El poeta suizo Philippe Jaccottet (Moudon, 1925) cumple hoy 90 años. Como pequeño tributo a su persona y a su obra, publico aquí los poemas que integran "La palabra alegría", una de las secciones de su libro Pensamientos bajo las nubes (1983), en una traducción inédita que realicé hace algunos años y que el propio Philippe Jaccottet tuvo la gentileza de revisar.
LA PALABRA ALEGRÍA
La palabra misma, esta palabra que me
había sorprendido, y cuyo sentido me parecía no comprender bien ya, era redonda
en la boca, como un fruto; si me ponía a soñar a causa de ella, debía
deslizarme de la plata (el color del paisaje por el que caminaba cuando pensé
en ella de repente) al oro, y de la hora de la tarde a la del mediodía. Volvía
a ver paisajes de cosechas a pleno sol; no era suficiente; no había que tener
miedo a dejar que actuara la levadura de la metamorfosis. Cada espiga se
convertía en un instrumento de cobre, el campo en una orquesta de paja y de
polvo dorado; brotaba de él un resplandor sonoro que yo hubiera querido llamar
de entrada un incendio, pero no: no podía ser algo furioso, devastador, ni
siquiera salvaje. (Tampoco me venían al espíritu imágenes de placer, de
voluptuosidad.) Intentaba oír mejor esta palabra (de la que casi se hubiera
podido decir que me venía de una lengua extranjera, o muerta): la redondez del
fruto, el oro de los trigos, el júbilo de una orquesta de cobres, en todo esto
había algo verdadero; pero faltaba lo esencial: la plenitud, y no solamente la
plenitud (que tiene algo de inmóvil, de cerrado, de eterno), sino el recuerdo o
el sueño de un espacio que, aunque pleno, aunque completo, no dejaría,
tranquilamente, soberanamente, de ensancharse, de abrirse, a imagen de un
templo cuyas columnas (que no sostendrían ya sino el aire tal y como se ve en
las ruinas) se separarían hasta el infinito unas de otras sin romper sus
lazos invisibles; o como el carro de Elías cuyas ruedas crecerían al compás de
las galaxias sin que se rompiera su eje.
Esta palabra casi olvidada había debido
llegarme de tales alturas como el eco extremadamente débil de una inmensa
tormenta feliz. Entonces, en el nacimiento invernal de otro año, entre enero y
marzo, me he puesto a partir de ella, no a reflexionar, sino a escuchar y recoger
signos, a deslizarme por el hilo de las imágenes; comprendiendo, o diciéndome
perezosamente, que no podía hacer nada mejor, a riesgo de no retener después
sino fragmentos, incluso imperfectos y poco coherentes, tales como los que, con
algunos borrones más o menos, me había traído este final de invierno ─
muy lejos del gran sol entrevisto.
Soy como alguien que cavara en la bruma
buscando lo que escapa de la bruma
porque ha oído unos pasos a lo lejos
y unas frases cambiadas entre gente de
paso.
(El que ya no ve bien, y se fía de la
niña
parecida al escaramujo...
Da un paso bajo el sol del final del
invierno,
luego vuelve a aspirar, arriesga un
paso más...
Nunca se ha consagrado realmente a
nuestros días,
ni ha sido libre como quien chapotea en
las praderas del aire,
posee más bien el carácter de la bruma,
en busca del escaso calor que la
disipe.)
Toda alegría está lejos. Demasiado
lejos ya probablemente,
como él se dice que lo ha estado
siempre, incluso de niño,
si recuerda mejor el perfume de una
peonía húmeda
rozada en aquel tiempo con el muslo
que el rostro de su madre joven
en el jardín donde el serbal manchaba
de rojo el sendero.
Él, que ni siquiera va ya hasta el
fondo de su jardín.
Como el corredor que al límite de sus
fuerzas
pasa al que lo releva una barra de
madera blanca,
pero su mano, ¿no tiene nada que pasar
detrás de él,
ni una rama que rebrote o que arda?
