miércoles, 24 de junio de 2020

ENTRE DOS PLAZAS

2012. Miras por el ventanal de la peluquería el edificio marrón de enfrente: el sol golpea la fachada como si fuera verano. Es uno de esos momentos destacados; de los pocos que, pasado el tiempo, lo dejan a uno con la lengua fuera y sin nada que decir. Con una lengua que, como el sol que golpea la fachada, sale para fundirse con el aire y declina toda responsabilidad. Como si fuera verano. Mientras te lavan el pelo ya cortado, la inclinación de tres cuartos de la cabeza te permite ver una franja del edificio: dos ventanas, tres balcones. Todos con la lengua fuera.

2017. Una artista urbana da las últimas instrucciones a los operarios que han pintado en el lateral de un edificio una palmera estilizada con dos ramas enhiestas y una mocha. La palmera es azul y está plantada en un hoyo circular. En la parte baja, a la derecha, está la firma de la artista. Cabe suponer que lo pintado es obra propia, pero se plantean varias dudas. La primera es que debajo de la firma de la artista luce el logo de la empresa petrolera que financia el proyecto. ¿Quién es el dueño o la dueña de la obra? ¿La artista, la empresa, la comunidad de propietarios del edificio? La segunda duda es que los dos operarios montados en una grúa que están retocando la silueta de la palmera a las órdenes de una artista que vocifera desde la acera de enfrente, ¿son coautores de la obra? ¿Formarían parte del elenco de copropietarios de Palmera azul, junto con la artista, la empresa y la comunidad de propietarios del edificio?

1967. El dueño de la mayor biblioteca privada de la ciudad sube lentamente la calle tras tomarse dos wiskis de mala calidad en el café El Águila. En el portal se encuentra con una vecina que le pregunta si se ha enterado de lo ocurrido. Él le dice que sí, pero que hay poco que pueda hacerse. Al llegar a su piso repasa con la vista el estante de novelas existencialistas francesas. Le falta un Camus importante. No recuerda haberlo prestado.

2018. La mejor librería independiente de la ciudad cierra hoy sus puertas. Salda los libros que le quedan. Entre la multitud que la abarrota –cierra una librería si quieres verla llena– consigues un libro de Jean Follain. Mientras esperas tu turno para pagar en caja, lees. Un verano pasa / sobre el mundo / un perro tiene para diez años de vida / cada uno persigue su pasión / y si uno bebe vino fuerte / el otro repara la máquina / adecuada a su amarga venganza / o desnuda los pechos / de la anónima sirvienta / mientras el árbol tiembla / imperceptiblemente.

1949. Diez años ya desde que acabó la guerra. En todo este tiempo no ha podido olvidar aquel instante. Fue en el Frente del Ebro. Sus compañeros iban cayendo. Los veía precipitarse contra el suelo como manzanas podridas bajo las ráfagas de un viento terrorífico. Manzanas eran sus caras ensangrentadas. Manzanas, sus manos llenas de tierra. Manzanas, sus pupilas rojas en la congelada pasión de la victoria. No ha podido olvidar aquel instante. El momento en que se queda solo y sabe que va a morir. El vacío, después, es inmenso. La no muerte dura para siempre. Morir entonces hubiera sido conocer la vida.

1986. Tienes quince años y vienes de la Plaza de España. Llevas un libro en la mano, pero no consigue decirte nada. No lo entiendes, pero te empeñas en leerlo. Son tus primeros paseos solo por la ciudad y lo llevas en la mano como un amuleto. Cuando te sientas en un banco lees unas líneas. Levantas la mirada, miras pasar a gente de todo tipo, y lees unas líneas. El libro no te dice nada, pero en tus paseos lo lees hasta el final y el último día descubres su significado.

1999. Has regresado. Es el mes de junio. Quedaron atrás varios años de extrañeza o indefinición. Si alguien te preguntara quién eres, habría muchas respuestas que darle. Pero casi nadie pregunta, por suerte. Vas bajando la calle camino del mar. Hace tiempo que lo echas de menos. Los reveses de todos estos años quedan cancelados en unos segundos junto al mar. Cuando te alejas, dejando atrás el muelle y la estación del jet-foil, vuelven los tormentos, la distancia, el desamparo, la destrucción. Has regresado y es el mes de junio. Estás a punto de convertirte en otro y todavía no lo sabes.

