Desde sus comienzos, hace unos años, la galería Bibli, de Santa Cruz de Tenerife, se ha convertido en un espacio revulsivo, capaz de poner en jaque los entumecidos estamentos del sistema artístico de Tenerife, de agitar sus menudos y muchas veces viperinos círculos de poder –instalados tanto en lo privado como, más grave aún, en lo público: pues la voracidad reptiliana de algunos intenta convertir todo lo público en coto privado de caza mayor y menor–; y, sin embargo, capaz también de provocar el enfado de parte del vecindario del barrio donde se ubica cuando, por ejemplo, hace unos años, incluyó un ataúd en una de sus exposiciones –un ataúd que, leído en el conjunto de la muestra, posibilitaba variadas lecturas, pero que, contemplado a través de las cristaleras de la galería por los vecinos del barrio, suscitó intranquilidad e ira, escándalo o perplejidad: un objeto de madera cargado de capas de simbolismo milenario–. Allí, en el espacio de la calle de La Rosa tuvieron lugar exposiciones memorables, performances, recitales poéticos, mesas redondas y otros actividades culturales que, en general, han sido ignoradas por la crítica. Se preguntarán: ¿pero acaso hay crítica de algún tipo en Tenerife? No, no la hay. Cuando dije crítica me refería con ese eufemismo a las habituales e inanes reseñas de los suplementos culturales o de las secciones de cultura de los –ya solo dos, como el Gordo y el Flaco– periódicos de la isla, o a los comentarios en algún muro de Facebook con ínfulas culturetas.
Hace poco
Bibli se instaló en la calle San Francisco Javier, en un nuevo espacio más
amplio y con más posibilidades. La actual exposición, titulada De lo que no
se dice, porque no es necesario, o no puede decirse (título, por cierto, al
que yo, y posiblemente también Wittgenstein, le hubiéramos quitado varias
palabras y una o dos comas) está formada por varias piezas de los artistas José
Herrera, Juan de la Cruz y Jesús Hernández Verano. Decía que la nueva ubicación
de la galería ofrece más amplitud y, sobre todo, un espacio más dúctil. Las dos
habitaciones conectadas por la parte posterior de la galería posibilitan un
recorrido casi circular en el que determinadas piezas van apareciendo a medida
que el espectador se adentra en el espacio. El juego entre lo visible y lo
invisible, que es parte de la obra de los tres artistas convocados, convive con
una topografía sinuosa: lo visible para el espectador puede disponer de
invisibilidades propias, íntimas, mientras que lo invisible al espectador puede
ofrecerse en toda su desnuda carnalidad como una aparición doblemente
sorpresiva. Como si se tratara de un tránsito entre lo cenital y lo velado, van
demorando su intensidad de manifestación, su grado de presencia, unas piezas
que dialogan no solo con el espacio que las acoge sino con las piezas que, en
oposición frontal, se plantan frente a ellas y con las que, en diálogo oblicuo,
se disponen tangencialmente en su órbita, en sus inmediaciones, como a la
espera, en una cercanía irradiante.
El
visitante llega y pone su cuerpo, sus heridas, su memoria, su imaginación. Pero
es mucho lo que aquí se le escatima, pues se trata de que se tome su tiempo, de
que entrene su mirada –su memoria, sus heridas, su cuerpo, su imaginación– para
no verse traicionado por ella. Se le escatima tiempo para que se zambulla en el
tiempo. Se le escatima luz para que se aleje de la luz. Se le escatima verdad
para que descrea de sí mismo. Expliquémonos. Los objetos irradian un misterio
ante el cual no basta con plantarse delante y elucubrar interpretaciones.
Empecemos, pues es la primera pieza que nos encontramos, por el muro negro
formado por cuatro módulos frente al que se han dispuesto diez pequeños
asientos: ojo, que ni se trata de un muro ni los asientos son asientos. El
conjunto es una estructura compleja ante la que necesitamos sentir una especie
de energía que irradia de la quietud, de la multiplicación, del vértigo de la
quietud en medio de la multiplicación. Podríamos sentir la necesidad de
reclinarnos, de ver esas planchas metálicas de un negro cadencioso como espejos
de nuestra locura o nuestro deseo. Desprenden una imagen de nosotros que
nosotros no aceptamos. Esa imagen que desprenden pero no nos devuelven nos
lleva a vernos desde fuera, desde esas diez articulaciones sedentarias que
parece situadas frente a la ley del relato de Kafka. ¿Son estas las entradas
prohibidas de El castillo? José Herrera (Tenerife, 1956), que realizó
esta pieza en los años 90, compensa su contundencia con un dibujo absolutamente
blanco que se encuentra en el envés de la exposición, de espaldas a la calle, fuera
de plano, diríamos, como una miniatura escondida en medio de la vastedad de
un desierto pero que, precisamente, es la clave para descifrar el desierto,
como aquel árbol del Teneré, el más aislado del mundo, que, en medio del
Sáhara, servía como orientación para las caravanas. Ahí abrevamos, descansamos,
en un delicado dibujo blanco hecho con las incisiones sutiles de un tiempo al
que se le ha dado la vuelta: paz extraída de tormentas solares, visión de una
quietud distinta, en el atardecer de todos los vértigos, en los márgenes de la
locura.
En los
años 70 Juan de la Cruz (Tenerife, 1949) trabajó una serie de tapices hechos
con telas bastas de diversas procedencias que nos hacen pensar en el mundo de
las arpilleras de Millares o en los tejidos que cubrían las momias aborígenes.
