Era por la tarde, una tarde ventosa, sin mucho que añadir a lo que otras tardes habían depositado hacía mucho tiempo en el tiempo, en la sumisión de un tiempo contado ya en décadas, en unas cuantas décadas de nada. Ante el profuso –pese al viento– silencio de esa tarde, el caminante, embozado, cubierta su garganta por una bufanda roja, media cara atrapada por una mascarilla quirúrgica y la parte superior del cuerpo protegida por camisa, chaleco y chaquetón –obvio decir que la parte inferior estaba envuelta por los consabidos calzoncillos, pantalones, calcetines y zapatos–, decidió prolongar su caminata por unas calles que conocía bien. En otros tiempos, en minuciosos minutos recordados de esas décadas difusas que empezaban a parecerse a los anales desgastados de un imperio inexistente, se había creído poseedor de un lenguaje con el que hablar al menos del silencio, de su inminencia o de su vaga intuición. Sin embargo, ahora, en la tarde ventosa, tardía, valga la redundancia, por no ofrecer ya mucho más que lo tantas veces ofrecido, ni siquiera era capaz de apalabrar una rápida mención sobre la desaparición de las palabras, no disponía de discurso alguno con que enfrentarse al silencio y cualquier diálogo que deseara iniciar con lo inefable estaba condenado no a un monólogo mudo, ya lo hubiera querido, sino a una ventriloquia sin más voz que la de los fantasmas del pasado. Érase que se era, se dijo, el tiempo de las desapariciones. El redondeo inútil del desgaste. La vigilancia fallida de lo inadmisible.
Las calles seguían siendo las mismas, pero no podía demostrarse que entre lo vivido y lo recordado no se hubiese infiltrado un estadio intermedio para transformarlo todo. ¿Cuándo? ¿Cómo? ¿Por qué? Estas preguntas sólo podían responderse entrando en un comercio cualquiera y pidiendo un objeto desaparecido del mercado desde hacía mucho: una máquina de escribir, un radiocasete, un clavecín, una sotana. Todas las miradas convergerían en unos ojos que denotarían una vez más que todo aquello, por muy obsoleto que ahora fuera, alguna vez existió y que, si había dejado de existir, no era porque no hubiera necesidad de ello, ni suficientes reclamos, sino porque un estadio intermedio se había interpuesto entre la vida de otro tiempo y la vida de ahora. Así, preguntar por lo inexistente suponía un acto de honradez y de arrojo. Lo inexistente era uno de los posibles lenguajes para expresar el silencio. El sonido de las teclas de una máquina de escribir, una canción de Queen grabada en una casete, Las barricadas misteriosas de Couperin o una oración rezada en el confesionario por la salvación del alma de una adúltera.
El caminante, en su coreografía de asombros extinguidos, entra en un edificio de aspecto colonial. Toda la ciudad, de hecho, tiene un aspecto colonial, aunque lo colonial haya quedado reducido a una impronta sutil en la mentalidad de sus pobladores. Antes se susurraba al hablar y ahora se murmuraba en exceso. Antes se realizaban reverencias ante las personas de alcurnia y ahora las únicas personas de alcurnia eran los maniquíes expuestos en los escaparates de las franquicias de ropa barata. Antes, antiguamente, se estilaba tomar un chocolate a la taza recién elaborado, espeso y reconstituyente, en locales llenos del vaho de las conversaciones, y ahora servían un remedo norteamericano en terrazas al aire libre donde todo el mundo contraía un constipado. El edificio de aspecto colonial al que entra el caminante acoge una sala de arte. Se respira el antiguo esplendor. Se palpa el silencio de los patios. Si cae la noche el caminante se expone a una convivencia espectral con los antepasados de los vigilantes.
