lunes, 22 de septiembre de 2025

LA CASA DE TAIDÍA

Para Acerina Cruz.

 

Oh, si yo pudiera regresar a entonces, a aquella casa de Taidía que estuve a punto de comprar. La recuerdo solitaria, engastada en un recodo de la ladera, como si la hubieran abandonado allí desde hacía un tiempo inmemorial. Era una casa como para atrincherarse en ella. Nada más verla, cuando el agente inmobiliario me estaba esperando en lo alto del camino, me dije que alguien que se dispusiera a comprar aquella casa, alguien como yo –o como el futuro comprador que finalmente acabara comprándola– debía de estar hastiado del mundo y sus apariencias, desencantado con todas las agitaciones, convencido de la necesidad de dejarse caer en la inmensidad de la inexistencia; alguien así debía de estar o bien loco o bien desesperado, quiero decir absolutamente ávido de aislamiento y de una paz duradera para sus turbadoras visiones. Oh, supongo que si al final no compré la casa de Taidía es porque creí que mi caso podía resolverse de otro modo. Yo iba con mucha frecuencia por aquella carretera solitaria y me perdía por los barrancos. No sabía gran cosa de aquella isla y adoraba permanecer en aquella ignorancia, es decir, encontrarme con cada lugar como si fuera la primera vez. Cuando salía del trabajo, compraba la comida en un negocio que me la preparaba para llevar, con cubiertos de plástico y todo. Paraba el coche en cualquier apartadero y descendía o subía por el primer camino que encontraba hasta que llegaba a alguna rala arboleda o a algún resquicio de sombra entre los riscos y me sentaba a comer. Era con frecuencia un pollo asado, pero otras veces comía sancocho de pescado o judías compuestas. Oh, recuerdo que, cuando el agente inmobiliario, tras la visita de rigor, me permitió quedarme unos instantes a solas en el interior de la casa, me imaginé sentado en un sofá, acechando a los improbables visitantes que vendrían subiendo por el camino, tras haber preparado un café turbio que no tendría sentido ofrecerles, perdido en ensoñaciones relacionadas con los recovecos de los alrededores. Ese era yo en Taidía. O ese era el yo que allí me imaginaba. ¿Podría suceder que todo aquello lo haya imaginado después, o esté imaginándolo ahora, y que mi visita a la casa hubiera sido una de tantas que hice por entonces? Oh, siempre pensé que fue un error rechazarla para comprarme la otra, aquella en la que durante una temporada fui tan poco feliz. Y es que la casa de Taidía no se andaba con bromas. Lo supe cuando la recorrí de afuera adentro, desde la cocina hasta el patio, atravesando las habitaciones, rodeándola hasta llegar al cubículo trasero, en el que me imaginé colocando estanterías con cráneos y húmeros de animales que me iría encontrando en mis paseos por los barrancos. Había dos ventanas, una a cada lado de la puerta delantera. Era como una casa dotada de un rostro. Y ese rostro no sonreía nunca, se fruncía en un gesto de inveterada amargura o, hacia el atardecer –que fue el momento de mi visita–, adoptaba más bien un rictus de insegura nostalgia. Era como si la casa estuviera siempre recordando algo.  Oh, la soledad que allí se sentía estaba cargada de presencias. Si se miraba hacia lo alto, hacia el más elevado de los riscos, se sentía con un estremecimiento la posibilidad de que una enorme piedra rodara un día por la ladera y aplastara la casa junto con su solitario habitante. En aquella época no había teléfonos móviles con cámaras, por lo que no conservo imágenes del lugar. Tampoco he vuelto a pasar nunca por allí. Quizá ni siquiera daría hoy con la entrada a la propiedad. La casa no estaba rodeada por jardines ni por nada que se le pareciera, sino que ocupaba el centro de una especie de terraplén erigido a media altura hasta el que subía un único camino perteneciente a la propiedad; apenas si había unas pocas macetas con algún cactus reseco rodeando la casa. En invierno, imaginaba, debía de ser fría, pues se encontraba a considerable altura. Desde la casa, si no recuerdo mal, se podía contemplar el Risco Blanco, que era como una cara sin ojos, sin nariz y sin boca, que, sin embargo, nos miraba desde lejos, parecía susurrarnos mensajes incomprensibles y, como un animal prehistórico, olfateaba a través del viento nuestras ínfimas presencias, por lejos que estuviéramos. Oh, ninguno de mis amigos supo nunca que estuve a punto de comprar aquella casa de Taidía. Podrían haberse celebrado allí las fiestas más extravagantes, los rituales más atípicos, las orgías más sabrosas, pues el aislamiento del lugar era total. Los únicos vecinos eran las cabras que caracoleaban por las laderas. Cuando terminó la visita, tras despedirme del agente inmobiliario, descendí por la carretera hasta la costa –donde entonces vivía– soñando con el día en que estaría instalado allí, en aquella atalaya destartalada, insalubre, probablemente infestada de piojos y frecuentada por las ratas de campo, pero feliz, oh, de haber dejado atrás todo lo que por entonces se me hacía tan difícil de sobrellevar.    

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