No irás nunca, me dijo, al extrarradio de los huesos
tristes. Ese lugar en donde el sol amanece a duras penas, en donde los perros
andan sueltos con correas prestadas, en donde en los jardines comunitarios las
colillas permanecen ardiendo varios minutos después de haber sido tiradas. Allí
donde los pasillos de las urbanizaciones están decorados con marinas de colores
chillones y donde en las salas, al atardecer, grandes cuadros enmarcados con
marcos grasientos revelan la imposible conjunción de verdad e impostura. No
irás nunca, me dijo, a un lugar que está señalado con los huesos de los padres
muertos antes de tiempo, de todos aquellos que abandonaron a quienes querían
porque la vida era más imperiosa que el mismísimo amor. Ese lugar en donde los
huesos de los hijos yacen en la inclemencia de tumbas abiertas en medio de los
caminos; ese lugar donde las madres fuman y afirman haber olvidado hace mucho
tiempo el rostro de sus hijos disuelto en la niebla de las madrugadas
alcohólicas. Digo que no irás nunca allí, nunca a ese lugar de perdición y de
ausencia, a ese extrarradio de los huesos tristes. Para llegar allí tendrías
que atravesar casi de borde a borde la isla entera, introducirte por laberintos
de plataneras y adosados, hollar los terraplenes donde aparcan por la noche los
clientes de las casas de citas y aparcar junto a jardineras abonadas con
desperdicios. Los jóvenes buscan allí entre la basura los anillos de latón de
compromisos inciertos. Se los ve por la tarde, en camisetas de asillas,
revolviendo entre los restos oxidados de electrodomésticos, tubos de escape y tejados
de uralita. Para qué vas a ir allí, ¿para asistir a las bodas
de la podredumbre con la gracia, a la gran ceremonia de apertura del club de
los devastados, al extraordinario palique del nota con el nota, a la petanca
junto a los bancos del no parque, al farfulleo del bar en el que se reúnen los
domingos los farloperos que la noche anterior se despacharon a gusto con ucranianas
recién llegadas por veinte euros la hora? La jarana que arman se escucha en
todo el extrarradio. ¿Para qué vas a ir allí?, repitió. Restos de lo que nació
como resto, desperdicio de lo que surgió ya perdido desde el principio,
disolución de lo que nunca tuvo solución: así es todo allí, nunca lo olvides. Sólo
los que allí viven no ven la descomposición, por lo que la única manera de
luchar contra ella sería en el fondo haber nacido allí. Pero nacer allí no es
algo que se elija y nunca lo conseguirías yendo allí. Hace falta ser uno de
ellos, uno de esos padres que se descoyuntaron en medio del amor, una de esas
madres que aullaron en la noche la vergüenza de tanto malparir, para estar por
encima, como en una nube, o como en una alfombra voladora de hachís y de ácido,
por encima, te digo, de la descomposición de todo. Entonces lo verías: mirarías
hacia abajo y verías los complejos residenciales pintados de verde, las
jardineras que alguna vez estuvieron plantadas con rosales, los no parques
poblados de no columpios en los que juegan no niños transformados en parques
poblados de columpios llenos de niños. Lo que se oye allí por las noches, continuó,
nunca podrás imaginarlo. Te serán ahorrados los ruidos de los huesos que
lloran. Te serán evitados el crujir de los amaneceres sangrientos, la pulpa de
las paralíticas tardes, el estertor de las noches cancerosas. Ni por un
instante podrías imaginar lo que viajar allí supondría para ti, recalcó.
Aquello, el extrarradio de los huesos tristes, no es como uno de esos lugares a
los que puedes ir sin consecuencia alguna. Tendrías que estar dispuesto a
convertirte en algo distinto de lo que eres si quieres visitarlo. En algo
parecido a la carroña. En algo similar a la peste. A la peste que serías para ti mismo y
para los demás.
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Yo no sé por qué, no es una comparación de estilos, pero leyéndolo me vino a la mente Isaak de Vega y sus ambientes entre oníricos y reales, con un aire siniestro, opresivo, que nunca he sabido (tampoco es que me haya puesto a trabajar en eso, ni ganas de desvelar el misterio) fijar por qué. Pues ese aire tiene este relato.
ResponderBorrarAdmiro mucho a Isaac de Vega y ojalá sea verdad, amigo, lo que dices: que este fragmento mío evoque de algún modo su inquietante escritura. Gracias por leer y comentar y un abrazo.
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