Creo que era, al menos para mí,
pero quizá también para ella, el primer viaje que emprendíamos solos. Quiero
decir yo solo, sin mis padres, y ella sola, sin los suyos. No recuerdo si
viajamos juntos, aunque es lo más probable, pues veníamos de la misma isla. Nos
instalaron en un hotel cerca de la avenida marítima. Tengo tan borrosa la
ceremonia de entrega del premio que ni siquiera sé si la hubo. Pero para qué
habrían de habernos convocado, hecho viajar, pagado una noche en un hotel si no
era para asistir a una ceremonia oficial de premiación. Es muy probable que
cada uno haya tenido que leer en ese acto algún fragmento de su obra ganadora,
en mi caso unos poemas, en el suyo unos fragmentos de cuento o el cuento entero.
Para mí era como si me hubieran
catapultado al fin del mundo. Eso es lo que ocurre cuando uno ha estado tan
dentro del cascarón –materno, hogareño, familiar, insular– y, de pronto, el
cascarón se rompe y asoma fuera una realidad desconocida: la soledad de la zona
de embarque de un aeropuerto, un vuelo sin compañía, la recepción en otro
aeropuerto por parte de unos desconocidos, una habitación de hotel –la primera
habitación de hotel de mi vida, supongo, donde dormí solo, la primera de una
larguísima lista de habitaciones de hotel donde he dormido solo–. Para ella,
sin embargo, me parecía que la experiencia era menos turbadora, como si la
hubiera vivido intensamente por adelantado o como si estuviera acostumbrada a
una mayor soledad, a mayor intemperie, a habérselas con lo nuevo con más
frecuencia que yo.
En esa otra isla a la que
viajamos transcurrirían mucho más tarde momentos importantes de mi vida que,
con el paso de los años, he ido asociando inconscientemente a aquel primer
viaje y, por eso, a ella, a mi recuerdo de ella. Cada viaje a esa otra isla era
una suerte de renovación de lo entonces vivido, una especie de nueva
oportunidad de encontrarnos, una oportunidad que nunca, en ningún caso, se
cumpliría, pero que no por eso dejaba de serlo. Cada nuevo viaje hasta allá
era, en cierto modo, como rebobinar el tiempo hasta un momento primitivo, hasta
algo que no había tenido lugar pero que seguía existiendo, unos segundos solos
en el ascensor al volver a nuestras habitaciones, la despedida en su planta,
anterior a la mía en el sentido de subida, las miradas intercambiadas durante
unos segundos en ese preciso momento, mis divagaciones al sentirme encerrado por
primera vez en una habitación de hotel debajo de la cual, en otra habitación de
hotel, estaba ella, también encerrada, las fantasías devanadas sobre la
posibilidad de salir con alguna excusa al pasillo para, con un poco de suerte,
encontrármela, o incluso de ir hasta su habitación y tocarle con alguna excusa,
la de seguir reviviendo los momentos vividos en la ceremonia olvidada, la de leernos
algunas partes de nuestras obras mientras la noche se prolongaba un poco más y
no hacía falta dormirse tan temprano o la de dar un paseo, ya solos, sin la
compañía de nuestros entrañables anfitriones, por la pequeña ciudad costera y
colonial, alcanzar el espigón entrevisto desde lo alto, desde la fortificación renacentista
visitada junto a nuestros amables cicerones, para escuchar el batir de las olas
y sentir el flujo de los instantes que nacen y perecen en medio de los jóvenes
cuerpos que quizá de ese modo, forzados por la soledad de la noche, habrían de encontrar un modo de acercarse.
No creo que hubiéramos cumplido
todavía los dieciocho años. Habíamos ganado un certamen literario para jóvenes:
yo, el primer premio de poesía; ella, el primer premio de cuento. Las dos
obras, junto con un accésit por cada modalidad, se publicaban en un único
volumen que llevaba, así, las obras de cuatro autores jóvenes y, por tanto, supuestamente
prometedores. Pero que la juventud no siempre era sinónimo de promesa lo sabíamos
porque el certamen llevaba el nombre de un autor joven que había muerto con
dieciocho años dejando una breve pero intensa obra truncada. Presentarse a ese
premio era por entonces la ilusión de muchos escritores noveles. Las bases,
recuerdo, salían publicadas cada año en un periódico que era a su vez el
coorganizador del premio. Los otros organizadores eran los editores del libro
que cada año contenía las obras premiadas y los accésits. Se trataba de un
matrimonio que por entonces debía de estar rozando la cincuentena. Ambos eran
actores además de editores. Cada año recibían a los ganadores del premio –a los
accésits no se los invitaba– y los acompañaban en una especie de morosa visita
guiada que tenía lugar a media tarde, unas horas antes de la ceremonia de
entrega de los premios.
Aquella tarde partimos del
hotel, nos adentramos en las callejuelas hasta la plaza principal de la ciudad,
visitamos un par de iglesias coloniales, recorrimos la calle más larga y ancha
de la pequeña capital –la llamada calle
real– y subimos por escaleras y callejones empinados hasta unos miradores que
coronaba la fortificación antes mencionada, desde la que se divisaba un buen panorama
de la ciudad con su bahía. Fue allí donde nos dijeron, y no sé por qué lo
recuerdo tan nítidamente, que el tiempo era algo tan fugaz que a ellos les
parecía que ayer eran todavía una pareja joven y hoy se veían ya camino de la
vejez. Nos invitaban a vivir intensamente la vida porque, aunque no tuviera más
consistencia que el humo o que las nubes, la sensación de no haberla vivido
como correspondía en su momento procuraba amargura después, y esa amargura era
un peso insoportable de sobrellevar cuando la mejor parte de la vida ya había
pasado.