¿Será que los he inventado yo, el
pincel del poniente
sobre la áspera tela de la tierra,
el óleo dorado de la tarde sobre los
prados y los bosques?
Pero era como la lámpara sobre la mesa
con el pan.
Acuérdate, cuando ya no hagas pie,
de beber esta bruma con tus débiles
manos,
recoge este poco de paja como lecho
para el sufrimiento,
ahí, en el hueco de tu mano manchada:
podría brillar en la mano
como el agua del tiempo.
Día apenas más amarillo sobre la piedra
y más extenso,
¿no me podrás restablecer?
Sol al fin menos tímido, sol creciente,
restáñame este corazón.
Luz que te curvas para alzar la sombra
y sacudir el frío de tus hombros,
siempre he intentado comprenderte y
obedecerte.
Es ahora, en febrero, cuando te yergues
muy lentamente como un luchador lanzado
a tierra
que va a vencer –
levántame sobre tus hombros,
lávame de nuevo los ojos, haz que al
fin me despierte,
arráncame ya de la tierra, que no la
siga masticando
antes de tiempo como el cobarde que
soy.
Ya sólo puedo hablar a través de estos
fragmentos parecidos
a piedras que hay que levantar con su
parte de sombra
y contra las que tropezamos,
más dispersos que ellas.
Pero quizás se pueda remendar cada día,
malla por malla, la red desgarrada,
y sería, en el más alto espacio,
como recoser, astro a astro, la
noche...
(Plegaria de los agonizantes: zumbido
de abejas negras, como para ir a
recoger
en la profundidad de las flores
ausentes
con qué hacer la miel que nunca hemos
probado.
Se escucha así la voz de aquellos
monjes
que habitaban la cúspide del mundo
en el fondo de templos iguales a
castillos
erigidos al paso de los vientos ignotos
cuyas conchas reúnen la violencia.
Su gong retumba
o es un glaciar que se fractura.
Pero son ellos los que cantan
con la voz más potente y baja nunca
oída,
se los creería bueyes rumiando sus
salmodias,
uncidos entre sí para arar sin descanso
el sembrado coriáceo de lo eterno.
¿Erraban, tirando así de su arado con
rejas de glaciar
desde el alba al crepúsculo?
Sus voces acordes con las montañas,
¿las tenían a raya?
Ahora las oímos desde lejos,
nosotros, tartamudos de voz
entrecortada
que el más mínimo soplo dispersa como
paja.)
En la montaña, en la tarde sin viento
y en la leche de la luz
brillando en los ramajes aún desnudos
de los nogales,
en el largo silencio:
el murmullo del agua
que acompaña un instante la vereda,
el agua que descubren estas motas
brillantes,
o estos destellos de cristal en el
polvo,
su clara y débil voz
de herrerillo asustado.
Esta mañana había un espejo redondo en
la bruma,
un disco plateado a punto de ser oro:
hubiera bastado más fuego en los ojos
para ver en él
el rostro de la que borra con cuidado
amoroso
las marcas de la noche...
Y en el día aún gris
corren aquí y allá como crestas de un
fuego pálido
los ramajes más nuevos de los tilos...
Como vemos ahora en los jardines de
febrero
arder estos pequeños fuegos de hojas
(y parece que es menos por limpiar
el cercado que por ayudar a la luz a
extenderse),
¿es cierto que ya no podemos
hacer lo mismo, con nuestro invisible
corazón?
¡Mírala cómo corre con sus piernas tan
nuevas
al encuentro del amor
como un arroyo de cristal vibrando
entre las rocas,
llena de premura y de risa!
¿Es el azote de las golondrinas sobre
los prados húmedos
lo que la apremia?
Ascendemos ahora por estas sendas de
montaña,
entre prados que son como literas
donde el ganado de las nubes acaba de
levantarse
bajo el báculo de los vientos.
Se diría que grandes formas van
caminando por el cielo.
