viernes, 7 de septiembre de 2012

LA URRACA


La urraca que pasó junto a mí parecía estar ciega. Esos pájaros nunca se acercan tanto si no es por alguna causa mayor como esa. Iba dando saltos, como si no se atreviera a volar, saltos de tres en tres o de cuatro en cuatro, saltos hacia delante como si solo supiera avanzar a tientas y casi a rastras, apoyándose al caer firmemente en la hierba, temerosa. Son unos bichos monstruosos las urracas. Esta, además de un pájaro ciego, parecía un autómata, una especie de máquina acorazada en su avance campo a través. Cuando pasó junto a mí yo alargué la mano como para comprobar si me veía. Aunque no llegué a tocarla, solo se desvió al escuchar el ruido involuntario que hice cuando me giraba hacia atrás en el banco donde estaba sentado. Creo que no vio mi brazo alargado hacia ella y que si yo hubiera sido más silencioso al girarme casi hubiera conseguido rozarla. Era un pájaro atroz que se impulsaba solo para saciar su compulsión de movimiento. No se le veían los ojos, quizá porque era ya una urraca anciana y los llevaba tapados con matas de pelo colgante. Debía de ser eso: no una ceguera producida por accidente o por enfermedad, sino la ceguera propia de quien ha envejecido más allá de lo razonable. Nadie, por supuesto, le había hecho el favor de cortarle las matas de pelo colgante que le impedían ver; no existe todavía un servicio municipal de atención a las urracas que pueblan nuestros parques. Se las consiente, pero nadie se ocupa de que nazcan sanas, de que crezcan sin enfermedades, de que se reproduzcan apropiadamente y de que mueran sin excesivo sufrimiento. Y aquella urraca, por la que acabé sintiendo lástima, pues en muy poco nos diferenciábamos si teníamos en cuenta el escaso presupuesto que las administraciones públicas destinan a quienes, a pesar de todo, seguimos considerándonos sus ciudadanos, parecía consciente de su destino aciago. Su búsqueda era la ansiosa persecución de una escapatoria imposible. Yo no podía quedarme toda la tarde sentado en aquel banco contemplándola. Cada día los tiempos se nos vuelven más exiguos y es menor el espacio de nuestras vidas que dedicamos a la provechosa actividad de la contemplación. De todas formas, en aquel preciso momento de la tarde, puedo asegurarlo, yo era el único habitante del universo —pues es ahí donde vivimos y es ese el único lugar al que podemos llamar nuestra maldita casa: el universo— que perseguía con la mirada a aquella urraca. Esta coincidencia no me volvía más importante que nadie ni tampoco convertía aquel instante en diferente de muchos otros vividos o atravesados sin apenas vivirlos. Es una mera constatación cuya única finalidad es que, en cierto modo, se perciba el inmenso abandono en que se encontraba la abuela urraca en aquel parque. Debía de haber cumplido ya hace tiempo su misión procreadora. Sus hijos, a los que sin duda había criado como cualquier urraca responsable, andarían ahora desperdigados entre las arboledas de aquel o de otro parque. Sus ocasionales compañeros en la procreación debían de haber acabado, la mayoría, aplastados contra el asfalto por las ruedas de coches y camiones. Era casi una urraca póstuma, una urraca conclusiva, una urraca de la que ya no dependía nada salvo su propia vida de saltos desorientados en la hierba. No podía pasarme mucho tiempo mirándola, así que me volví hacia la avenida, hacia las parejas que corrían, hacia las madres que paseaban sus carritos, hacia los otros bancos ocupados por gente solitaria. Y entonces me pareció escuchar un aleteo. Miré hacia donde estaba la urraca y no la vi. Creo que había echado a volar a través de los árboles.

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