Mi querido Félix:
Estos días he vuelto a leerte. Durante
mucho tiempo he tenido el deseo de escribirte, pero siempre lo he postergado. Llega
un momento en que las cosas no pueden postergarse más.
175 metros de distancia (según
Google Maps, un utilísimo mapa virtual que han inventado) median entre el
número 91 de la calle San Martín y el número 98 de la calle Méndez Núñez. El siglo
XX en el que nacimos ya hace tiempo que es historia. Vine al mundo cinco años
antes de que tú murieras. Pasé mi infancia en el número 91 de la calle San
Martín. Me viste quizá alguna vez, de la mano de mi madre, cruzar la calle
Méndez Núñez en dirección al parque (parque que para ti era el de las miradas y
para mí, entonces, el de los juegos). Ninguno de los dos tiene memoria del
otro, tú porque fuiste el prisionero de la memoria olvidada –la doble memoria
olvidada de la vida y de la muerte–; yo, porque el olvido recordado –el de la
no vida y el de la no muerte– no siempre se transfigura en memoria a través de
la escritura. O quizá, también, asomado a la ventana de la que era la casa de
mi abuela, frente al parque, te vi yo alguna vez, ¿eras tú aquel chico mayor
que me pidió prestado el monopatín y me lo devolvió después de proyectar en el
aire unas cabriolas entre locas risotadas?
Ayer terminé de leer tus Obras completas, las que ha publicado
este año la editorial Demipage. Conocía tu poesía y tu diario. Tu diario fue lo
primero tuyo que leí, quizá con una edad similar a la que tú tenías cuando lo
escribiste. Julio García Monclús, el dueño de la librería Goytec, pariente
político de mi padre, me dejaba pasar allí las tardes. En la planta alta, en la
sección de literatura canaria, no solía haber nadie y era un lugar perfecto
para leer. Debía de ser reciente la edición de Yo hubiera o hubiese amado, el volumen que contenía tu diario del
año 1974. Recuerdo que lo leí una de aquellas tardes y que siempre lamenté después
no haberlo comprado. Al releerlo ahora, compruebo que muchas de aquellas
páginas quedaron impresas en mi memoria y han permanecido casi treinta años en
ella: tus lecturas, en parte coincidentes con las mías de entonces, tus
encuentros con los amigos (esas amistades de la adolescencia que nunca volverán
a repetirse: al menos no con la misma intensidad), las llamadas que te hacía la
misteriosa Voz de la que estabas enamorado, la música desgarrada que te hacía vibrar,
y los poemas, poemas que iban surgiendo en tu cuaderno como flores en un jardín
cubierto de cenizas. No sentí entonces el pudor que siento ahora al leerte:
entonces era como compartir un secreto entre adolescentes; ahora yo soy un
adulto que curiosea entre las intimidades de un joven. Ser joven para siempre
produce estos extraños efectos.
Con tu poesía siempre he tenido
más dudas. La he leído en tres momentos (creo que te hemos leído mucho, al
menos aquí en Canarias, por lo que sé de otros lectores tuyos a los que
conozco). La primera vez fue entonces, en Goytec: tu diario incluía muchos de
los poemas que luego formarían La memoria
olvidada. En ese contexto, eran poemas deslumbrantes, frescos, engarzados
en tu día a día de adolescente culto, sensible y voraz. La segunda vez fue
hacia 1992 o 1993, poco después de publicarse en Hiperión La memoria olvidada, el libro que recopilaba la mayoría de tus
poemas. En aquella ocasión hizo su aparición un cierto desencanto: si aquello
era todo lo que había, todo lo que habías escrito como poeta, era preciso reconocer
que se trataba de una obra en ciernes, más abocetada que conseguida, con unos
cuantos poemas deslumbrantes que destacaban entre una mayoría de poemas que no
estaban a la altura de aquellos. ¿Pero qué importaba esto? El rayo seguía
estando ahí, la brújula seguía apuntando a comarcas imprevistas, y lo casi
milagroso de tu breve trayectoria me seguía encandilando como el primer día.
Esta semana he vuelto a leerte, esta vez, como te decía, en la nueva edición de
Demipage, un volumen que recoge buena parte de lo que escribiste (no
estrictamente todo, al decir de algunos expertos, y lamentablemente sin
criterios filológicos rigurosos). En cuanto a la poesía, ahora soy un lector más estricto que hace años. He marcado unos veinticinco poemas memorables; el resto no está, me parece, a la altura. ¿Y qué? ¿No es maravilloso que con dieciocho años hayas escrito veinte poemas que leeremos una y otra vez? Por otra parte, en este volumen he leído por primera vez El don de Vorace, tu novela publicada en
1975. La desazón del ser. El deseo de ser otro. El extravío de la vida. El
hacha de los sueños. La búsqueda incansable. Es un libro inquietante que me recuerda
a Crimen, de Espinosa, a Cerveza de grano rojo, de Arozarena, a Los puercos de Circe, de Alemany; es decir,
a la mejor narrativa que se ha escrito en Canarias.