2020. Después de mucho tiempo, has vuelto a la peluquería. Todo sigue como siempre. Tiene algo mágico esa esquina. En la parte alta del local siguen estando los lavaderos de pelo. Hoy te han hecho un corte de verano. Fresquito, desinhibido. Vuelve a ser el mes de junio. ¿No era tu mes preferido? Miras por el gran ventanal y en el edificio de enfrente unas cortinas danzan con la brisa. Salen por fuera de la ventana, entran. Salen y entran, una y otra vez. Se enredan unas con otras. Miras extático el mediodía a través del ventanal mientras las manos de Vicky, la peluquera, te masajean la cabeza.

1970. Frank Alexander clava en la pared los pezones de su madre seccionados con una tijera de podar. Luego, tras abrirla en canal, le saca el corazón, lo ata a una cuerda y lo cuelga en la misma pared. Compone una especie de macabra hierofanía. Una obra de arte formada por las partes más íntimas del cuerpo de su madre. Mientras tanto, en otra habitación, su padre retiene a Petra y Marina, las dos hermanas de Frank, que minutos después, en medio de salmos recitados por el padre y el hijo, serán igualmente asesinadas y evisceradas para gloria del Señor.

1998. Es marzo, poco antes de que empiecen los carnavales, y cruzas la Plaza de los Patos a media tarde. Una lluvia imprevista se derrama sobre las losetas de colores. El ruido que hacen las gotas al golpear en los árboles, en los bancos, en el suelo, en los coches que circundan la plaza, es agudo, metálico, como el de un tiroteo lejano. Te encuentras a una amiga que se resguarda bajo tu paraguas. Allí conversan durante los cinco minutos de lluvia más intensa. Lo que se dicen no se sabrá nunca, pues lo envolvió la lluvia para llevárselo a algún otro lugar en su deriva sobre las islas.

2015. Otro regreso. Ya has perdido la cuenta. A la calle le han hecho unas reformas. Han ido abriendo y cerrando tiendas. Ninguna ha perdurado demasiado. Solo las de toda la vida, como quien dice, siguen donde estaban. Hay en eso algo misterioso. Como si determinadas épocas fueran propicias a la perduración. O como si estos tiempos tardíos en los que vivimos estuvieran más expuestos a la inestabilidad. La gente pasa, sonríe, devora, tira. Tú te detienes y contemplas. Lo sientes todo lejano. Estás aquí, allí, en esta calle, en otro tiempo, lejos o cerca, no sabes.

1978. ¿Qué desea? Un jugo de naranja. ¿Grande o pequeño? Lo más grande que pueda. ¿Con o sin hielo? Con dos cubitos. Enseguida se lo sirvo. El niño tiene siete años y espera ansioso el jugo de naranja al lado de su madre. Póngame otro igual. Enseguida. La madre y el niño se toman sus jugos de naranja en la barra del restaurante. No hay clientela todavía. Son las diez de la mañana. Es un día caluroso de verano. La madre y su hijo tienen todo el restaurante para ellos. Dos jugos de naranja por los que pagarán una fortuna pero que recordarán toda la vida.

2011. Vas dejando atrás la fiesta y tu amigo, borracho, se apoya en tu hombro. El zumbido del carnaval se vuelve inquietante cuando la retirada es la última de las opciones. Es como si todo el mundo te gritara a tus espaldas: te insultara, te escupiera, te rasgara la ropa. Has atravesado como en volandas una multitud por la que parecía imposible pasar. El roce de cada cuerpo te erizaba la piel. Ver y sentir las pieles reales de cada cuerpo tan cerca de la tuya ha acabado trastornándote. Tu amigo se desploma en un portal al comienzo de la calle. Le das un beso para reanimarlo. Mucho después, cuando escribas sobre esta escena vagamente etílica, sabrás que la intención del beso era otra.

1990. La planta alta de la librería luce casi siempre vacía. Está reservada a los libros locales, que por alguna razón te atraen más que los universales. Buscas en ellos claves para entenderte, para entender la calle en la que está instalada la librería, el barrio que la rodea, los otros barrios que conforman la ciudad, el resto de la isla, con sus bosques, sus páramos y sus costas. Buscas en esos libros de autores desaparecidos con los que compartes un lugar que ya no existe para ellos el secreto de una vida que no existe más que para ti.
  
