martes, 17 de marzo de 2020

EL BÚHO


Lo imprevisto es tan solo uno de los nombres que para los descreídos recibe todo aquello que estaba prefijado o previsto en alguno de los mapas de las apariciones repentinas. Esto lo supe después de que aquello ocurriera. Lo que ocurrió ocurrió mucho antes de lo que ocurre ahora. No es que lo de ahora no sea también imprevisto, pero, tratándose de dos realidades tan disímiles, daría en llamar más bien a lo de ahora sobrevenido y a lo de entonces imprevisto. No hay sinónimos, como se sabe, en las caprichosas marejadas de la realidad. Cabría sostener que lo de entonces y lo de ahora tuvieran algún vínculo que uniera dos momentos inesperados –valga este término como aglutinador de lo disímil– a través o por encima de la calma chicha de lo previsible. Pero son pocas las posibilidades de que así sea, sobre todo porque aquello duró unos pocos segundos y esto de ahora parece estar destinado a prolongarse durante semanas, si no durante meses. Otra de las razones por las que parece difícil asociar ambos acontecimientos –si es que ambos lo son– es la absoluta desemejanza de su naturaleza: en nada se parece el vuelo de un ave a una pandemia. Las aves, o los pájaros, lo sabemos, pueden también convertirse en una amenaza, en una invasión absoluta capaz de desestabilizarlo todo; esto, al menos, en teoría, es decir, en alguna película. Pero aquella ave que yo vi –discúlpenme– era un ave solitaria. No estoy seguro de que no fuera amenazadora, aunque posiblemente todo, incluso lo más inocuo, tiene capacidad para amenazar a otro ente más inocuo todavía, y así hasta lo infinitesimal, hasta lo microscópico. Es cosa sabida. Amenazar, estoy seguro de que amenazaría al menos a los roedores que campan por sus respetos en las noches sin luna de la ciudad. Antes de las desinfecciones, antes de los zafarranchos de limpieza, antes de la contaminación compulsiva que nos ha llevado adonde estamos, la ciudad, por las noches, era territorio de gatos, ratas, juerguistas, delincuentes, borrachos y putañeros. Esa era la ciudad que, bajo la ventana, hormigueaba entonces, aunque silenciosa, cuando apareció aquel búho y se posó en el borde de la azotea de enfrente. Era un búho, el primero que yo veía en cuarenta y ocho años como habitante de esta ciudad –con unas cuantas ausencias de por medio–, un búho que no parecía perdido, que venía desde otra azotea, acaso, pues hay una notable distancia entre las primeras montañas que nos rodean y el barrio donde vivo, o quizá desde algún árbol del parque, ese sí muy cercano, al que habría llegado, imaginé, tras un largo vuelo descendente desde los primeros pinos que asoman allá arriba, en la parte superior de las montañas, que los conservan casi por milagro. Ver un búho enseñorearse de una azotea en plena ciudad, a una hora en la que no hay nadie asomado a las ventanas, y ni siquiera una luz encendida en los pisos de alrededor –incluso yo, que estaba asomado, tenía la luz apagada–, tiene algo de grandioso, de increíble, de mágico. Es un ave enorme que, cuando está posada, no lo parece tanto, pero que cuando emprende el vuelo despliega una envergadura realmente imponente. El búho se mantuvo quieto, posado en el borde de la azotea, durante diez segundos, sin dejar de mover su cabeza a izquierda y a derecha, inmóvil el resto del cuerpo, y cuando movía la cabeza hacia la derecha, aunque yo no le veía los ojos, sabía que él sí me veía, que veía al menos una sombra asomada en un lugar frente a él, la sombra de lo incomprensible, la irradiación de lo silencioso, lo mismo quizá que yo sentía frente a su aparición inesperada, eso que al principio llamé lo imprevisto y que, con razón o sin ella, definí como uno de los nombres que para los descreídos recibe todo aquello que estaba prefijado o previsto en alguno de los mapas de las apariciones repentinas. Menuda pedantería. Pero, en fin, que el búho alzara el vuelo, pese a mi completo silencio, diez segundos después de posarse, y desapareciera de mi vista para siempre, perdiéndose en la oscuridad de los edificios que bajan hasta el puerto, me ha hecho recordarlo ahora como una especie de presagio de lo que estaba por venir. Un búho solitario que vigila una ciudad solitaria, un habitante solitario que contempla la ciudad arrasada en la que el búho olfatearía a sus presas desaparecidas en el subsuelo tras la desinfección producida frente a la emergencia solitaria. ¿Lo sabía entonces todo el búho? ¿Vino a alimentarse por última vez de los ratones y las ratas que aprovechaban todas las inmundicias para desfogarse por la noche en los rincones de las aceras, entre los árboles del parque, en las fuentes echadas a perder por el desuso? ¿O era más bien un búho mitológico, el anunciador de la desgracia inminente, la señal de que era preciso escapar para sobrevivir? ¿Por qué entonces? ¿Por qué ahora? Hubiera querido oírlo ulular, pero el búho permaneció en silencio. Era absolutamente inasequible, increíblemente poderoso en su insonoridad, que mantuvo o hasta incrementó al echar a volar: un vuelo que era una pincelada de silencio en la oscuridad de la noche y que anunciaba solo silencio, soledad o muerte. Yo he estado muchas veces asomado a esa ventana y allí he visto de todo. He visto despedidas desgarradoras y deambulares inexplicables, he visto sensuales ebriedades y sobriedades deslumbrantes, he visto miradas que retenían la mía sin verla y he visto, o he escuchado, palabras que guardo porque hay palabras que es mejor guardar una vez escuchadas. Pero ese búho era el primero, y sospecho que será el último –no dispondré de cuarenta y ocho años más en esta ciudad, ni en ninguna–, que he visto desde esa ventana. Si es verdad que vino para anunciar lo que nos ocurre ahora, no padezco el síndrome de quien necesita matar al mensajero. Me inclino reverente ante él. El mensajero es sagrado porque anuncia lo que está por pasar. El hombre asomado a la ventana que recibe, aunque no la entienda, la noticia de lo incalculable, de lo absolutamente imprevisible, es el testigo al que el mensajero escoge para transmitir un mensaje que no va a ser comprendido. No importa. Nadie hubiera podido comprenderlo entonces. Entonces, cuando vivíamos en la más absoluta despreocupación. Ahora todos sabemos más o menos lo que nos espera, a corto o largo plazo, y algunos agradecemos, no tanto haberlo sabido antes –pues eso nunca ocurrió–, sino acaso comprenderlo mejor gracias a que, a fin de cuentas, era algo que estaba en el aire, que voló hasta nosotros rasante y silencioso como un búho que cruza la más pétrea de las noches.  

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