Juan José Delgado in memoriam
El hombre que por última vez llega hasta el valle sin saber muy bien qué es lo que viene a buscar hace una parada en las primeras casas como si le faltara el aire. Respira. Todo ha cambiado. Regresa a lomos de una memoria que apenas puede ya con su cuerpo. Es un hombre cansado. En sus ojos, sin embargo, se reflejan todavía los amaneceres de filigrana, aquellas madrugadas en las que se podía llegar al cielo tan sólo con escalar hasta lo alto de los roques: cielo y mar allí al alcance del alma, toda la vida por delante, los sinsabores almacenados en las alforjas junto al zumo siempre fresco de los amores recordados. El hombre que por última vez llega hasta el valle observa los meandros, las angosturas, sabe que incluso aquí han llegado las apuestas deportivas, los outlet, las modas y complementos. Los perros no tienen cara: se la borró el viento que juega al escondite con las montañas. La partida de ajedrez se juega aquí con lomas y con riscos, piezas que intercambian sus movimientos de forma imperceptible: de pronto, un día, ha habido una apertura, un enroque, una variante sorprendente y la vida ha dado un vuelco inesperado. Somos otros. Las pérdidas se han transformado en antesala de los éxitos. Las ganancias se han revelado como la ruta más recta hacia la perdición. El hombre se sienta en una cafetería junto a la carretera. Pide un café con leche. Habrá quien presuma que es un investigador privado, el jefe de alguna poderosa organización: no es sino un guardador de rebaños, ya un poco envejecido, alguien que siempre madrugó para acudir al trabajo. Escucha cómo el sonido del cambio de las marchas de las motos restalla sobre el asfalto. Nadie sabe en qué curva derrapará la siguiente, bajo qué higuera habrá que clavar una pequeña cruz. Conoce todas esas cruces desparramadas por los arcenes. Recuerda nombres, caras, brindis compartidos bajo banderas de fiesta. También los árboles juegan al escondite con el sol. Y sólo cuando pasa una mujer saharaui con su mehlfa naranja el sol se suma al chilau de los gorriones. Porque eso que ahí trizan con rabia, sin recato, con delectación, es la nueva versión de ketamina introducida por los ornitólogos del valle. Los contenedores de basura apostados junto a las ferreterías, los bancos, las farmacias liberan a todas horas trazas de gluten sobre las que los perros celiacos orinan a modo de protesta. No son perros finos: fermentan en su sangre todas las razas conocidas. Todo camino libera espacio, desestructura el tiempo, reconduce la mirada, ataja la demasía de las verdades. El sol se detuvo ahora entre dos ramas, que como pinzas lo sostienen a la altura de la última azotea del valle. Ya no lo veremos más, por lo menos hoy. Pero, inmediatamente después de haber sido depuesto el sol, llega la brisa. Estamos sentados ahora a la orilla de la brisa. Comienza el desfile otoñal de los viudos de americanas a cuadros, esos que saben más que los ratones colorados y cuya mente es el mapa más minucioso de los secretos de alcoba del valle: saben cómo respirar el perfume de los amores dispersos, clandestinos. Se los consulta como a viejos chamanes e incluso los jóvenes que, en la flor de su edad, no deberían temer por la salud de sus amoríos, los rehúyen como al demonio, pues esos viudos elegantes, maduros, no sólo conocen todas las intimidades carnales del pueblo sino que dominan como nadie el arte de la seducción de las muchachas audaces. Quien no se adapte aquí a la angostura de las serventías la lleva clara. Hay lugares por los que es preciso pasar de lado, o con el cuerpo doblado, como si repentinamente se nos exigiera ser la mitad de lo que somos, dividirnos en dos, disminuirnos. Aquí casi todo es repesca. Se ha perdido el sentido de la primera vez, pues las primeras veces salieron a escalar los cielos y nunca regresaron. Los nombres de los sitios esconden lo que ya no existe: la fuente, la fonda, el puente, la camella. Todo perdura en ellos purificado, dulcificado, nombres sin espinas, puras rosas de aire. La fuente, la fonda, el puente, la camella. Hacia 1967 un joven dejó atrás el valle: supo que nunca regresaría, que el lugar que abandonaba se disiparía con su marcha. Su vida se dirigía hacia otros lugares, otras fechas que irían jalonando su calendario de asombros. Quedaron en él, como congelados fuera del tiempo, pero con la vida más plena que les otorgaba el recuerdo, los instantes más vívidos, las más intensas vivencias. No se regresa nunca: esto es algo que el viajero debe volver a aprender en cada uno de sus viajes. Se puede llegar, sin embargo, a un lugar en el que ya se estuvo, pero a esto no debería llamarse regresar, pues ni el lugar es el mismo ni quien viaja es ya la persona de otro tiempo. La traición infligida por esta doble transformación en el recuerdo no nos permite reconocernos y nos desestabiliza también de un doble modo. No conseguimos sentir lo mismo que entonces y sabemos que estamos en un lugar que no es tampoco el mismo que recordamos. A veces, sin embargo, podemos engañarnos un instante creyendo que hemos regresado de forma absoluta, como si el pasado volviera o como si el presente adquiriera el perfume del pasado. Pero el hombre que por última vez llega hasta el valle prefiere no dejarse engañar. Lleva con él, además, el final de su vida, un plazo inexorable impuesto por su propio cuerpo, y se dispone tan sólo a atar algunos cabos sueltos. Le basta ahora con sentarse al atardecer en la cafetería junto a la carretera para dejarse llevar por el tiempo hacia el otro lado del tiempo. Todo se anuda ahora, ahí: para eso vino, para no tener que venir después y pasearse como esas ánimas que, dicen, atraviesan por las noches los arcenes desiertos del valle. Pagó todas las deudas y ahora degusta su café con la seguridad de que se lo entregó todo a la vida: cada palabra, cada pasión, cada sueño fueron quemados en la gran hoguera levantada en el cielo y a la que, si queremos ser justos y plenos, hemos de saber entregarle lo mejor de nosotros.
No hay comentarios.:
Publicar un comentario