2016. El bar de toda la vida, en la esquina de Jesús Nazareno, está regentado ahora por una familia china. Todas las tardes, durante un mes, tomas allí un cortado natural descafeinado con sacarina. Miras hacia el balcón donde los Alexander consumaron su carnicería mesiánica. Piensas en los actuales inquilinos. La sangre que cada día imaginan en las paredes. Los cuerpos eviscerados que se les aparecen por la noche. Las huellas de las vísceras sagradas expuestas como en un fotomontaje. A veces compartes mesa con una señora de unos noventa años, fumadora empedernida, que vive en el otro lado de la calle. La dueña, en un español difícil de descifrar, te pregunta si no tienes inconveniente en compartir la mesa. Solo por su sonrisa al despedirte volverías a venir al día siguiente.

2003. Durante un tiempo se aficionaron al billar. Eran lo que hoy se llamaría una pareja interracial. Los otros parroquianos pensaron el primer día que eran auténticos profesionales, pero luego los vieron jugar y se desengañaron. Es verdad que uno de ellos jugaba mejor que el otro, aunque no siempre. Tomaban cerveza, o a veces ron, mientras jugaban dos o tres partidas. Así mataban el tiempo. Quienquiera que fuera quien dio pie a la afición, supo que no serviría para unirlos más. Se iban separando, como las bolas, a cada golpe, a cada partida.

1936. Ha conocido a una joven hermosa. Se la ha presentado un amigo en común. Fue en una velada en la calle General O’Donnell. Allí vive ella con sus padres, su hermano, sus dos hermanas. Es discreta, sencilla. Se recoge el pelo, muy negro, con una cinta que brilla cuando la luz de la tarde empapa los cristales. Su nariz es perfecta. Y sus ojos… En ellos cree ver un futuro compartido. Pero pronto saldrá hacia el frente. Ha estallado la guerra. Se casarán por poderes. Por mucho que la guerra, la posguerra, la pobreza, la infelicidad, la vejez y la muerte acaben separándolos, siempre recordará su perfil iluminado en aquella velada. Sus ojos y la promesa del futuro.

1994. En la pensión, antes de marcharse, comprueban si no se dejan nada. Han nadado toda la noche por aguas interiores. Han descubierto una pasión que, con el paso del tiempo, se convertirá en costumbre deleitosa. En los hombros reflejados en el espejo, detrás de esos hombros que desearía fundir con los suyos, coloca una mano en señal de despedida. Casi no han dicho palabras. Se asustarían de lo que piensan el uno del otro. Cada uno ha reconocido sus limitaciones y, al juntarlas, ha estallado lo imprevisto.

2020. Está sentado en la terraza de un bar, al comienzo de la calle. Es un lugar desde el que se tiene una buena perspectiva de la plaza: las altas edificaciones que la flanquean, con sus escaleras exteriores y sus laberínticas galerías, no están destinadas a viviendas. Hay comercios a pie de calle y en las tres primeras plantas. El resto, hasta los áticos, son oficinas que suelen estar desocupadas por lo elevado del alquiler. Algunas veces ha fantaseado con entrar en uno de esos edificios y pasar la noche recorriendo los pasillos y las galerías. Ha pensado que a alguien parecido a él podría ocurrírsele la misma idea y que tendrían un encuentro inesperado en una esquina, junto a algún ascensor.

1940. Mi abuelo materno ha tenido a su primer hijo. Ahora sí que ha comenzado una nueva vida. No sabe que veintitrés años después le detectarán un cáncer de próstata. Es un padre mayor, pero no importa. El pasado, los mil aromas de su juventud andaluza, las andanzas por las tabernas de los puertos y las faldas que revoloteaban en los saraos de los pobres: no cambiaría nada de eso por el niño recién nacido. En su primer paseo tras dar a luz, mi abuela le propone llevar al niño a conocer el mar. Van bajando hasta la playa de piedras y a mi abuelo, abstraído, se le superpone otra brisa a esta brisa, otro mar a este mar.

1991. Va a visitar al trabajo a la actriz que ha interpretado su primera obra de teatro. La acogida del público ha sido favorable. Nunca más escribirá teatro, pero recordará los saludos al auditorio, los aplausos, las flores en el escenario, el telón, las bambalinas. Toda esa magia, aunque aún no lo sabe, permanecerá de algún modo en lo que hará después. La actriz le ha dado la clave: no hay más espejo que el que se rompe. Así acaba la obra: con una mujer desesperada lanzándole una piedra a un espejo. Un recurso fácil y patético que, sin embargo, no dejará de asediarlo a partir de entonces. La actriz trabaja en una gris oficina gubernamental. Cuando salga, tras despedirse, el teatro se habrá convertido en sueño y el sueño será su forma de monologar.