Leídas ahora aquí, sin embargo, estas obras de colores suaves, cálidos,
marrones claros u oscuros, rojizos, azafranados, nos remiten al calor de la
piel, a la sustancia memorable del tacto. Son, también, espejos donde
reflejarnos, pero en este caso nos devuelven un pasado que hemos olvidado. El
de la piel acariciada, protegida por tejidos orgánicos, el de los hilos
entrelazados para subvertir la desunión, el de un mundo de costuras en reposo
que tardarán un tiempo inmemorial en cicatrizar, en integrarse con los tejidos
sanos. Reverbera en estos textiles de Juan de la Cruz la idea de que hemos
perdido el contacto con algo que nos precedía y de donde procedemos:
precedencia y procedencia cuelgan aquí como estandartes casi revolucionarios,
pues no se limitan a recordarnos superficies perdidas de nuestra memoria-piel
sino que nos invitan a bucear en los restos de lo orgánico, en cualquier
materia primordial que encontremos a nuestro alrededor para encarnarnos en
ella. En este mundo nuestro plastificado, los textiles de Juan de la Cruz
–hermosa coincidencia la de su nombre con el del poeta místico– son cánticos espirituales
a la materia cálida y orgánica.
Las tres
piezas de Jesús Hernández Verano (Tenerife, 1970) que se han incorporado a esta
exposición son muy distintas entre sí pero resumen de manera muy intensa las
búsquedas de este artista. La primera que nos encontramos, a la entrada de la
primera habitación, frente a la primera de las piezas de José Herrera, está
formada por diecinueve pequeños óvalos con forma de almendra dispuestos sobre
la pared a la altura aproximada de los ojos de un ser humano de estatura media.
La fragilidad de la propuesta, frente a la aparente contundencia de la pieza de
Herrera, le permite una especie de descanso a la mirada que anteriormente se ha
devanado los ojos hasta llegar a la conclusión de que delante de la ley no cabe
rezar ni blasfemar sino permanecer en el más vertiginoso de los silencios. El
descanso, sin embargo, es ficticio, pues los ojos se ven ahora multiplicados
por pequeñas figuras simbólicas de sí mismos: se buscan desesperadamente para
fijarse, salen de sus cavidades para verse desde fuera, pero en esas correrías
se tropiezan, caen, se rompen las pupilas o los iris, se astillan, en
definitiva, como almendras que son, mordidas por la vastedad del viento del
desierto, y tienen que ser curadas, como alegóricamente se representa con la
tirita que cubre una de las almendras, para que la potencia visual pueda seguir
produciendo imágenes aunque el viaje en busca de su origen haya sido un tanto
accidentado. Y es que todo está roto. Todo está lleno de llagas, magullado y
rebanado en la obra de Jesús Hernández Verano. Y el milagro, pues es difícil
encontrar otra palabra menos altisonante, es que, de algún modo, las heridas
han sido tratadas, las magulladuras reciben su cauterio, lo mutilado se
trasforma en delicada fisura y la ceguera del dolor se cicatriza por medio de
la alquimia del deseo. Volvamos a explicarnos. Si, por ejemplo, en su tercera
pieza, y última de la exposición, amparada y como abrigada por uno de los
textiles de Juan de la Cruz, Hernández Verano propone una compleja composición
de dos mesas de diferentes alturas, una de las cuales aparece cubierta con una
tela blanca sobre la que reposa una figura de bronce que representa la corteza
de un árbol, el artista nos obliga a preguntarnos qué está ocurriendo ahí. Algo
muy íntimo, parece decirnos, ha tenido lugar. He palpado el abismo y se parece
a estar desequilibrado y, en medio del desequilibrio, suspender lo que amamos
hasta que lo que amamos nos devuelva toda su plenitud, nos dice. El dolor, que
procede de interrogarse por el vacío del mundo, conduce a un deseo absoluto del
mundo, del cuerpo del otro, de la sanación in extremis, incluso de la
resurrección, diríamos. La madera, esto puede advertirlo cualquier espectador,
remite a la cruz, que a su vez remite al dolor y a la resurrección. Pero lo
singular en Hernández Verano es que todo el proceso está atravesado por una
especie de soplo muy difícil de definir: como si para cauterizar bastara con
soplar sobre los cuerpos.
Aquí termina un viaje por aquello que no se dice: lo innombrado se ha transformado en materia irradiante. Bien desde el más intenso de los negros metálicos o desde el blanco más profundo y embriagador, bien desde los tejidos más cálidos y hasta aromáticos, conectados con lo antiguo, bien desde los árboles que producen almendras y cortezas que mordemos y a las que nos abrazamos, respectivamente, para ahondar en la herida y volver sanados de ella, el viaje ha merecido la pena. Los guías del desierto dicen a veces que lo más cercano es lo más lejano, y viceversa. Estar en medio de un mundo sin lenguaje es como ver lo invisible: ese éxtasis no tiene nombre. Cesen aquí, pues, todas las explicaciones.
* José Herrera, Juan de la Cruz, Jesús Hernández Verano, De lo que no se dice, porque no es necesario, o no puede decirse, Bibli, Santa Cruz de Tenerife. Del 19 de julio al 11 de septiembre de 2020. Las fotografías que acompañan el texto son cortesía de la galería.
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