lo son– es la
absoluta desemejanza de su naturaleza: en nada se parece el vuelo de un ave a
una pandemia. Las aves, o los pájaros, lo sabemos, pueden también convertirse
en una amenaza, en una invasión absoluta capaz de desestabilizarlo todo; esto,
al menos, en teoría, es decir, en alguna película. Pero aquella ave que yo vi –discúlpenme–
era un ave solitaria. No estoy seguro de que no fuera amenazadora, aunque
posiblemente todo, incluso lo más inocuo, tiene capacidad para amenazar a otro
ente más inocuo todavía, y así hasta lo infinitesimal, hasta lo microscópico.
Es cosa sabida. Amenazar, estoy seguro de que amenazaría al menos a los roedores que
campan por sus respetos en las noches sin luna de la ciudad. Antes de las
desinfecciones, antes de los zafarranchos de limpieza, antes de la
contaminación compulsiva que nos ha llevado adonde estamos, la ciudad, por las
noches, era territorio de gatos, ratas, juerguistas, delincuentes, borrachos y
putañeros. Esa era la ciudad que, bajo la ventana, hormigueaba entonces, aunque
silenciosa, cuando apareció aquel búho y se posó en el borde de la azotea de
enfrente. Era un búho, el primero que yo veía en cuarenta y ocho años como
habitante de esta ciudad –con unas cuantas ausencias de por medio–, un búho que
no parecía perdido, que venía desde otra azotea, acaso, pues hay una notable
distancia entre las primeras montañas que nos rodean y el barrio donde vivo, o
quizá desde algún árbol del parque, ese sí muy cercano, al que habría llegado,
imaginé, tras un largo vuelo descendente desde los primeros pinos que asoman
allá arriba, en la parte superior de las montañas, que los conservan casi por
milagro. Ver un búho enseñorearse de una azotea en plena ciudad, a una hora en
la que no hay nadie asomado a las ventanas, y ni siquiera una luz encendida en
los pisos de alrededor –incluso yo, que estaba asomado, tenía la luz apagada–,
tiene algo de grandioso, de increíble, de mágico. Es un ave enorme que, cuando
está posada, no lo parece tanto, pero que cuando emprende el vuelo despliega
una envergadura realmente imponente. El búho se mantuvo quieto, posado en el borde
de la azotea, durante diez segundos, sin dejar de mover su cabeza a izquierda y
a derecha, inmóvil el resto del cuerpo, y cuando movía la cabeza hacia la
derecha, aunque yo no le veía los ojos, sabía que él sí me veía, que veía al menos una
sombra asomada en un lugar frente a él, la sombra de lo incomprensible, la
irradiación de lo silencioso, lo mismo quizá que yo sentía frente a su
aparición inesperada, eso que al principio llamé lo imprevisto y que, con razón
o sin ella, definí como uno de los nombres que para los descreídos recibe todo
aquello que estaba prefijado o previsto en alguno de los mapas de las
apariciones repentinas. Menuda pedantería. Pero, en fin, que el búho alzara el
vuelo, pese a mi completo silencio, diez segundos después de posarse, y
desapareciera de mi vista para siempre, perdiéndose en la oscuridad de los
edificios que bajan hasta el puerto, me ha hecho recordarlo ahora como una
especie de presagio de lo que estaba por venir. Un búho solitario que vigila
una ciudad solitaria, un habitante solitario que contempla la ciudad arrasada
en la que el búho olfatearía a sus presas desaparecidas en el subsuelo tras la
desinfección producida frente a la emergencia solitaria. ¿Lo sabía
entonces todo el búho? ¿Vino a alimentarse por última vez de los ratones y las ratas que
aprovechaban todas las inmundicias para desfogarse por la noche en los rincones
de las aceras, entre los árboles del parque, en las fuentes echadas a perder
por el desuso? ¿O era más bien un búho mitológico, el anunciador de la
desgracia inminente, la señal de que era preciso
escapar para sobrevivir? ¿Por qué entonces? ¿Por qué ahora? Hubiera querido oírlo
ulular, pero el búho permaneció en silencio. Era absolutamente inasequible,
increíblemente poderoso en su insonoridad, que mantuvo o hasta incrementó al
echar a volar: un vuelo que era una pincelada de silencio en la oscuridad de la
noche y que anunciaba solo silencio, soledad o muerte. Yo he estado muchas veces
asomado a esa ventana y allí he visto de todo. He visto despedidas
desgarradoras y deambulares inexplicables, he visto sensuales ebriedades y
sobriedades deslumbrantes, he visto miradas que retenían la mía sin verla y he
visto, o he escuchado, palabras que guardo porque hay palabras que es mejor
guardar una vez escuchadas. Pero ese búho era el primero, y sospecho que será
el último –no dispondré de cuarenta y ocho años más en esta ciudad, ni en
ninguna–, que he visto desde esa ventana. Si es verdad que vino para anunciar
lo que nos ocurre ahora, no padezco el síndrome de quien necesita matar al
mensajero. Me inclino reverente ante él. El mensajero es sagrado porque anuncia lo que está por pasar. El hombre
asomado a la ventana que recibe, aunque no la entienda, la noticia de lo
incalculable, de lo absolutamente imprevisible, es el testigo al que el
mensajero escoge para transmitir un mensaje que no va a ser comprendido. No importa.
Nadie hubiera podido comprenderlo entonces. Entonces, cuando vivíamos en la más
absoluta despreocupación. Ahora todos sabemos más o menos lo que nos espera, a
corto o largo plazo, y algunos agradecemos, no tanto haberlo sabido antes –pues eso
nunca ocurrió–, sino acaso comprenderlo mejor gracias a que, a fin de cuentas,
era algo que estaba en el aire, que voló hasta nosotros rasante y silencioso
como un búho que cruza la más pétrea de las noches.
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