lunes, 6 de mayo de 2024

EL CONDUCTOR

Una música que supe de Mahler (tercera sinfonía) sonaba en la radio del coche mientras regresaba a casa. Estaba seguro de que era esa obra porque por la mañana habían anunciado su retransmisión a cierta hora de la tarde. Habrían bastado unos compases, sin embargo, para identificar que era Mahler aunque no hubiera escuchado esta mañana el anuncio. Más difícil habría sido acertar con el número de la sinfonía. Una sinfonía, dijo el compositor, debe ser como el mundo, debe contenerlo todo. Mientras sonaba, miraba hacia la izquierda, en dirección al mar, y veía el enjambre de nubes más caleidoscópico que recuerdo. Incontables capas, de multitud de tonos de blanco, mezclados con diferentes tipos de azul, y abajo el mar. El tráfico de la autopista era sereno, pero, como siempre, rondaba por mi cabeza la posibilidad de un error, mío o ajeno, un coche al que un conductor no logra ver en el ángulo muerto, un giro súbito de volante, el impacto contra la mediana, las vueltas de campana, la rotura del cuello, la muerte. Sí: la música, las nubes, el mar, la muerte. Todo mezclado en un único instante de arrebato y conmoción. Sin embargo, tanto los demás como yo conducíamos con prudencia, no siempre indicando las maniobras con los intermitentes, pero sí vigilando no invadir un carril ya ocupado, respetando los límites de velocidad, manteniendo la distancia de seguridad. Y así llegué al tramo final de la autopista, el de los cuatro carriles que descienden hacia la ciudad junto al mar, con la gran isla al fondo, casi evaporada sobre el horizonte, pero aún reconocible, y la coda de la tercera sinfonía de Mahler sonando como en un ocaso de toda la luz del universo, como si fundirse y aceptar la fusión, como si entrar en una dimensión superior mientras se desciende el abismo innombrable, como si resucitar en medio de las aguas que mueren, como si brindar por la vida para entregársela al sol que nos rehúye fueran la sinrazón del conocimiento final, el mundo que termina porque la sinfonía termina, las nubes arreboladas en el más mágico de los atardeceres. Eso sentía mientras el coche circulaba a la altura de las fábricas y las naves industriales que preceden los primeros –o últimos– barrios de la ciudad. Y entonces, tras un último acorde prolongado, interminable, la música acabó. Hubo un segundo, un segundo que yo hubiera deseado larguísimo, antes de que el público, arrebatado, estallara en un aplauso. El locutor, con un hilo de voz, dijo que era difícil hablar después de esa música que había sonado. Maldije para mis adentros los vítores, las palmas que aplaudían, los comentarios que el locutor añadió aun a sabiendas de que debía callarse. Los barrios periféricos se habían teñido de un aura difícil de definir, como si de ellos pudiera brotar un mundo entero, de cada edificio, de cada balcón, de cada ventana, como si la música o el crepúsculo o la muerte postergada los hubieran dotado de una irradiación generadora de vida. Esos barrios, que yo no conocía bien, que apenas si había recorrido algún domingo ocioso, sin fijarme demasiado en las construcciones, en los descampados, en las plazas descuidadas, eran el mundo nuevo que el final de la música había creado mientras yo ingresaba en la ciudad como alguien desaparecido que, muchos años después, decide regresar, sin que haya ya nadie que lo conozca, sin recordar muy bien en qué parte de la ciudad vivía, dónde pasó su infancia, pero sospechando o, mejor, presintiendo que había para él un destino esperándolo allí, una nueva vida por vivir en algún lugar del laberinto del que había escapado sin que tampoco recordara cuándo ni por qué. La música de Mahler había horadado una pequeña rendija que me permitía asomarme a algo que no sabía muy bien qué era y que seguiría ignorando, probablemente, durante mucho tiempo más. Pero ya estaba atravesando las avenidas principales de la ciudad. Había entrado de nuevo en aquella realidad que conocía tan bien, en la maraña del tiempo mensurable, los paseantes de domingo, la policía estacionada junto al estadio de fútbol, un tranvía que pasa, la terraza poco concurrida, un coche que, desde el carril izquierdo, cruza muy rápido frente al mío, haciéndome frenar, para incorporarse a una calle a su derecha. Todo era tan absurdo que era difícil creer que, de nuevo, formara parte de ello. No era posible volver al momento en que los acordes quedaban suspendidos como en medio de un enjambre de nubes rodeadas del más vivo de los azules, no podía regresar al momento en que vi la isla desdibujada como si la música la mantuviera levitando en el cielo ni había la más mínima posibilidad de sentir de nuevo cómo la ciudad se iba abriendo ante mí igual que los pétalos de un flor misteriosa y fragante. Ya estaba en la calle donde se encuentra el garaje. Pulsé el mando a distancia y la puerta se abrió. Aparqué el coche en el sitio que me correspondía. Apagué el motor. Todo quedó en silencio. Había estado a punto de lograrlo, una vez más. What a wonderful world.    

No hay comentarios.:

Publicar un comentario

ENTRADA DESTACADA

¿Y LAS MUJERES, SEÑORA ORAMAS?

 

ENTRADAS POPULARES