Creo que era él quien principalmente
verbalizaba estas ideas –que quizá no eran tan minuciosas como yo las
recuerdo–, mientras que ella actuaba como su contrapunto silencioso y
contemplativo, con aquella mirada lánguida, su vaporosa pamela rescatada de
otra época, sus andares melancólicos por callejuelas detenidas en el tiempo. Si
uno podía pensar que él no se mostraba del todo convincente, pues los jóvenes
no suelen creerse lo que los adultos les dicen, y menos cuando el discurso se
refiere a lo perecedero de la vida, bastaba con verla a ella, con sentirla,
para notar que ambos estaban en lo cierto, que eran la absoluta encarnación de
lo que declaraban y que, aunque no se supiera muy bien si lo hacían porque el
paseo les invitaba a pensar en voz alta o, más bien, porque creían que era una
enseñanza imprescindible para jóvenes escritores confrontarlos con la fugacidad
de la existencia, sus palabras eran auténticas y habían sido vividas en carne
propia.
No recuerdo más conversaciones.
Se han desdibujado la cena, el desayuno, la despedida de nuestros anfitriones,
el viaje de vuelta, la llegada a nuestra isla, el momento en que nos dijimos
adiós, cada uno de vuelta ya a la compañía de sus padres en medio del tumulto
del aeropuerto. Sospecho que ni siquiera nos dejamos una forma de contacto, o quizá
yo le entregara el número de teléfono de mi casa anotado en una cuartilla
doblada, quién sabe.
Ella era alguien que desprendía
ausencia todo el tiempo. Ausencia o extrañeza. Su mismo nombre, y hasta su primer
apellido, eran de origen extranjero. Combinados con un segundo apellido
profundamente español, el resultado era exótico. Un exotismo que desprendía
también su figura: la recuerdo pelirroja, con los ojos levemente achinados, pecosa,
con una trenza no demasiado larga, aunque a veces la veo también con el pelo
suelto, corto, como si fuera varias personas a la vez. Callada, de mirada
introvertida pero intensa. Aparentemente mucho más madura que yo, pero con la
misma indolencia juvenil. Había ganado el premio con un cuento que llevaba un
nombre extranjero de mujer que se parecía mucho al suyo, como si fuera un
anagrama. Lo leí aquella noche antes de dormir: hablaba de alguien que se
parecía a ella, mucho más de lo que mis poemas hablaban de alguien parecido a
mí.
Lo que olvidaron decirnos
nuestros anfitriones en aquel primer paseo de nuestra vida de adultos es que,
además de fugaz, la vida también es caprichosa. A unos nos lleva por un lado y
a otros por otro. Los caminos no siempre se cruzan. No se nos expone a todos a
los mismos peligros. Y, aun cuando se nos expusiera exactamente a los mismos
peligros, unos sucumbimos a ellos y otros no.
La mejor manera de homenajear
al joven escritor muerto en un accidente con dieciocho años cuyo nombre ostentaba el
premio para jóvenes escritores que ella y yo habíamos ganado era morir en un
accidente a los dieciocho años. Eso era lo coherente y eso es lo que ella hizo.
No sé cómo me enteré. Probablemente fueron nuestros anfitriones quienes me
llamaron para comunicármelo. Al parecer había sufrido un accidente de tráfico
poco después de nuestro regreso. Muerte en el acto. Su nombre había dejado de
representarla. Lo único que quedaba ahora era su cuento. Su único cuento, pues
no debió de tener tiempo de escribir nada más.
En él, me dije,
en ese cuento escrito a los diecisiete o dieciocho años, debía de haber algo que le diera algún sentido a todo esto. Al recuerdo del
viaje en el que nos conocimos; de aquel primer viaje solos en el que, fugazmente,
cruzamos unas miradas que siguen transportándome a lugares desconocidos y
fascinantes. A la fugacidad de la existencia materializada no en la madurez de
unos actores cargados de memorias, ni en la madurez de un escritor que tiene
ahora la edad que ellos entonces, sino en la desaparición repentina de una
muchacha de dieciocho años a la que le gustaba escribir. Algo, algo, me dije,
debe de haber en ese cuento que nos permita recomponerlo todo, regresar una
vez más a aquella isla y cerrar el círculo que quedó interrumpido. No me iba a resultar
fácil encontrar un ejemplar del libro que presentamos aquella tarde en una
ceremonia de la que no recuerdo nada. Pero en algún lado debía de haberlo
guardado. Lo abriría, tembloroso, releería primero mis poemas adolescentes,
poemas de amor escritos antes de haber conocido el amor, y luego pasaría las
páginas hasta llegar a su cuento. Me detendría en su título, ese nombre de
mujer parecido al de ella, un nombre en el que ella había querido desaparecer, igual
que aquella noche en el pasillo del hotel, igual que, más tarde, en una autopista
cualquiera de la isla. Pasaría otra página y comenzaría a leerlo. Su único cuento,
escrito con diecisiete o dieciocho años. Entre esas líneas, que eran todo lo
que quedaba de ella, debía, me dije, haber una respuesta.
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