sábado, 26 de septiembre de 2020

PORTBOU, 25 DE JUNIO DE 2019

Esperaba muy poco de Portbou. Un lugar tan repetidamente surgido en obsesiones y sueños sin haberlo visto nunca, del que uno se ha hecho una idea vaga, que ha proyectado varias veces, sin éxito, visitar, es un lugar que difícilmente puede sorprendernos. No sé si pensar que Portbou es justo lo contrario de lo que imaginaba o exactamente tal y como lo imaginaba. Una pequeña localidad costera con una playa poco atractiva. Una ciudad tan pequeña que ni siquiera es un pueblo. Me quedé en uno de los pocos hoteles, frente al mar. A la tarde le quedaba poco tiempo de luz y al día siguiente debía seguir mi rumbo hacia el sur. Paseé cuanto pude, ávido, avergonzado, aterrorizado. Multitud de calles sin salida, calles de dirección única porque su única dirección no tenía dirección. Una estación en obras, no se sabe si porque estaba siendo desmantelada o por completo remozada. El mar casi no se sentía a las espaldas, de tan plácido, de tan discreto. Un lugar en el fin del mundo en el que, en un momento dado, cualquier cosa podía pasar. Yo llegué a Portbou desde Francia, desde Bagnols-sur-Mer, igual que Walter Benjamin, pero mi mundo no era su mundo. Aunque él vislumbró lo que pasaría con nosotros. La pérdida del aura. La reproductibilidad infinita del espectáculo. La carcoma que es todo lo visible. La barbarie agazapada en todo lo festivo. Y tantas otras cosas que yo no sé y él supo. Él estaba allá arriba, en un cementerio marino, diminuto, alongado sobre el mar. Toda tumba en sí misma un abismo, pero las tumbas que se asoman al abismo son doblemente abismales. El monumento construido en su memoria tenía algo de vertiginoso. Parecía que fuéramos a caernos en el mar y a mitad de camino aparecía el cielo sobre nuestras cabezas, cuando ya habíamos pensado que nos precipitaríamos abajo. Estábamos abocados a la oscuridad. Y al final, en vez de caernos, nos quedamos sostenidos por algo parecido a la esperanza y por la sensación inquietante de estar tocando al mismo tiempo el mar y el cielo desde una distancia incalculable. Pasear por Portbou era como girar alrededor de un misterio. Imaginarse a esos viajeros forzados arrastrándose por senderos casi impracticables, a través de un paisaje desoladoramente hermoso pero que para ellos representaba tan solo la frontera tras de la cual podría empezar de nuevo la vida. Ese es el viaje definitivo: el que se practica a pie, perseguido, obligado, enfermo, en compañía de gente desesperada, con un destino incierto que se parece al fin del mundo. Los Portbous de hoy en día se llaman Calais, Lampedusa, Ceuta, Canarias. Lugares de frontera y de desgracias anónimas, desgracias para las que no hay memoriales ni memoria, y que van devolviendo a Europa —aunque esos lugares existen en todos los continentes— a la condición del gran vertedero de destinos que acaso nunca dejó de ser. Por eso la lectura que puede hacerse hoy en día de Portbou es sobre todo alegórica y arqueológica. Bajo esta superficie de terrazas junto al mar, de próspero pueblo de frontera, incluso de lugar de vacaciones un tanto venido a menos, se deja leer la desgarrada aventura final de un perseguido, de muchos perseguidos, lo mismo que, un año antes, pasaron por aquí, en dirección contraria, miles de republicanos españoles camino del exilio. Viajes de dirección única. Sin regreso posible. Definitivos. Lo que sigue diciéndonos un lugar después de tantos años debería enseñarnos a leer el presente. De nada sirve, quiero decir, representar en nuestra imaginación estas cómodas alegorías, practicar la arqueología turístico-cultural del visitante de tumbas y homenajes si no se levanta la vista a lo que está ocurriendo hoy en día en cuántos otros Portbous, muchas veces delante de nuestras propias narices. 

 



 

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