viernes, 26 de febrero de 2016
LO AGAZAPADO
El edificio (si puede llamarse así) es idéntico al de hace unos treinta
años y la psique que por sus pasillos transita es la misma de entonces, quizá
un poco envejecida. (¿Envejece la psique? No digo el alma, ni el espíritu, ni
el corazón, ni la mente: digo la psique.) El edificio es idéntico y no lo es,
quiero decir que lo idéntico al otro es la sensación que desprende, los
efluvios de abandono, de desamparo y de descuido con que la psique se empapa al
atravesar el portal, el vestíbulo, los pasillos de las distintas plantas
(¿cuántas plantas?: el número es siempre indefinido). Lo que diferencia a uno
del otro, a aquel de hace treinta años de este de ahora, es su posición en el
mapa (imaginario) de la ciudad (imaginaria), lo naciente de aquel y lo tardío
de este, y algo vago que podría denominarse la extensión o el volumen de las
proporciones entre la psique y el espacio, es decir (por probar otras
palabras), el modo en que la psique se desenvuelve en el interior del edificio:
en un caso, treinta años atrás, con resolución, con intenso deseo, con, diría,
casi la lujuria de las primeras veces (que es, sin embargo, una lujuria siempre
delicada y como aterida, tímida); y, en el otro, con el temor a lo lúgubre, con
la tensión de saber que lo agazapado en la sombra se acerca implacable por
mucho que se intente evitarlo. Esta cosa indefinida a que he llamado lo agazapado se manifiesta entonces (ahora)
en forma de un personaje con capucha que esgrime una navaja y se la pone a la
psique en el estómago. El personaje balbuce unas palabras que la psique no
entiende, aprieta levemente la navaja en la boca del estómago (de la psique,
téngase en cuenta) y parece implorar ansioso que se le entregue o confiese
algo. Hay un momento confuso, un lapsus en la psique (o en el recuerdo que la
psique tiene de sí misma), y a continuación el personaje encapuchado retira su
navaja y sale corriendo en una dirección que puede ser tanto la de cualquiera
de las otras plantas del edificio como la de la propia calle. La psique
desconoce hacia dónde se dirige quien (llegó a pensar, es más, a sentir casi
físicamente, si acaso puede hacerlo así una psique) estuvo a punto de clavarle
la navaja en el estómago, y por este motivo se dirige al piso que ha estado
ocupando durante el viaje a la ciudad desconocida (imaginaria, anónima) que da
pie a este relato. Ese piso, cabe decirlo ahora, es un piso prestado, es el
piso de alguien a quien la psique no recuerda, alguien próximo, un piso amplio
y cómodo donde la psique lleva días instalada, un piso que la psique imagina
(ahora) provisto de un dormitorio con una cama enorme cubierta por suaves
edredones blanquísimos y grandes cristaleras tapizadas con las luces
parpadeantes de una ciudad que no duerme nunca. Cuando la psique llega sudando
al piso (su apuro es máximo, su corazón late acelerado), descubre que: 1) o
bien se ha equivocado de piso, lo que perfectamente es posible, pues (piensa; ahora
o entonces) no es descabellado que en su loca carrera se haya equivocado de
planta (todas las plantas son iguales y, recordemos, su número es indefinido); 2)
o bien el piso ha sido misteriosamente vaciado (¿por quién sino por la propia
psique?, podría preguntarse) en el corto espacio de tiempo que ha transcurrido
desde que salió de él hasta que, en una de las plantas, se encontró con el
personaje encapuchado de la fría navaja. Lo cierto es que el piso resplandece
impoluto, en toda su amplitud, y la psique, tras recorrerlo desesperada, vuelve
a sentir temor, vuelve a sentirse amenazada por lo que antes llamamos lo agazapado y resuelve abandonar el
piso, que ahora, por no tener, no tiene ni siquiera puertas, baja corriendo las
escaleras (se escuchan sus jadeos, los jadeos de la psique asustada) y sale a
la calle. En la primera parada de taxis que encuentra toma uno y le pide al taxista que la lleve a la discoteca entonces de moda
(que la psique, no se sabe cómo, conoce perfectamente, es más, se trata al
parecer de un recorrido que ha hecho ya otras veces en taxi). Sin embargo, el
taxista parece haber elegido otro trayecto porque atraviesan avenidas junto a
un río, puentes curvos de hormigón sobre otras avenidas y hasta vías de
circunvalación que los llevan por una periferia cada vez más solitaria y hosca.
En medio de esa carrera incierta aparece en el taxi un amigo de la psique que,
no se sabe cómo ni por qué, ha decidido acompañarla en el asiento de atrás. La
psique no se sorprende en absoluto (en estas ocasiones la psique no se
sorprende nunca de nada y está dispuesta a aceptarlo todo como válido, normal,
lógico y coherente). De pronto, el taxista se vuelve hacia la pareja de amigos
y empieza a conversar con ellos sin atender a la conducción, pasan los minutos
y el taxista sigue vuelto hacia los clientes sin que este hecho aparentemente
insólito produzca accidente alguno. La psique, en su manía de explicarlo todo
desde su particular punto de vista refractario al asombro, da en pensar que el
taxista dispone de un espejo situado en la parte trasera del taxi que le
permite conducir del modo más seguro vuelto hacia atrás (para facilitar así la
charla y la cercanía con sus pasajeros, añade la psique sin ningún reparo). En
algún momento llegan a las puertas de la discoteca de moda. En la entrada hay
varios jóvenes repartiendo flayers. A uno de ellos la psique lo reconoce
enseguida. No se trata de nadie que encaje en ese contexto en cuestión, pero
esto a la psique le trae absolutamente al pairo. Lo saluda vehemente y poco
después se encuentran ya en el interior de la discoteca, en un rincón apartado,
al parecer junto a los servicios. El repartidor de flayers abraza
apasionadamente a la psique, intenta besarla, la acaricia con ternura y le
regala un colgante que parece de plata. La psique llora. (¿Puede llorar la psique?) Llora porque sabe que
no puede ser verdad que eso le esté ocurriendo a ella en ese instante. Llora
porque no puede aceptar las caricias, los besos, los abrazos que está
recibiendo de alguien cuyo amor es para ella un amor prohibido. Llora
porque en ese momento su felicidad desbordante no tiene otro lenguaje que el de
las lágrimas. Llora de desesperación, de rabia, de amor y de tristeza. En este
momento acaba el sueño y la psique regresa al estado de vigilia.
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