domingo, 9 de febrero de 2020

Y LA CIUDAD CAMINA CONMIGO


Me he visto atravesando la ciudad, y no era yo, o sí era yo, no lo sé, pues me parecía excesivamente grande la sombra que me precedía como para ser la que proyectaba mi cuerpo, una sombra que reptaba por las paredes de los edificios, subía las escalinatas de la Capitanía General, pisaba los rieles del tranvía. En algún momento, mientras cruzaba uno de los puentes –siempre se cruzan puentes en esta ciudad– vi los candados y me olvidé de la sombra. Los candados, dicen, fueron puestos en las barandillas metálicas del puente –esas mismas que habría que saltar para tirarse al fondo del barranco– por parejas de amantes en la plenitud de su amor, o acaso por amantes inseguros que deseaban reforzar un amor que se tambaleaba encadenándolo al mismo lugar desde el que posiblemente se suicidarían tiempo más tarde cuando todo hubiera terminado. Había vuelto a morderme las uñas y siempre que esto ocurre se anuncian tormentas interiores. Me veía, o veía mi silueta, la sentía caminar en un frágil equilibrio por aceras que me parecían más estrechas que nunca, diseñadas para que los peatones convivieran en un peligroso tête-à-tête con los coches que pasaban a toda velocidad. A veces me tambaleaba, pero no sabía si atribuirlo a los zapatos nuevos, más anchos de lo habitual, al tráfico zumbante a mi alrededor o al gintónic ventilado antes de salir. Esa divagación, un leve tambaleo que, sin embargo, no me impedía ajustar los pasos a la anchura de la acera, era también un modo de desprenderme de la seguridad de una meta, de incorporar fragmentos de lo que me rodeaba a aquello que me hubiera hecho decidirme a salir esa noche. Quiero decir que sabía adónde iba pero no estaba seguro de saber llegar. Y eso a pesar de que el camino podía haber sido perfectamente recto si lo hubiera querido. ¿Por qué, entonces, tuve que desviarme a través del parque, donde crucé en un silencio casi imposible de creer la plazoleta en cuyo centro reina una tortuga en lo alto de un monolito, ese mismo punto maldito donde años atrás imaginaba atracos y apuñalamientos, violaciones y palizas, y que hoy, anoche, no era más que un extraño diapasón que nadie se atrevía a tocar? ¿Por qué, una vez que salí del parque, me detuve en un banco de la Plaza de los Patos, el mismo banco que aparece en un recuerdo que dio origen a un relato olvidado y que muchos años atrás fue el origen de una aventura difícil de olvidar? Ninguno de esos desvíos era necesario. Al final del puente hay una calle pensada para comunicar con el cauce del barranco a través de unas terrazas ajardinadas que, sin embargo, llevan cerradas al público desde que se construyeron. Tampoco tengo explicación para el hecho de haberme sentado un rato junto a la valla que impide acceder a ese lugar. Como si quisiera despistar a alguien que me estuviera siguiendo –pero de vez en cuando me volvía y no había nadie en las calles–, me desviaba y me paraba sin ningún sentido en lugares que me apartaban de mi supuesto destino. Lugares en los que no hacía nada sino sentir el viento ligero acariciarme la cara y, al mirar hacia arriba, el difuso y fragmentado resplandor de una luna que se mostraba y se escondía. Acaso en esos lugares encontraba pequeños refugios contra el estrépito de las motos y los coches deportivos: era el silencio, más o menos logrado, lo que disfrutaba en esos momentos de descanso, y quizá también descansaba de ver mi sombra caminando delante de mí. Pero no era yo, o no lo sé, el que anoche asumía el juego siempre cansino de desdibujarse para sobrevivir, pues habitualmente son otros mis recorridos y no salgo nunca sabiendo de antemano que no hay ninguna posibilidad de llegar adonde me encamino. Era como si todas y cada una de las indicaciones que recibí en el trayecto no significaran nada y me hubiera propuesto, o alguien, a saber desde dónde, me hubiera propuesto la mortificación de trazar un recorrido inestable: inestable ya desde el principio, desde el momento en que atravesé el portal del edificio y constaté que el silencio a esa hora –una hora tardía, pero no más que otras veces– era extrañamente más nítido, se colaba con más facilidad por entre las rendijas de la percepción, y no solo el silencio, sino una especie de espesa fatalidad, la sensación de que salir esa noche podía significar no regresar; inestable, decía, desde el principio y hasta el mismo momento en que creí haber llegado adonde tenía pensado, pues fue entonces cuando comprendí el grave error que había cometido saliendo, la desdicha de no estar seguro de si era ese el auténtico lugar de llegada o si, en cambio, me estaba refugiando una vez más en algún recodo simulado. Las noches se dan a veces así. Sin embargo, en esa ocasión me pareció que no saber si era yo o si no lo era, no saber si había completado el recorrido, ignorar si llegó a haber un regreso y desconocer incluso si en medio de todo aquel trajín nocturno la ciudad que supuestamente había atravesado era la misma que yo creía, me pareció, digo, que no saber todo aquello rozaba lo incomprensible y que haberme encontrado luego, después de unas cuantas horas, fumando, antes de dormir, en la ventana de una vivienda idéntica a la mía era el más sutil y mortificante de los tormentos.  

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