Me he visto atravesando la
ciudad, y no era yo, o sí era yo, no lo sé, pues me parecía excesivamente
grande la sombra que me precedía como para ser la que proyectaba mi cuerpo, una
sombra que reptaba por las paredes de los edificios, subía las escalinatas de la Capitanía General,
pisaba los rieles del tranvía. En algún momento, mientras cruzaba uno de los puentes –siempre
se cruzan puentes en esta ciudad– vi los candados y me olvidé de la sombra. Los
candados, dicen, fueron puestos en las barandillas metálicas del puente –esas
mismas que habría que saltar para tirarse al fondo del barranco– por
parejas de amantes en la plenitud de su amor, o acaso por amantes inseguros
que deseaban reforzar un amor que se tambaleaba encadenándolo al mismo lugar
desde el que posiblemente se suicidarían tiempo más tarde cuando todo hubiera terminado. Había vuelto a morderme las uñas y siempre que esto ocurre se
anuncian tormentas interiores. Me veía, o veía mi silueta, la sentía caminar en
un frágil equilibrio por aceras que me parecían más estrechas que nunca,
diseñadas para que los peatones convivieran en un peligroso tête-à-tête con los
coches que pasaban a toda velocidad. A veces me tambaleaba, pero no sabía si
atribuirlo a los zapatos nuevos, más anchos de lo habitual, al
tráfico zumbante a mi alrededor o al gintónic ventilado antes de salir. Esa divagación, un leve tambaleo que, sin embargo, no me impedía ajustar los pasos a la anchura de la acera, era también un modo de desprenderme
de la seguridad de una meta, de incorporar fragmentos de lo que me rodeaba a
aquello que me hubiera hecho decidirme a salir esa noche. Quiero decir que
sabía adónde iba pero no estaba seguro de saber llegar. Y eso a pesar de que el
camino podía haber sido perfectamente recto si lo hubiera querido. ¿Por qué,
entonces, tuve que desviarme a través del parque, donde crucé en un silencio
casi imposible de creer la plazoleta en cuyo centro reina una tortuga en lo
alto de un monolito, ese mismo punto maldito donde años atrás imaginaba atracos y
apuñalamientos, violaciones y palizas, y que hoy, anoche, no era más que un
extraño diapasón que nadie se atrevía a tocar? ¿Por qué, una vez que salí del
parque, me detuve en un banco de la Plaza de los Patos, el mismo banco que
aparece en un recuerdo que dio origen a un relato olvidado y que muchos años
atrás fue el origen de una aventura difícil de olvidar? Ninguno de esos desvíos era
necesario. Al final del puente hay una calle pensada para comunicar con el
cauce del barranco a través de unas terrazas ajardinadas que, sin embargo,
llevan cerradas al público desde que se construyeron. Tampoco tengo explicación para el hecho
de haberme sentado un rato junto a la valla que impide acceder a ese lugar. Como si
quisiera despistar a alguien que me estuviera siguiendo –pero de vez en cuando
me volvía y no había nadie en las calles–, me desviaba y me paraba sin ningún
sentido en lugares que me apartaban de mi supuesto destino. Lugares en los que
no hacía nada sino sentir el viento ligero acariciarme la cara y, al mirar
hacia arriba, el difuso y fragmentado resplandor de una luna que se mostraba y
se escondía. Acaso en esos lugares encontraba pequeños refugios contra el estrépito de las motos y los coches deportivos: era el silencio, más o menos
logrado, lo que disfrutaba en esos momentos de descanso, y quizá también descansaba de ver mi sombra caminando delante de mí. Pero no era yo, o no lo sé, el que anoche asumía el juego siempre cansino de desdibujarse para sobrevivir, pues
habitualmente son otros mis recorridos y no salgo nunca sabiendo de antemano
que no hay ninguna posibilidad de llegar adonde me encamino. Era como si
todas y cada una de las indicaciones que recibí en el trayecto no significaran
nada y me hubiera propuesto, o alguien, a saber desde dónde, me hubiera
propuesto la mortificación de trazar un recorrido inestable: inestable ya desde
el principio, desde el momento en que atravesé el portal del edificio y
constaté que el silencio a esa hora –una hora tardía, pero no más que otras
veces– era extrañamente más nítido, se colaba con más facilidad por entre las
rendijas de la percepción, y no solo el silencio, sino una especie de espesa
fatalidad, la sensación de que salir esa noche podía significar no regresar;
inestable, decía, desde el principio y hasta el mismo momento en que creí haber
llegado adonde tenía pensado, pues fue entonces cuando comprendí el grave error
que había cometido saliendo, la desdicha de no estar seguro de si era ese el
auténtico lugar de llegada o si, en cambio, me estaba refugiando una vez más en
algún recodo simulado. Las noches se dan a veces así. Sin embargo, en esa
ocasión me pareció que no saber si era yo o si no lo era, no saber si había completado
el recorrido, ignorar si llegó a haber un regreso y desconocer incluso si en
medio de todo aquel trajín nocturno la ciudad que supuestamente había
atravesado era la misma que yo creía, me pareció, digo, que no saber todo aquello rozaba lo
incomprensible y que haberme encontrado luego, después de
unas cuantas horas, fumando, antes de dormir, en la ventana de una vivienda
idéntica a la mía era el más sutil y mortificante de los tormentos.
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