1990. Esta es una ciudad pequeña. Él no ha tenido todavía experiencias sexuales. Como un autómata, reacciona siempre de la misma manera a las incitaciones callejeras. Lo hace especialmente ante la presencia de cierto individuo. Se trata de alguien joven, unos pocos años mayor que él. Cada vez que se lo encuentra, y esto ocurre con frecuencia, lo sigue a una distancia prudencial. Se recrea en su forma de andar, en el brillo de la nuca, en la espalda bien torneada, en el pelo castaño lacio siempre recortado. Cuando entra en una tienda, lo espera unos portales más abajo o se sienta en un banco bajo un flamboyán. En algún momento, quizá por cansancio, interrumpe la persecución. No hay nunca intercambio de miradas ni sabe a ciencia cierta si el otro sabe que lo sigue.

1979. La pequeña pecera ante la que el niño se queda extasiado está en el salón de la casa de un amigo. Su padre es un señor muy alto con bigote. Será la primera y la única vez que visitará la casa de su amigo y esa pecera quedará en su memoria. Cada vez que sienta el deseo de tener una pecera recordará la de su amigo. Se imagina que también ellos, esos niños de ojos extasiados, son peces que brillan en el interior de la gran pecera del salón hasta donde entra la luz por las puertas del balcón y las ventanas. Cuando el padre de su amigo se acerca hasta ellos para comprobar lo mucho que les gusta la pecera, su bigote le recuerda los de los peces gato  que ha visto en las láminas de un libro.

1993. Con veintidós años, y una cierta experiencia a sus espaldas, se ha convertido en un astuto aunque inofensivo depredador. Ha puesto los ojos en el vecinito de dieciséis años del número 15 de la calle de abajo, a quien ya le ha robado unas cuantas miradas de curiosidad y simpatía. Natalio, como se llama el joven, ya conoce el juego de las avenidas del parque, se esconde a veces junto al tronco de un árbol al atardecer y lo espera con suma paciencia hasta que él llega y le da un recado al oído. La madre de Natalio teme que su hijo sea corrompido, pero no sabe que, más allá de esos recados al oído –es verdad que, a veces, se los da en ambos oídos–, la corrupción de Natalio se limita a poner los ojos en blanco cuando recibe el recado: como si una dulce viscosidad se le infiltrara hasta el tímpano.

1987. Desde ese mostrador se veía ir y venir el mundo. Al fondo, a la derecha, detrás de una cortina algo envejecida, preparábamos los bocadillos de tortilla que eran el producto estrella de la tienda de ultramarinos. ¿La tienda? O el bar. O la charcutería. O el colmado. O el guachinche. O la taberna. Porque de todo era. Las conversaciones fueron adosándose a las paredes cuarteadas. Sabíamos que alguien había muerto cuando desaparecía de un grupo familiar. Los jóvenes que ayer venían con sus juguetes después del colegio aparecían a la semana siguiente con sus novias: con un bocadillo de tortilla pretendían deslumbrarlas. En cambio, había uno que siempre venía solo. Durante años pidió un barraquito. Un día se pasó al vaso de vino. Pronto le saldrán canas en las sienes. Siempre llevará un libro distinto bajo el brazo.

1984. Salgo al jardín en mangas de camisa. No hay mucho que hacer, pero siempre se puede limpiar algún parterre, recoger unas hojas, refrescar el hibisco. Mamá ha estado hoy peor. Los calores no le sientan bien. La senté en la mecedora del cuarto de costura y abrí la puerta de la calle y la ventana del patio para que se formara corriente. Me confundió con su padre. Mi abuelo, al que no conocí. Quizá sea verdad que nos parecemos. Las fotos lo muestran como alguien más esbelto que yo, con mejillas menos fofas y rasgos más marcados. Pero incluso en sus últimas fotografías aparece más joven de lo que yo soy ahora. Cuando falte mamá, la casa será demasiado grande para mí. Sé que no tendré ánimos para cambiar nada y que la pintura de las paredes irá perdiendo brillo. Nos iremos marchitando, la casa, el jardín y yo. Pero seguirá siendo la única casa con jardín de esta calle y mamá será siempre la mujer más guapa del mundo.

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