Obligarse a escribir:
pensemos en este oxímoron inquietante, obliguémonos a escribir sobre la
autoimpuesta obligación de escribir. ¿Cuánto has escrito últimamente? ¿Qué
libros guardas en el baúl de los inéditos? ¿En qué estás trabajando ahora
mismo? Antes de responder: “En nada”, “Hace mucho tiempo que no escribo nada”, “No
tengo ningún libro inédito” o “No estoy escribiendo nada desde hace mucho”,
antes de decepcionarnos a nosotros mismos con la cruda verdad de que muchas veces no
hay por qué escribir, o de que con frecuencia ni siquiera conseguimos sentarnos
a escribir –y hay múltiples razones para ello: desde la falta de tiempo a la
ausencia de inspiración, desde la impericia a la saturación, incluyendo todos
los grados de insatisfacción con lo anteriormente escrito–, antes de destrozar
la reputación en que nos tenemos a nosotros mismos o la fama de prolíficos que nos
conceden nuestros amigos, somos capaces de obligarnos a escribir. ¡Curioso
suplicio! Bastará con empezar, nos decimos. Sentémonos, cualquier cosa puede
servir de excusa. No tenemos sino que tirar del hilo, elegir un tema
cualquiera, un sencillo motivo de inspiración. Lograrlo o no, es decir,
conseguir escribir o no, dependerá muchas veces de la habilidad que se tenga o
de la importancia que uno le otorgue a la constancia y abundancia de su
escritura. Un escritor exigente debería poder pasarse sin escribir tanto como
escribir sin pasarse. Parar de escribir antes que escribir sin parar. Dejar de
lado la escritura antes de que la escritura lo deje de lado a él. ¿Cómo se
consigue esto? ¿Cómo se logra dejar de escribir? ¿Cómo se obliga uno a dejar de
escribir si a todas horas se está uno obligando a escribir? En primer lugar,
conviene distanciarse de lo que para nosotros representa la escritura. Escribir
no es nada, no significa apenas nada comparado con lo imprescindible para
vivir. Escribir no es respirar. Escribir no es comer. Escribir no es amar.
Escribir ni siquiera es dormir. ¿Escribir no es soñar? ¿Escribir no es
respirar? ¿Escribir no es amar? El escritor que se plantea estos interrogantes
está perdido. Ha comenzado a confundir la escritura con la vida o la vida con
la escritura. Cuando duerme, cree estar escribiendo. Cuando sueña no sabe que
está soñando y piensa que alguien escribe sus sueños. Cuando escribe se imagina
estar amando por medio de su escritura a personajes que inventa a propósito
para tal fin; y cuando ama, al contrario, o cuando cree que ama, piensa que
hacerlo consiste en acariciar con las palabras cuerpos inexistentes, meras
emanaciones de su sobreexcitada imaginación. Un escritor que se obliga a
escribir es uno de los especímenes más curiosos de la especie humana. Lo que
para otros, para los escritores que no se obligan a escribir, es natural, silencioso,
amargo o reparador, para él es, sin embargo, una hazaña, una gesta en la que
triunfar –pero esto él no lo sabe– es caer derrotado. El escritor que se obliga
a escribir es un mártir de sí mismo. Sufre un tormento que él mismo se impone a
diario. Cada noche, cuando revisa lo escrito y se dice que no ha estado mal, que
por lo menos ese día no ha terminado sin algún aforismo, sin un esbozo de
cuento, sin el borrador de un artículo, sin unos pocos versos germinados al
filo de la madrugada, el escritor que se ha obligado a escribir cae víctima de
algo peor que una impostura: la revelación de todo lo que ha dejado de hacer
por escribir. Todo aquello que hubiera deseado acometer y que dejó a un lado
porque “la escritura me llamaba”, porque “era vital para mí escribir estos
versos”, porque “con este artículo doy por cumplido el objetivo de este día” se
le aparece entonces, en lo más profundo de las tinieblas, para reprocharle su desafección,
su inquina. El escritor que se ha obligado a escribir descubre entonces el
regusto amargo de los placeres despreciados, de las conversaciones abortadas,
de los cafés no compartidos. Repasa una vez más lo escrito, lo que
concienzudamente redactó para aplacar la voz interior que le reprochaba su
pereza, su incapacidad o su indolencia. Ahora le parece pésimo, siente que no
está a la altura de sus exigencias, duda del valor objetivo de esos textos. Se
plantea incluso si mereció la pena dejar de ver aquella película, no ir a darse
un baño aquel domingo, renunciar a un paseo en compañía de aquella persona que
entonces lo adoraba. Y se dice que quizá no, que quizá no mereció la pena, pero
que en cualquier caso la escritura le devolverá algún día esos momentos, tal
vez no ahora, tal vez no pronto, pero sí cuando consiga entregarse de verdad a
ella, fundirse con esa llamada de la voz interior, atender de verdad a su
destino de escritor. Y vuelve a intentarlo. Se sienta al final del día. Saca un
folio en blanco. Comienza a escribir estas palabras. No es difícil, se dice,
basta con dejarse llevar. La escritura es como un vuelo del que solo se cae si
se llevan las alas equivocadas.
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