viernes, 28 de febrero de 2020

LOS TRASTEROS

Fue extraño, pues cuando subí a la azotea no vi más que tablones y cubos que había que bajar a la calle para tirarlos en la basura. Mis padres se habían empecinado en que esa tarde tocaba hacer limpieza de los trasteros de la azotea. Había que vaciar los trasteros –tres– y, o bien seleccionar lo que no servía de cada uno de ellos o bien acumular el contenido de los tres en uno solo. Cualquiera de las dos operaciones parecía igual de farragosa. Habían elegido sin saberlo la tarde que más ocupada tenía de todas las vacaciones. Por su cuenta y riesgo habían empezado a vaciar uno de los trasteros y la cantidad de desperdicios era tanta que, una vez dispuestos en el pedazo de azotea que correspondía a la vivienda en cuestión –la azotea estaba compartimentada en tantos cubículos como viviendas tenía el edificio–, me habían llamado por teléfono para que subiera a ayudarles a bajarlos a la basura. Había, como digo, tablones y cubos llenos de desechos de construcción, e incluso una especie de forro de un material indescriptible que mi madre bajó agarrándolo con una bayeta que constantemente se le escurría de las manos. Yo iba detrás con dos cubos llenos de materiales difíciles de identificar. En nuestra familia es tradición no tirar nada, pues se cree que todo puede llegar a servir para un futuro. El problema es que a la hora de almacenar los restos –léase materiales de uso posible en un futuro indeterminado– se opta por dejarlos donde primero se tercie: en un trastero de la azotea, en el trastero de un garaje, en otro trastero de la azotea, en otro trastero de un garaje, en la despensa de la casa de campo, en la terraza de la casa de campo, en la buhardilla de la casa de campo, en el piso vacío del tercero o incluso debajo de alguna cama poco utilizada. En todos esos lugares se encuentra aquello que puede llegar a ser de utilidad en un futuro y que mi madre, sobre todo mi madre, considera periódicamente que no va a necesitarse en ningún futuro –no porque crea que no lo vaya a haber, sino quizá porque se lo imagina diferente a como ha sido el presente– y manda en cualquier momento, sin avisar, que se organice un zafarrancho de limpieza cuyo objetivo ideal es despejar los trasteros, las buhardillas, las despensas, el piso vacío del tercero y, hasta si por ella fuera, el despacho completo de mi padre, que para mi madre está lleno de papeles inútiles como facturas, contratos, cartas comerciales, comunicaciones judiciales, recibís y manuales de instrucciones de aparatos que hace tiempo sufrieron alguna de sus acometidas aniquiladoras y ya no existen más, aunque el manual de instrucciones siga almacenado en el despacho como pálido testimonio de su otrora gloriosa existencia. Volviendo a la azotea, lo cierto es que con un solo viaje no se pudo bajar sino menos de un tercio de todo lo que, desperdigado por el cubículo –que era, precisamente, el que correspondía a mi vivienda–, clamaba por ser llevado a los contenedores para pasar a una vida –si acaso los desperdicios tienen vida– más incierta que la que llevaban en la paz penumbrosa de los tranquilos trasteros. Hubo que dar otro viaje. Mi padre se quedó organizando los transportes y decidiendo qué podía bajar una persona sola y qué había que bajar entre dos. De momento, allá que íbamos mi madre y yo como peregrinos a través de la escalera de los suplicios cargando esta vez con unos listones de madera y un cubo cargado de metales pesados, en mi caso, y una cesta muy maltratada por la humedad junto con un cubo con retazos de telas de no se sabe qué carnavales olvidados, en el caso de mi madre. Allá íbamos, parándonos de vez en cuando en un rellano o rozando con el asa del cubo el pasamanos impoluto de la escalera quejumbrosa. ¿Abordaremos hoy los tres trasteros?, me preguntaba yo, casi olvidado ya de las ocupaciones que debían atarme por lo menos durante tres horas a la mesa –o la cama– de trabajo (dicho sea aquí entre paréntesis: he descubierto que hay poetas