Días deshojados, la exposición de José Herrera, abarca dos salas casi escondidas en el antiguo recinto colonial. No hay contigüidad entre ambas, por lo que el patio es lugar de paso obligado para transitar entre una y otra. Parece lógico visitar primero la sala de la planta baja y luego la superior. Los Cuerpos desnudos que reciben al visitante al entrar en la primera sala están como paralizados en una postura indistinguible. No se puede saber si están de pie, sentados, acostados boca arriba o boca abajo. Denotan un peso que no aligera la fisura que los abre como para que nos asomemos al interior, al interior de esos cuerpos de madera que, de pie o sentados, reposan como damas del Genji Monogatari en su indolente paciencia milenaria. La boca por la que se susurran sus confidencias o el oído por el que se les administra un conocimiento inservible son al mismo tiempo una vulva que espera la inhóspita condena de la mirada o la penetración. Murasaki Shikibu describiría a estas tres cortesanas acartonadas que nos salen al paso como desvergonzadas aprendices de futuras amantes del príncipe Genji, que probablemente acabaría rechazándolas en su otoñal y disfrazada cacería a través del palacio. Toquemos sus costados, démosles palmaditas en la grupa, miremos la coqueta postura que adoptan para engañarnos: la desvergüenza de su fatuidad no puede dejar de conmovernos. Quizá bastaría con que supiéramos respirar a través de la tronera, y sumar nuestra respiración –que es la respiración del caminante– a la suya: allá dentro, dentro de esos cuerpos de deseosa madera, bailan las sombras y nuestros ojos se confunden con la pulpa de lo desconocido.
El caminante, que ahora se siente un Genji con algo menos de arrestos pero con la misma capacidad de sigilo, se vuelve hacia la izquierda y encuentra una especie de monolito gris azulado, Cuerpo del desasosiego, otro cuerpo, pero muy diferente a los tres que, ambiguos, lo recibieron al entrar. Este de ahora es un cuerpo inestable pese a su aplomo aparente. Hay como un baile comprimido a su alrededor, toda una espiral petrificada que ha desembocado en esta forma cuadrangular de aluminio pintado que al caminante no puede dejar de evocarle las piedras rectangulares instauradas en los lugares simbólicos donde el núcleo del deseo se confundía antaño con el eje del mundo –si es que alguna vez fueron cosas distintas–. Toda represión encuentra aquí un espacio donde liberarse, pues el desasosiego es siempre la fractura de la serenidad. Fernando Pessoa escribió un libro entero para luchar contra el desasosiego y acabó convirtiendo el libro en una máquina de desasosegar. Ante esta pieza punzante, elevada, enhiesta, destinada a que la rodeemos mientras nuestra alma se va desprendiendo de sus ataduras corporales hasta que se funde con la grácil estela celebratoria o funeraria para prepararse a un lanzamiento en dirección a las más lejanas estrellas –allí donde el alma sólo puede llegar rompiendo todas sus ataduras–, el caminante se detiene y anota algo en su cuaderno.
Si regresamos del desasosiego a la pieza audiovisual creada por Miguel G. Morales para esta exposición, exhibida en una pantalla a ras de tierra, podemos quedarnos unos pocos minutos relativamente ausentes, en otra dimensión, la dimensión del origen y el misterio, la del nacimiento y la magia, la de la comunión y el extravío. Vemos al artista, de lejos, pasar junto a unos matorrales con los que parece fundirse. Lo vemos en su taller, dibujando, lijando, dándole a lo creado un forma que no será nunca definitiva, pero que, en este instante de comprensión y de fulgor, será capaz de aplacar la sed de toda aventura. La aventura, que comienza en la mente, termina en la forma dada a la materia. Sin embargo, el caminante se asombra cuando ve las piezas cubiertas con sábanas, como si no mostrarlas fuera consustancial al acto de crearlas. No mostrarlas: comulgar con su misterio. Y, cuando el caminante vuelve a mirar a la sala, piensa que, de algún modo, lo que se muestra es menos que lo que se oculta. Aunque las sábanas han sido retiradas, las piezas guardan secretos que no quieren compartir. Pero Genji y Bernardo Soares son unos fisgones: están dispuestos a lo que sea por descorrer una cortina, por observar los movimientos de una calleja escondida.
