Fue extraño, pues cuando subí a la azotea
no vi más que tablones y cubos que había que bajar a la calle para tirarlos
en la basura. Mis padres se habían empecinado en que esa tarde tocaba hacer
limpieza de los trasteros de la azotea. Había que vaciar los trasteros –tres–
y, o bien seleccionar lo que no servía de cada uno de ellos o bien acumular
el contenido de los tres en uno solo. Cualquiera de las dos operaciones parecía igual
de farragosa. Habían elegido sin saberlo la tarde que más ocupada tenía de
todas las vacaciones. Por su cuenta y riesgo habían empezado a vaciar uno de
los trasteros y la cantidad de desperdicios era tanta que, una vez dispuestos
en el pedazo de azotea que correspondía a la vivienda en cuestión –la azotea
estaba compartimentada en tantos cubículos como viviendas tenía el edificio–,
me habían llamado por teléfono para que subiera a ayudarles a bajarlos a la basura. Había, como digo, tablones y cubos llenos de desechos de
construcción, e incluso una especie de forro de un material indescriptible que
mi madre bajó agarrándolo con una bayeta que constantemente se le escurría de
las manos. Yo iba detrás con dos cubos llenos de materiales difíciles de identificar. En nuestra
familia es tradición no tirar nada, pues se cree que todo puede llegar a servir
para un futuro. El problema es que a la hora de almacenar los restos –léase
materiales de uso posible en un futuro indeterminado– se opta por dejarlos donde
primero se tercie: en un trastero de la azotea, en el trastero de un garaje, en
otro trastero de la azotea, en otro trastero de un garaje, en la despensa de la
casa de campo, en la terraza de la casa de campo, en la buhardilla de la casa
de campo, en el piso vacío del tercero o incluso debajo de alguna cama poco
utilizada. En todos esos lugares se encuentra aquello que puede llegar a ser de utilidad
en un futuro y que mi madre, sobre todo mi madre, considera periódicamente que
no va a necesitarse en ningún futuro –no porque crea que no lo vaya a haber,
sino quizá porque se lo imagina diferente a como ha sido el presente– y manda
en cualquier momento, sin avisar, que se organice un zafarrancho de limpieza cuyo objetivo ideal es despejar los trasteros, las buhardillas, las despensas, el piso
vacío del tercero y, hasta si por ella fuera, el despacho completo de mi padre,
que para mi madre está lleno de papeles inútiles como facturas, contratos, cartas
comerciales, comunicaciones judiciales, recibís y manuales de instrucciones de
aparatos que hace tiempo sufrieron alguna de sus acometidas aniquiladoras y ya
no existen más, aunque el manual de instrucciones siga almacenado en el despacho como pálido
testimonio de su otrora gloriosa existencia. Volviendo a la azotea, lo cierto
es que con un solo viaje no se pudo bajar sino menos de un tercio de todo lo
que, desperdigado por el cubículo –que era, precisamente, el que correspondía a
mi vivienda–, clamaba por ser llevado a los contenedores para pasar a una vida –si
acaso los desperdicios tienen vida– más incierta que la que llevaban en la paz
penumbrosa de los tranquilos trasteros. Hubo que dar otro viaje. Mi padre se
quedó organizando los transportes y decidiendo qué podía bajar una persona sola
y qué había que bajar entre dos. De momento, allá que íbamos mi madre y yo como
peregrinos a través de la escalera de los suplicios cargando esta vez con unos
listones de madera y un cubo cargado de metales pesados, en mi caso, y una
cesta muy maltratada por la humedad junto con un cubo con retazos de telas de no se sabe
qué carnavales olvidados, en el caso de mi madre. Allá íbamos, parándonos de vez en
cuando en un rellano o rozando con el asa del cubo el pasamanos
impoluto de la escalera quejumbrosa. ¿Abordaremos hoy los tres trasteros?, me
preguntaba yo, casi olvidado ya de las ocupaciones que debían atarme por lo menos
durante tres horas a la mesa –o la cama– de trabajo (dicho sea aquí entre
paréntesis: he descubierto que hay poetas a los que se lee mejor acostado que
