Se ha puesto de moda últimamente, en ciertos periódicos,
entre ciertos columnistas de opinión, una perniciosa práctica que podríamos denominar el “menudeo
crítico”. Probablemente se la debamos a la transformación que los hábitos de
lectura han experimentado en los últimos años: se lee poco, deprisa y mal, se
lee a trompicones y con descuido; o quizá se la debamos también a la escasa
elasticidad de ciertas doctrinas mal asimiladas en los años de formación universitaria, a la malsana obsesión por unos pocos temas recurrentes que, a la larga, acaban constituyendo el entero “mundo” mental de estos columnistas. Sus referencias son
siempre las mismas, año tras año, columna tras columna. Sus fobias y sus filias
permanecen incólumes durante décadas. Descrita muy a vuelapluma, esta práctica se
conduce del siguiente modo. El columnista hace un viaje o visita una
exposición. Lo hace deprisa, quiero decir que el viaje es de unos pocos días y la
visita de una hora a lo sumo –el tiempo de tomar una copa de vino
con un canapé. Al llegar a su casa, el columnista se prepara un café bien
cargado, se lía un cigarrillo y contempla cómo la calima empieza a deshacerse
en el horizonte. Es domingo. El columnista se aburre. Hacía mucho tiempo que no
se aburría tanto. Y es que la columna de los lunes no es más que un
entretenimiento, es decir, una especie de pasatiempos para combatir el hastío
de todos los domingos. El columnista sabe que a esas horas podría estar
recorriendo uno de los senderos del Macizo de Anaga o leyendo a Ungaretti o
incluso, por qué no, escuchando el Petrushka
de Stravinski, y, aunque está seguro de que esas actividades le reportarían mayores beneficios espirituales, por algún motivo que siempre desconoceremos lo
que más le atrae, lo que más cree que le ayudará a matar el tiempo, a sobrellevar
la molicie de todos los domingos es escribir uno de esos artículos de lo que aquí
califico como “menudeo crítico”. Diré por fin en qué consiste tal cosa: una vez
elegida la isla o la exposición sobre la que va a hablar, el columnista, antes
de ponerse a divagar, dedica un primer párrafo a razonar la necesidad de su viaje como
una escapatoria, por ejemplo, de la mediocridad a la que sus conciudadanos lo
condenan a diario, o acaso a defender las bondades de una visita a una
exposición frente a las ocupaciones vulgares a las que se entrega la mayoría de
la población: carnaval, reguetón, fútbol. Una vez enfatizado así, por una especie de petitio principii más que sui
géneris (discúlpenseme los latinajos), el higiénico distanciamiento de la
cochina realidad, el columnista, desde esa posición de espectador dotado de una infrecuente sensibilidad y de una amplia cultura, despliega un abanico
de iluminaciones que no podrá sino deslumbrar al lector. Este se sabe entonces en
contacto con experiencias superiores. La exposición se ha convertido en una
fuente de conocimiento. La isla visitada se descubre como un racimo de referencias
salvadoras cuyo vórtice se encuentra en la mirada ebria, loca, visionaria, del
columnista. Es entonces, entrado ya en materia, cuando este da paso al
ejercicio minucioso de su “menudeo crítico”. Separa el grano de la paja.
Encumbra y defenestra. Nombra y calla. Alaba en un holgado párrafo la obra de
uno de los artistas de la exposición y apenas menciona de pasada el nombre del
otro. Cita un poema de un libro, ¡pero solo para afirmar que se trata del poema más “citable”
de ese libro! Elogia una de nuestras novelas míticas, aunque se trate de un
elogio envenenado, pues resulta que hay otra novela, ¡griega, cómo no!, que trata
con mayor profundidad y solvencia los mismos temas que la primera. El
columnista picotea aquí y allá, trafica con los nombres de, al menos, diez
escritores o pintores y los sitúa en un eje de pensamiento que coincide siempre
con cuestiones tales como lo numinoso, la medularidad, lo atlántico, lo
metafísico, lo habitable o la teoría de los dones. En ocasiones inventa nuevas
normas de acentuación, pero no porque desconozca las de la ortografía
castellana sino porque el léxico que maneja es a veces tan rico, tan exótico,
que aún no existen reglas para acentuar según qué palabras y, por tanto, da lo
mismo cómo se las acentúe. Ocurre con frecuencia que el lector, al menos es lo que me ha ocurrido a mí, termina de leer una de estas columnas y se
queda pensativo, alelado. Se dice: “¿Qué será lo próximo?” O: “¿Por qué carajo...?” O
quizá: “¿Había necesidad de esto?” Son preguntas que no tienen respuesta o,
en todo caso, para echar algo de luz sobre ellas hay que esperar a la siguiente
columna, al siguiente puñetero –o piñatero– lunes.
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Es solo una reflexión acerca de lo que sugiere la lectura del artículo.
ResponderBorrarAunque tenga razón y esté magníficamente escrito, el hecho de que parezca -a mí me lo parece, y tal vez no sea verdad- estar escrito contra alguien -y por los comentarios en el fb todos parecen saber quien- ¿no le resta un poco de credibilidad? Para alguien como yo, que no está en el "asunto", esa parte que parece un ajuste de cuentas, esa parte que no expresa una opinión, sino que pega un palo, le sobra. En cuanto a la opinión acerca de que muchos artículos de opinión no opinan sino exhiben, completamente de acuerdo, y eso es lo que los aleja de una mayor divulgación de un mejor acceso a los posibles interesados que muestran alguna curiosidad y se encuentran con que hay camarillas y piques entre camarillas, y solo los iniciados tienen la capacidad de comprender qué es lo que pasa.
Me parece, amigo Riforfo, que, como casi siempre, tiene usted toda la razón. Muchas gracias por su comentario. Dudé entre escribir o callar, y a punto estuvo de ganar el callar. Pero los dedos empezaron a teclear solos... y es entonces cuando uno está perdido. Coincido con usted en que esta especie de comunicación "en clave" es bastante fastidiosa, pero al parecer se ha llegado a unos tiempos en que no hay otro modo de decir según qué cosas. Y debe de ser que yo prefiero decirlas a no decirlas. Sería mejor el "sonoro silencio" o la "música callada", sin duda. Y hasta otra ocasión, un abrazo.
ResponderBorrarInsisto en que estoy muy de acuerdo en airear opiniones por muy contrarias que sean, no con el "sonoro silencio"; es el modo de hacerlo el que hay que cuidar, creo, para que exponerla tenga un sentido, utilidad o aprovechamiento (si es que importan algo esas cosas), y no se convierta en un simple exabrupto.
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