Para Javier Hernández Velázquez, que nos trajo sueños desde Goslar
No sé quién me habló del barrio de Buenos Aires.
Prácticamente incomunicado, conectado con el centro por una única línea de
microbús que cuando se aproximaba a las primeras casas del barrio empezó a
traquetear a medida que iba superando los baches, los socavones, los montículos
de asfalto sin nivelar y los cadáveres aplastados de gatos o de ratas, Buenos
Aires estaba constituido por tres calles paralelas de las que la central ostentaba
el título de avenida y cuyos lados presentaban la siguiente disposición: el
lado occidental, orientado hacia el centro, colgaba, por decirlo así, sobre uno
de los ramales de la autovía de circunvalación, a la que podía accederse por
medio de unas escaleras que nadie utilizaba, en previsión de asaltos,
violaciones, reyertas o hurtos; el lado oriental, a apenas un kilómetro del
mar, desembocaba en una especie de vía de servicio en la que se sucedían: 1) Una
gasolinera minúscula compuesta de dos surtidores y una tiendita de repuestos; 2)
Un negocio de aparejos de pesca —cañas, redes, anzuelos, trajes de neopreno y ballestas
submarinas—; 3) Una discoteca que ocupaba una antigua nave de almacenamiento de
maquinaria industrial; y 4) Una pajarería. Creo que fue al dueño de la
pajarería a quien me recomendaron que preguntara por los pisos en alquiler. Según
me dijeron, la pestilencia constante que infundían al aire de la zona los
tanques de la cercana refinería de petróleo —orgullo de la ciudad—, el
aislamiento y la incomunicación del barrio —más de una hora tardaba el microbús
en salvar la distancia entre el extrarradio y el centro— y las frecuentes
violaciones y reyertas protagonizadas por bandas absolutamente fuera de control
habían tenido como consecuencia el despoblamiento parcial de la barriada y la
consiguiente bajada del precio de los alquileres. Se conseguían verdaderas
gangas, me habían dicho para animarme, pisos de tres habitaciones con balcón y
vistas al mar por menos de doscientos euros mensuales con los gastos incluidos.
Los carteles que anunciaban pisos en alquiler sobresalían, en efecto, de
numerosas ventanas. Sin embargo, mientras recorría las calles —en cinco minutos
se visitaba el barrio entero—, sentí como si, a pesar de que no había nadie en
los balcones, nadie parado en los portales ni asomado a las ventanas,
estuvieran vigilándome desde varios sitios distintos para comprobar que ya me
marchaba. No había un solo negocio, un solo bar, ni siquiera una mísera tienda
de comestibles como las que todavía podían encontrarse en los demás barrios de
la capital. Parecía como si todos se hubieran marchado de allí pero al mismo
tiempo siguieran al acecho por si llegaba alguien nuevo. El único lugar amable
parecía ser el local de una asociación que anunciaba cursos de yoga, bicicletas
en préstamo, actividades de senderismo para padres con bebés de cero a tres
años —una modalidad nueva recién llegada a nuestro país en la que se usaban
cochecitos especiales de montaña— y talleres de escritura creativa. El horario
de la asociación, sin embargo, no figuraba por ninguna parte y el aspecto
externo del local no permitía saber si abriría por la tarde o si había sido
abandonado años atrás. El dueño de la pajarería desconocía que hubiera pisos en
alquiler. Según sus palabras casi literales, aquel no era un barrio adecuado
para mudarse a vivir sino para mandarse a mudar. No parecía darse cuenta de que
de sus palabras se deducía la idea —por otra parte fácil de entender— de que, a
medida que la gente se marchara, irían quedando pisos libres para nuevos
inquilinos. Los chicos de la gasolinera, a los que fui a preguntar a
continuación, en vez de responderme, me preguntaron si necesitaba algún
repuesto de la tienda. Por pura dignidad, y hasta con rabia, me fui de allí sin
contestarles, decidido a llamar directamente a alguno de los números anunciados
en los carteles de los pisos en alquiler. Aunque todos los edificios se parecían,
me dio la impresión de que había algunos en los que unas macetas de geranios
bien regados puestas al sol en los balcones les daban un toque algo más
elegante que a los demás. Llamé a un número de teléfono y no contestó nadie. Lo
mismo ocurrió con los cuatro números siguientes. Cuando me dirigía hacia la
parada del microbús, por la puerta del negocio de aparejos de pesca apareció un
señor de ojos de mero —uno de esos especímenes de ojos saltones y ojeras como
bolsas en las que parecen haber depositado la lenta pus del sueño de la vida—
que me hizo una señal para que me acercara. No somos muy amigos de extraños por
aquí, me dijo; los únicos extraños que aceptamos somos nosotros mismos, pero de
eso, de cuando nos instalamos aquí como forasteros sin que realmente lo
fuéramos, hace ya mucho tiempo.
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