sentado; la posición del esqueleto no es indiferente y tampoco lo es el ángulo
con que las letras caen sobre los ojos: unas como meteoritos, cuando estamos acostados;
y otras como el agua de un río que fluye apacible, cuando estamos sentados; lo digo
solo como una observación sin importancia que acaba de ocurrírseme). Mi
padre, arriba, había renunciado a desvalijar los otros dos trasteros, pues al
segundo viaje volvimos reventados mi madre y yo, es verdad que más ella que yo,
aunque sea una persona incombustible, y todavía quedaban tablones de dos metros de largo y
unos cuando cubos en el cubículo que había que despejar. En una decisión que
les honra, decidieron mostrarme, quizá como advertencia de lo que me esperaba
en un futuro o acaso como mera indicación propedéutica sin mayores esperanzas de
éxito, el contenido de los otros dos trasteros. La cosa era preocupante. Allí había
de todo: repuestos de losetas, vigas, calentadores por reparar, cajas con
juguetes de una infancia que preferí no recordar, cristales que habían sobrado
de los juegos nuevos de las ventanas tras la reforma del edificio… todo un mundo fascinante
de objetos cuya única importancia era el peso, en todos los
aspectos del término, que suponía bajarlos tres plantas hasta los contenedores de la
basura. Yo puse cara de alelado y dije que un día habría que vaciar todo
aquello. Mi padre se limitó a sonreír. A mi madre le descubrí un atisbo de
esperanza: el sol estaba todavía alto, yo estaba de vacaciones, ella ya se
había puesto en faena dispuesta a lo que fuera y, en definitiva, despejar los trasteros
era una ventaja para todos, pues quedaría sitio libre para llenarlos más delante con lo que hiciera falta. Su argumento era incuestionable, pero aludí a que esa
tarde tenía que disertar sobre Rilke en una biblioteca y que aún me quedaban
por releer casi veinte de los cincuenta y cinco sonetos a Orfeo. El
descenso al infierno habría de posponerse –el de la azotea a la basura, quiero
decir–. A mi padre le pareció una gran idea, pues seguramente había algún
partido cuya retransmisión iba a empezar una hora después, por lo que tenía el
tiempo justo para regresar a la casa de campo para ponerse cómodo y disponerse
a disfrutar del tiquitaca. Mi madre nos dijo que pronto, muy pronto, volverían
con las fuerzas renovadas para acabar lo empezado hoy, pues era importante, por
razones que atañían no solo a la limpieza sino también a la organización de los
espacios, despejar los trasteros de la azotea y, más adelante, los trasteros
del garaje, donde acaso podría encontrarse algún álbum que habría que rescatar
del olvido pero que, posiblemente, contenían en su mayor parte desechos que
ella misma había querido guardar en su momento no tanto por nostalgia como por
prudencia y un sentido de la responsabilidad que a todas luces –cosas de la
edad– estaba abandonándola. Yo estuve de acuerdo en que había que acometer esos
desalojos, y lo antes posible, en cuanto las próximas vacaciones me depararan
unos días libres que poder dedicar al trasvase de lo acumulado en su momento a
los cubos en los que nos desharíamos de ello. Afirmé que tenía ganas, que no
había nada más fascinante que esas operaciones periódicas de limpieza y
supresión y que contaran conmigo, por supuesto, para cualquier ayuda que
pudieran necesitar. Algunos de los tablones se quedaron en el suelo del
cubículo de la azotea a la espera de alguna próxima ocasión en que, como la
familia bien avenida que éramos, buscáramos un día de confraternización para
deshacernos de ellos bajando los tres pisos mientras los cargábamos entre los tres: y sin
que nadie volviera la mirada atrás, no sólo por el riesgo de rodar por la
siniestra escalera, sino sobre todo por el de convertirse en una estatua de sal que habría
que almacenar para un futuro incierto –pues nada hay más incierto como la
resurrección– en alguno de los trasteros más despejados de la azotea.
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