Entonces, ávido de conocimiento, pero seguro de su fracaso, el caminante se introduce en un cubículo anexo a la sala y contempla Cuerpo para el pensamiento. Se imagina en medio de la academia platónica, en aquel bosque de las afuera de Atenas, absorto en una figura cuya forma no es del todo comprensible, pero que es ya plenamente significativa. Esa figura roja, compuesta de lóbulos que van ascendiendo y que, en sus dimensiones, mide lo mismo que un ser humano –pues también es un cuerpo–, está pensada para que la pensemos. ¿Pero qué significa aquí pensarla? Pensarla es devorarla, comérsela con los ojos y con la mente, con el deseo y con el sueño. Platón nos ofrece la teoría de las ideas para que nos comamos las ideas con el pensamiento y desechemos las realidades palpables como restos, pellejos, huesos o espinas de las cosas que son. Esta pieza está hecha de un aire de madera pintada y el pensamiento podría levantarla fácilmente del suelo si supiera concentrarse al modo pitagórico. Pero Platón no es Pitágoras, y por mucho que nos elevemos al mundo de las ideas nos falta el misterio de los números y las leyes combinatorias: cuenta, se dice el caminante, cada uno de los lóbulos, siente la sensualidad de las evidencias matemáticas, entra en este cuerpo para pensar y pensarse. No somos sino la medida perdida de las cosas, parece decirnos aquí José Herrera. Y nuestro sufrimiento deriva de saberlo y de no hacer nada por dejar de saberlo.
A veces, entre las grietas que las nubes entreabren en un cielo dislocado, baja hasta las casas que habitamos una vaharada de luz que, fulgurante, logra alumbrar las mesas, los pasillos, los cuerpos, los sueños, las memorias. Las casas, esas casas que con frecuencia están veladas por la opacidad, cuya carne no puede morder ni siquiera el mediodía más abrasador, sucumben a esa vaharada de luz seminal que las transforma para siempre. Un rastro de todo esto asoma en las trece acuarelas de Luz para la habitación, que, dispuestas con la mayor sencillez sobre una repisa, sin enmarcar, pueden leerse como el relato de esa transformación o como los rastros de un alumbramiento. La habitación puede ser aquí una mesa, y la mesa un cuerpo, y el cuerpo un simple cráneo, y el cráneo un sarcófago, o un cofre donde guardar el cosmos, o incluso un milpiés atravesado por un túnel que conduce al infinito, un bulbo de luz fracturada o el estandarte de un ejército de guerreros sonámbulos. Y todo esto, junto o disperso, una especie de cometa fulgurante en cuyas heridas se han colocado cuidadosamente tres o cuatro apósitos.
No sólo aquí, en esta serie de acuarelas de luz anaranjada, sino en toda la exposición, el caminante asiste al entrelazamiento de numerosas capas que se superponen y que, al descubrirse, se ocultan unas a otras y, al ocultarse, se le descubren. En tal ocultación –en tal descubrimiento– yace siempre la certeza de que hay un núcleo irradiante en torno al cual pivota el resto de la luz. Y el caminante comprende que en esa rotación de capas superpuestas sus propios ojos se ven arrastrados como parte de una danza sin fin.
Una vez dentro, dentro de lo que quiera que sea, pues muchas veces la sensación de estar dentro no conlleva ninguna seguridad, ningún conocimiento, no experimentamos ganas algunas de salir. Pero debemos hacerlo: pues, si no, el interior nos destruiría.
