Recuerdo, hace mucho, haberme adentrado, en una tarde cualquiera de noviembre, en uno de los cientos de cafés que abarrotaban las calles de Kreuzberg, uno de los barrios por entonces de moda en la ciudad de Berlín. El cuerpo, arropado por camisetas térmicas, por camisas de franela, por chaquetas y abrigos forrados por dentro, entraba inmediatamente en calor y, al fondo del local, buscaba un rincón donde poder quitarse la mitad de la ropa y tomar un té de arándanos en medio de las miradas y las conversaciones.
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O podía ser en Prenzlauer Berg, o incluso en Neukölln. Allí, en los cafés de la juventud perdida, se traficaba con el calor y con el frío, se escogían cuidadosamente las imágenes que más y mejor podían servirnos para apaciguarnos, pues, aunque nuestra vida había sido hasta entonces razonablemente salvaje, no habíamos dado con el equilibrio entre la vitalidad y el infortunio. Necesitábamos aquellas vidas de los otros. Los pelos pintados de verde. Las argollas en los labios. Los trajes orientales de segunda mano. Y toda suerte de animales domésticos enredados entre las piernas.
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Ver las pinturas de Alona Harpaz es como entrar en uno de esos cafés. Más tarde, en una noche sin parangón, nos encontraremos acaso en una casa jardín a las afueras de la ciudad y dormiremos entre los tallos de los rododendros y las casetas de los perros lobo. Confeccionaremos nuestra jungla particular en la mesa de la cocina: todo tipo de especias en rama destinadas a una sopa que no sabrá a nada. Alona Harpaz sabe que una noche así continúa por la mañana en una casa de Marzahn en la que para desayunar nos sirven salchichas humeantes.
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Pero su juego no termina ahí. Los días están atravesados por un polvo que los convierte en medallas sacadas del baúl de los recuerdos. Gustos y disgustos de la derrota y del éxito han quedado convertidos en la pátina que cubre las celebraciones de otro tiempo. Y, a pesar de todo, esas medallas vuelven a colgarse del cuello aunque ahora no signifiquen victoria sino melancolía, júbilo sino malestar, aplausos sino risotadas. Ahora bien, ¿quién dijo que la paciencia no sería recompensada?
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Volver a ser los monos que éramos. Ponernos monos e ir saltando de mandala en mandala. Hay pinturas de Alona Harpaz en las que la trampa consiste en que no hay forma de desprenderse de sus laberintos de color. Monadas y monerías. Volvemos a preguntarles a nuestros primeros padres y estos nos contestan leyendo un informe para una academia. Saltamos enardecidos, mimados y mudos, liberados de las jaulas del lenguaje. Por un módico precio nos precintamos en una mónada que expone sin pudor todas nuestras monadas. Ejecutamos monerías como en un circo boca abajo, en la cara oculta de la luna.
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Caperucita feroz y el lobo rojo. Los ojos rojos de Caperucita feroz. Los labios rojos del lobo amansado. Un lobo con piel de cordero sobre los hombros. Un cordero feroz para Caperucita la roja. Y los tallos de los rododendros a nuestro alrededor. En una Suzuki supersónica Caperucita feroz atraviesa la jungla poblada de monos académicos que parlotean como loros feroces. Los loros son lobos que hablan. Y Caperucita es una loba callada. La loba que amamanta la ciudad con sus ubres motorizadas.
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Candy Kim se ha maquillado para su enésima cita. Cruza las piernas y la vemos mirar el vacío de todas las ensoñaciones desde sus ojos orlados. Ese lugar al que mira está fuera del cuadro y dentro de él. Los jarrones, los ramos, las flores que la rodean perfuman una estancia que hace poco era irrespirable por el humo de cuatrocientos cigarros. La escotada Candy Kim mira el vacío de su deseo con unos ojos que, maquillados por enésima vez, están cansados, huecos, torcidos. Nosotros, aunque quisiésemos, no podríamos desear a Candy Kim, pues en cuanto lo hiciéramos el cuadro estallaría en mil pedazos.
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Aquella tarde, ¿o era ya de noche?, en el local de Kreuzberg, en medio de las conversaciones, los ojos llevaban el peso de muchos meses de grisura a sus espaldas. (Sí, los ojos tienen espaldas. Y cintura, y hasta nalgas, sin duda. ¡Yo he llegado a azotar con un látigo tan fino como un pelo las nalgas llorosas de unos ojos bellísimos!) Hacía muchos meses que el cielo había plantado sobre las cabezas de todos nosotros su palma asfixiante de plata sin brillo. Necesitábamos esos cafés para bebernos con los ojos la vida. Y la vida era el color, el aire perfumado, las risas, los juegos de los animales saltando entre nuestras rodillas. Fue allí, en ese café de Kreuzberg, hace muchos años, cuando soñé con Alona Harpaz por primera vez.
* Alona Harpaz, Coming Back to Be a Monkey, Agencia de Tránsitos Culturales, Santa Cruz de Tenerife. Del 4 de septiembre al 5 de diciembre de 2020.
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