La luz se fortifica, crece el espacio,
las montañas parecen cada vez menos
murallas,
e irradian, también ellas crecen,
los grandes guardianes circulan por
encima de nosotros —
y la palabra que el milano traza
lentamente, muy alto,
si el aire la borra, ¿no es la misma
que pensábamos
no poder ya oír?
¿Qué hemos cruzado ahí?
¿Una visión, semejante a una tierra
azul sembrada?
¿Conservaremos en el hombro, más de un
instante,
la huella de esta mano?
Se dibuja en el aire una vena rosada
y poco a poco varias, como bajo la piel
de una mano muy joven que saluda o dice
adiós.
Se insinúa en la luz una dulzura
como para ayudar a atravesar la noche.
Tórtola, tantas plumas para tus alas,
tantos rumores tiernos en tus labios,
desconocida.
Está la pena, que arruga,
está el frío que crece,
a veces es como si ya no se tuviera
piel,
tan sólo la piedra de los huesos:
una jaula de piedra con un hogar frío
en el centro,
una especie de cárcel donde se
desconoce
si aún hay alguien por liberar,
y la llave que choca en los barrotes
produce un ruido seco y mate.
La pena se ha enraizado con cuerdas
amarillas
como la ortiga
y el rostro ha ensombrecido.
Hay plantas tan tenaces
que sólo el fuego puede destruirlas.
Se diría que él se esconde, con terror,
en la luz de la aurora
como al fondo de una rosaleda;
respira ahí un perfume
por el que le parece escapar a los
barrotes de la bruma.
¡Ah, cómo contempla esta aurora,
este poco de brasa en el hierro de las
montañas,
él, que cada mañana se aleja un poco
más de ellas!
¡Cómo se acuerda! ¡Cómo apenas se
acuerda:
cuando el rostro, cuando el cuerpo
también se volvían rosados
con el primer grito incierto de un ave
aventurada!
Las nubes se construyen en hileras de
piedras
una sobre otra,
ligera bóveda o arco gris.
Muy poco es lo que nosotros podemos
sostener,
apenas una corona de papel dorado;
con la primera espina
pedimos ayuda temblando.
Que me digan quién ha conquistado la
certidumbre
e irradia desde ese instante en la paz
como la última montaña en apagarse
no se estremece nunca bajo el peso de
la noche.
Esta montaña tiene su doble en mi
corazón.
Me adhiero a su sombra,
recojo entre mis manos su silencio
para que crezca en mí y fuera de mí,
para que se extienda, se apacigüe y
purifique.
Heme aquí: ella me viste como un manto.
Pero más poderosa, se diría, que las
montañas
y todo filo blanco nacido de sus
fraguas,
es la llave frágil de la sonrisa.
Abrimos otra vez los grandes libros:
los que hablan de castillos por
conquistar, de ríos
por cruzar, de pájaros que guían a los
hombres...
Sus palabras
se dirían prendidas en los pliegues de
estandartes azules
que un viento de ignorado origen exalta
al punto que ninguna frase puede leerse
en ellos completa.
O se diría que andan entre cimas,
ellas mismas inmensas, apenas oídas,
inaccesibles,
a menos que al calor del corazón
no se ciernan como nieve sobre nuestros
desnudos pies.
Esta luz que construye templos,
estas columnas azules sobre sus
pedestales de piedra
al pie de los cuales hemos caminado
exultantes
(sobre la mesa rugosa hemos puesto
algunas flores silvestres
en forma de estrellas polvorientas,
tras mojar nuestras manos en el
abrevadero
como en un sarcófago de aguas
relumbrantes),
esta luz soberana sobre las rocas,
que lleva en el centro del frontón el
disco en llamas
que ciega nuestros ojos,
si carece de poder, como parece, sobre
las lágrimas,
¿cómo seguir amándola?
La lira de cobre de los fresnos
ha brillado un buen rato por la nieve.
Luego, cuando bajamos otra vez
al encuentro de las nubes,
se oye enseguida el río
bajo su sábana de niebla.
Cállate: lo que ibas a decir
cubriría su ruido.
Tan sólo escucha: ya se ha abierto la
puerta.
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