Una de las piezas más misteriosas y, desde luego, más singulares de la muestra es Desde el nacimiento de los árboles, un conjunto de planchas galvanizadas pintadas al óleo con un color entre púrpura y amatista, un color que parece extraído de un sueño de extrarradio. Vista desde la distancia, pensamos en el oīnōps póntos, el mar color de vino que describe Homero en la Odisea: una sucesión de olas inmóviles que se superponen –de nuevo las capas– unas sobre otras, siendo todas la misma. Sin embargo, al acercarnos, como hace el caminante, vemos los surcos, los canales, los pasadizos en los que cualquiera podría esconder sus secretos y mantenerlos junto a los de los demás sin que nunca fueran descubiertos. Desde el nacimiento de los árboles puede leerse también como una alegoría del terreno fértil de la sabiduría: sembrar tiene sus riesgos y aquí, en esta tierra compartimentada, hay que saber muy bien dónde plantar la semilla para que el árbol nazca en el lugar preciso en que lo necesitamos para que nos dé sombra, fuerza, vida.
El caminante, que no ha sabido nunca dibujar, esboza ahora en su cuaderno una figura siguiendo las líneas –rectas o sinuosas– de la pieza Detrás de la mirada, acuarela y tinta negra sobre papel. Supone que será fácil hacerlo, pero nada menos cierto. En el negro que hay detrás de la mirada la mirada se extravía sin retorno posible. Hay, sin embargo, una especie un soporte: se diría un lienzo o un espejo sostenido por dos patas. En el espejo negro que hay detrás de la mirada los ojos han perdido la vista y el caminante que dibuja extravía sus trazos. Entonces guarda su cuaderno. Prefiere sumergirse en esa negrura primordial que es, a la vez, una negrura póstuma. Espejo de las aguas negras, escuchó una vez el caminante en un paseo nocturno a la orilla del mar. Pero aquí el mar, si acaso lo es, está sostenido por un caballete y encerrado en un lienzo. Destruido, cegado, muerto, el mar bulle ahora detrás de la mirada.
Como para lavarla, la mirada, o para desescombrarla, en el final de esta primera parte de la muestra, en la pared derecha de la sala, cuelga una delicada pieza de madera pintada de un azul muy claro, casi celeste. Es una obra que, una vez más, nos arrastra hacia el interior, ahora literalmente, pues se va un hundiendo hacia una profundidad de vértigo casi celestial. Hace mucho tiempo que tuve el cielo en mis manos, dijo la poeta Nelly Sachs.
El vigilante le anuncia al caminante la existencia de otra sala en el piso superior. Unas escaleras antiguas, sólidas, sin apenas iluminación, desembocan en una sala en la que, de nuevo, nos recibe un cuerpo desnudo, uno solo esta vez, y no sólo desnudo, sino abierto, seccionado, eviscerado. Habitación para las flores recuerda, en realidad, un caparazón, una larva. Pero también, de nuevo, un sarcófago, el lugar de reposo final de un cuerpo humano transformado en flor, en pétalo sin vida. La trama construida con madera a la que se le ha aplicado una imprimación blanca resulta fascinante. Es una pieza que se apoya a la vez en la pared y en el suelo y que nos devuelve a tiempos anteriores a estos actuales del pensamiento y la razón. Quisiéramos escondernos en lo abierto, verlo con todos nuestros ojos, como la criatura de Rilke, pero lo abierto es asimismo un lugar que nos expulsa, nos desgarra con su interminable precisión de primitivo armadillo. ¿Qué flores se guardan en esta habitación? Nos lo dice Nezahualcóyotl: No acabarán mis flores, / no cesarán mis cantos. / Yo cantor los elevo, / se reparten, se esparcen. / Aun cuando las flores / se marchitan y amarillecen, / serán llevadas allá, / al interior de la casa / del ave de plumas de oro.