Para nosotros tu mito o tu
leyenda han sido siempre tan poderosos como tu obra. Como en otros escritores
de biografía accidentada, quizá en tu caso no sea tan fácil separar ambas
vertientes. Te hemos admirado mucho y te hemos envidiado mucho. La dirección del piso de Méndez Núñez la busqué anoche en internet (internet es una red virtual de intercambio de datos que se
inventó hace un par de décadas).
Al parecer tu hermano José Bernardo sigue viviendo allí, en Méndez Núñez 98.
Esta mañana estaba yo sentando en el café que hay en la esquina de San Martín con
Méndez Núñez. Ahora es una franquicia, pero cuando era niño había allí un
bar que se llamaba Galaxy y que era atendido por un matrimonio mayor con fama
de malas pulgas. Me estaba tomando el café de media mañana cuando de pronto vi
pasar a un señor vestido con ropa deportiva, el pelo corto, algo canoso, de unos
cincuenta y cinco años. Lo vi casi de perfil, pero supe que era José Bernardo.
No podía creérmelo: ayer por la noche había buscado alguna foto suya, pues en
la edición de Demipage figura casi siempre como el autor de las fotografías,
pero su rostro no aparece sino en una de cuando era niño. Encontré dos fotos
suyas en internet: la primera en un blog en el que se publica un
poema suyo y la segunda en un periódico que daba noticia de la presentación de
tus Obras completas. En esta última
José Bernardo aparece en una mesa junto a Villanueva y Aramburu, editor y
prologuista del volumen, respectivamente, en la Feria del Libro de Las Palmas. Esta es la foto
que me permitió identificarlo esta mañana.
Pero aquí no acaban las
coincidencias. Como las desgracias, nunca vienen solas. Ya lo he comprobado
muchas otras veces. Basta abrir la caja de Pandora para que empiece a
encadenarse un hecho tras otro, a cuál más inquietante. Estaba siguiendo a José
Bernardo con la mirada hasta que a la altura de la esquina con San Antonio ya
no pude verlo más. Entonces volví al libro que estaba leyendo: Crónicas de motel, de Sam Shepard. Iba a
empezar el cuarto párrafo de la página 17: “Una noche entré dormido en el baño
y me metí en la bañera. Me encontraron allí, tendido de lado y durmiendo. Su
reacción fue esta vez más severa que cuando me encontraron al final del
pasillo. Una entonación levemente preocupada asomaba a sus voces. Por algún
extraño motivo creían que meterme en la bañera resultaba una extravagancia. Una
chifladura quizá.” El cuento trata de un niño sonámbulo al que sus padres
castigan porque creen que finge serlo. A Sam Shepard nunca lo había leído. Murió hace unos días y por eso compré el libro. Me quedé un rato con la mirada
perdida antes de terminar el relato.
Pagué mi café y fui hasta el número
98 de Méndez Núñez. La calle está en obras. Le han abierto las entrañas y el
ayuntamiento ha garantizado que la dejará dos veces peor que como estaba antes.
Entre otras cosas, han arrancado los árboles de la acera izquierda y afirman
que ya hay demasiados árboles en la ciudad y que no van a devolverlos a su
lugar original. ¿Que la democracia es la voluntad del pueblo? ¡Y un carajo! La
democracia es la voluntad de la sobrina del alcalde y del suegro del concejal
de urbanismo. ¡Cuántas veces no habré pasado por delante de Méndez Núñez 98 sin
saber que fue allí donde todo ocurrió! Miré hacia arriba, no sabía cuál era el
piso. Había una señora asomada en el último balcón. No creo que la vida haya
cambiado mucho en estos cuarenta años, al menos en este barrio. Es verdad que
nos hemos vuelto más virtuales, hoy no hablaríamos con una Voz al teléfono,
sino con treinta o cuarenta, y por diferentes medios: en los chats, en las aplicaciones
de móvil, por whatsapp (otro día te explicaré estas novedades que nos han
vuelto a todos locos). No sé si te gustaría. Atrapados como estamos en estas
múltiples redes de comunicación virtual, nos parecemos a ese pájaro que tú
describías en alguna parte: contento de estar en la jaula porque sabe que todos
sus congéneres también están en ella. Las únicas escapatorias, mi querido
Félix, siguen siendo la poesía, el vino, la locura y la muerte.
Te mando un abrazo (lo menos
virtual posible).
P. D. Te alegrará saber que Catherine
Deneuve sigue estando tan guapa como siempre.
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