a los que se lee mejor acostado que sentado; la posición del esqueleto no es indiferente y tampoco lo es el ángulo con que las letras caen sobre los ojos: unas como meteoritos, cuando estamos acostados; y otras como el agua de un río que fluye apacible, cuando estamos sentados; lo digo solo como una observación sin importancia que acaba de ocurrírseme). Mi padre, arriba, había renunciado a desvalijar los otros dos trasteros, pues al segundo viaje volvimos reventados mi madre y yo, es verdad que más ella que yo, aunque sea una persona incombustible, y todavía quedaban tablones de dos metros de largo y unos cuando cubos en el cubículo que había que despejar. En una decisión que les honra, decidieron mostrarme, quizá como advertencia de lo que me esperaba en un futuro o acaso como mera indicación propedéutica sin mayores esperanzas de éxito, el contenido de los otros dos trasteros. La cosa era preocupante. Allí había de todo: repuestos de losetas, vigas, calentadores por reparar, cajas con juguetes de una infancia que preferí no recordar, cristales que habían sobrado de los juegos nuevos de las ventanas tras la reforma del edificio… todo un mundo fascinante de objetos cuya única importancia era el peso, en todos los aspectos del término, que suponía bajarlos tres plantas hasta los contenedores de la basura. Yo puse cara de alelado y dije que un día habría que vaciar todo aquello. Mi padre se limitó a sonreír. A mi madre le descubrí un atisbo de esperanza: el sol estaba todavía alto, yo estaba de vacaciones, ella ya se había puesto en faena dispuesta a lo que fuera y, en definitiva, despejar los trasteros era una ventaja para todos, pues quedaría sitio libre para llenarlos más delante con lo que hiciera falta. Su argumento era incuestionable, pero aludí a que esa tarde tenía que disertar sobre Rilke en una biblioteca y que aún me quedaban por releer casi veinte de los cincuenta y cinco sonetos a Orfeo. El descenso al infierno habría de posponerse –el de la azotea a la basura, quiero decir–. A mi padre le pareció una gran idea, pues seguramente había algún partido cuya retransmisión iba a empezar una hora después, por lo que tenía el tiempo justo para regresar a la casa de campo para ponerse cómodo y disponerse a disfrutar del tiquitaca. Mi madre nos dijo que pronto, muy pronto, volverían con las fuerzas renovadas para acabar lo empezado hoy, pues era importante, por razones que atañían no solo a la limpieza sino también a la organización de los espacios, despejar los trasteros de la azotea y, más adelante, los trasteros del garaje, donde acaso podría encontrarse algún álbum que habría que rescatar del olvido pero que, posiblemente, contenían en su mayor parte desechos que ella misma había querido guardar en su momento no tanto por nostalgia como por prudencia y un sentido de la responsabilidad que a todas luces –cosas de la edad– estaba abandonándola. Yo estuve de acuerdo en que había que acometer esos desalojos, y lo antes posible, en cuanto las próximas vacaciones me depararan unos días libres que poder dedicar al trasvase de lo acumulado en su momento a los cubos en los que nos desharíamos de ello. Afirmé que tenía ganas, que no había nada más fascinante que esas operaciones periódicas de limpieza y supresión y que contaran conmigo, por supuesto, para cualquier ayuda que pudieran necesitar. Algunos de los tablones se quedaron en el suelo del cubículo de la azotea a la espera de alguna próxima ocasión en que, como la familia bien avenida que éramos, buscáramos un día de confraternización para deshacernos de ellos bajando los tres pisos mientras los cargábamos entre los tres: y sin que nadie volviera la mirada atrás, no sólo por el riesgo de rodar por la siniestra escalera, sino sobre todo por el de convertirse en una estatua de sal que habría que almacenar para un futuro incierto –pues nada hay más incierto como la resurrección– en alguno de los trasteros más despejados de la azotea. 

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