El caminante se da la vuelta y allí, cerca de la entrada, frente a la habitación para las flores, encuentra Rostro para el paisaje. Trompa, falo, larva, oruga, rostro. El paisaje está, se diría, proyectado en el color azul sueño de la acuarela deslizada sobre los papeles que conforman la pieza. Una vez más, intentamos imaginarnos el interior y sólo podemos concebirlo como una devoración, un súbito mordisco. Elevada a la altura de nuestras cabezas, la pieza parece decirnos que nuestro rostro, casi siempre oscuro, falto de conexión con lo que lo rodea, podría transformarse en ese otro, ese otro rostro múltiple formado por tiras de papel adheridas al cuerpo ausente del paisaje. Ser para proyectarse hacia o ser para recluirse en: he aquí la faz dialéctica que determina toda la exposición, sin que en ningún momento se nos conmine a decidirnos por un camino u otro.
Dos grandes estructuras de madera, sostenidas por finas patas, se alzan en la parte derecha de la sala: como hórreos estilizados, o capillas profanas, o túmulos arcaicos, incluso baúles verticales, pero sin contenido alguno. Son dos piezas de madera desnuda, sin pintar, gemelas. Aquí la levedad se alía con la solidez, la fragilidad con la contundencia, el peso con lo incorpóreo. Ante Lamentando los pájaros el caminante recuerda la luz para la habitación de las acuarelas que vio abajo. Esa luz se ha introducido acaso en estos cofres elevados y ha quedado guardada como un tesoro en su interior. O son jaulas donde los pájaros lamentan su muerte en vida. Jaulas de madera para encerrar una luz muerta.
Lo ha visto desde lejos, pero ha preferido mantenerse a distancia. El caminante ha estado mirando de reojo la parte izquierda de la sala: con cierta pesadumbre, con algo de temor y temblor. Sabe que ha llegado al final. Como si fuera una especie de capilla negra, Autorretrato se compone de nueve papeles de gran formato con tinta china. Leídos del primero al noveno, o de forma independiente, conforman un laberinto de líneas blancas en el interior de una serie de figuras geométricas negras. Todas ellas alargadas, como si fueran un cuerpo extendido en una suerte de vida-muerte, o el reverso de un cuerpo, o su proyección aurática, o su destino final en forma de ataúd de tinta. El visitante se acerca poco a poco y descubre que, vistos de cerca, cada uno de esos papeles es un lugar de infinitos caminos que se entrecruzan o se bifurcan y que, a diferencia de lo sentido en la distancia, su efecto es relajante, tranquilizador. Tienen algo de mandalas o mandorlas. El retrato que José Herrera ha hecho de sí mismo, no sólo en esta obra, sino en toda la exposición, es poliédrico. El ser es complejo y se debate entre la mirada y la ceguera, entre la protección y la intemperie, entre la elevación y la miseria, entre la exaltación y la derrota.
Al abandonar la sala, bajar por la escalera casi a oscuras –en celada–, llegar al patio con sus árboles, salir a la pequeña ciudad que apenas reconoce, el caminante es otro. La tarde ha devenido noche y el viento es ahora un relente que se cuela en los huesos. Sigue sin disponer de un lenguaje con que decir el silencio, pero ahora sabe que tampoco dispone de un silencio con que enfrentarse al lenguaje. Los días deshojados han ido cayendo uno tras otro de memoria en memoria, y de ellos no han quedado recuerdos sino en un día que también será deshojado en cualquier otoño por venir. Ese aprendizaje, piensa el visitante, no basta para dirigirse hasta las afueras de la ciudad, donde aparcó su coche, pero no hay otro al que aferrarse. Al llegar junto a su Citröen, una alfombra de hojas caídas resuena entre sus pies como un nido de brasas crepitantes. Coger una y llevársela sería algo hermoso. Ya lo ha hecho otras veces: la ha guardado en un libro, la ha enviado en una carta. Dejarlas allí, en la acera, bajo el árbol del que formaron parte, es mejor todavía: es comprender –vagamente– lo que el tiempo, a todas horas, nos está susurrando.
* José Herrera, Días deshojados. Sala de exposiciones del Instituto Canarias Cabrera Pinto (Gobierno de Canarias). Del 24 de octubre de 2020 al 6 de enero de 2021.
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