De un tiempo a esta parte, ha
proliferado en este avispero de los mil demonios un tipo de escritor que, a
falta de otra cosa mejor que hacer, juega a los dados media hora todos los
domingos, sólo que no con dados de verdad, ni con casitas de fantasía, sino nada
menos que con palabras. Y no con grandes cantidades de palabras, sino con unas
pocas, con unas pocas palabras que, de tanto manoseo –son ya muchos,
incontables los domingos que este tipo de escritor lleva jugando a ese juego–
han quedado completamente desgastadas, borrados de sus bordes los significados,
las cifras, de tal manera que las palabras, los dados con que juega, se han
vuelto intercambiables, sirven lo mismo para componer un artículo que un
cuento, un poema que una crítica de arte, un discurso que un aforismo.
Yo no sé si se trata de una
enfermedad provocada por el sinvivir que significa vivir en islas tan sucias y pequeñas
o de una especie de epidemia que se propala a golpe de exposición, de plaquette, de ratón. Veo aquí y allá
cómo las sacrosantas instituciones que en otro tiempo defendieron la libertad
del pensamiento, la autonomía de la palabra y la crítica al poder caen en
brazos de esta pléyade de modernólatras, de estos cruzados de la pureza que,
provistos de unos pocos libros de poemas por montera, o de una dilatada
experiencia en la participación en talleres de traducción colectiva que, sin
embargo, no parece haberlos animado a traducir libro alguno por cuenta propia o,
en algún otro caso, munidos de un único libro aderezado de plúmbeas poéticas
explicativas de tanta parquedad, se han acantonado lo más cerca posible de todo
tipo de fundaciones, museos, concejalías y festivales con el legítimo objetivo de
proclamar a los cuatro vientos las virtudes de su discurso modernófilo –además,
claro, de poder echarse algo de vez en cuando al coleto.
Cansino resulta ya leer una y
otra vez los mismos anatemas contra la posmodernidad, las mismas citas de Valéry
y de Gadamer, el anquilosamiento de las lecturas, la insipidez de los
discursos, el sospechoso parecido de las prosas de unos y de otros, en definitiva:
el círculo vicioso en que han caído unas mentes que aprovechan cualquier
oportunidad, cualquier tribuna, para adoctrinarnos a todos, con la certeza que
dan los oropeles de provincia, sobre unas verdades que son, cuando menos, cuestionables.
La literatura y el arte de
vanguardia –Klee, Celan, Webern– no necesitan a estos señores para que
los defiendan. Lo que se necesita es que estos señores comprendan alguna
vez que su monolítico discurso, instalado en una nostalgia de lo que ni
siquiera vivieron y mucho menos han comprendido cabalmente –¿cómo si no podrían
escribir lo que escriben?–, los invalida como intelectuales. Lo que sería
deseable es que, de una vez por todas, se atrevan a desembarazarse de dogmas y
doctrinas, de anteojeras y prejuicios, de mímesis y seguridades.
Si todavía creen que su
vocación es la escritura, ¿no sería quizá saludable, uno de estos domingos,
que se dieran una vuelta por ahí, lejos de las divinidades luminosas, que dejaran a un lado
los amaneceres tutelados, se tiraran a sí mismos del aguijón y vieran si así es
posible nombrar el mundo de otro modo, con otros presupuestos? ¿Es decir: que dejaran
de escuchar por un día la voz interior que clasifica y relega, el discurso
predeterminado que instaura y ordena, el metrónomo que halaga la cantinela y
condena las discordancias, los arrebatos, los vuelos? Por otra parte, empieza a
ser alarmante que, camino de los cincuenta, algunos estén más preocupados por
hacerse un nombre entre los próceres de la cultura insular –acudiendo, si
hace falta, a comisiones parlamentarias en las que disfrutan hablando de sí
mismos y de su grupo de amigos como ejemplo de creadores a los que no se ha
atendido como se hubiera debido– que por escribir algo de valía, algo que no
siga estando a la sombra de otros nombres.
Los lectores, los museos, las
universidades, la red no están ahí para sufrir cada semana las cargantes
proclamas de estos señores que, lo han demostrado con creces, no tienen ya nada
que decir. La coralidad que en otro tiempo defendieron –una coralidad que no
era probablemente sino un subterfugio con el que los menos dotados pretendían camuflar
su medianía– se ha revelado con el paso del tiempo como un sistema de
complicidades que les permite ayudarse los unos a los otros a mantenerse a
flote en este avispero de los mil demonios.
En un poema publicado recientemente
por Alejandro Krawietz se habla de unas piedras que “los parias” arrojan
sobre unos “jóvenes” que han sido convocados a no se sabe bien qué por un ser
de rostro luminoso. Pero esas piedras, según se lee en el mismo poema, las
habían rescatado de la noche los jóvenes como regalo para los parias. Las habían
suspendido sobre sus propias cabezas a modo de ofrenda. Y los parias, ¿no las convierten
entonces en un arma arrojadiza porque se atreven a desestabilizar la posición, la posición central,
que ellos, los descubridores del tesoro, han establecido para esas piedras? (Piedras,
por cierto, que si fueran, al menos, rubíes o zafiros, explicarían tanto celo,
pero ¿qué son, qué son esas piedras, tienen más valor que el mero cascajo, señor Krawietz?)
Quizá si los detentadores de
la claridad se pararan a pensar por un momento que el resto de los mortales
estamos hartos de sus seguridades y de sus dioses, de sus escuelas y de sus
coros, sería mucho más fácil volver a recuperar cierta cordura: la de un
espacio literario en el que la poesía que se escriba no nazca encadenada por poéticas manidas, en el que un autor de casi cincuenta años no acuda a un recital a demostrar soporíferamente lo bien aprendida que lleva la lección; un espacio, en definitiva, en el que las divergencias y las individualidades no sean
denostadas como lo son, a día de hoy, en este avispero de todos los demonios.
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