martes, 7 de octubre de 2025

UNOS CUANTOS AFORISMOS

BENEFICIOS DE LOS FESTIVALES LITERARIOS

El único beneficio de los festivales literarios es que, mientras se celebran, sus directores, por lo increíblemente ocupados que están, no tienen tiempo de lanzar a las redes sociales sus pasmosas perogrulladas.

 

LEGADO

Su afán por permanecer en la memoria de sus contemporáneos no contó con la galopante desmemoria de sus contemporáneos.

 

FACEBOOK 

Llegó un momento en que tenía más amigos muertos que vivos.

 

CADUCIDAD

En el museo le impidieron fotografiar unas fotografías en las que aparecía de joven; protestó alegando que no le habían pedido permiso para exhibir su imagen. La directora del museo le dijo que esa imagen de hacía treinta años ya no le pertenecía. 

 

AVISO

No son despistes: son pistas. 

 

ELOCUENCIA

Se atragantó con la primera palabra y vomitó un poema infinito elaborado con los restos de su desmoronado ser. 

 

ACICALARSE

Le dijeron que al escribir se despojara de todo ornamento: acudió desnudo a la entrega del premio. 

 

FAMILIA NUMEROSA O EL AMOR INTERESADO

Los únicos hijos que lo quisieron fueron sus hijos literarios.

 

ESTATUTOS (1)

"Esta fundación apoyará con entusiasmo la cultura local, para lo cual cobrará nada más que 2000 euros a los escritores que deseen presentar su nuevo libro en nuestra sede (excepto en el caso de los escritores afines a la fundación, que quedan exentos de pago)."

 

ACICATE

Un editor le dijo que incuestionablemente debía seguir escribiendo. Cuando le envió el libro terminado, el editor le contestó que indudablemente debía seguir corrigiéndolo.  

 

POLLUELO

Quiso probar sus alas, pero con un afilado manifiesto coral se las cortaron

 

AUTOFICCIÓN

Decidió convertirse en el protagonanista de su propia novela.  

 

DESPARPAJO

Cayó en desgracia, se levantó, estornudó unos versos, escupió unas prosas, visitó a un pope, publicó unos artículos, se probó mil disfraces, se casó con su editor, montó una agencia literaria, se divorció de su editor, ganó pasta con concursos, ponencias y recitales, se compró un ático en el centro, se suicidó tirándose a la calle.  

 

CANCIÓN DE CUNA

Duérmete para siempre, sueño de inmortal vanagloria. 

 

SENTIDO DEL RIDÍCULO

Cuando le ofrecieron salir a recitar un poema suyo, declinó la invitación con el siguiente argumento: "Preferiría recitar cinco". 

 

PAREJA DE EDITORES

¿Y si nos hiciéramos de oro publicando los libros escritos por quienes conceden las subvenciones?  

 

CORAZA

Dícese de lo que rodea el corazón enamorado de un poeta. 

 

ESTATUTOS (2)

"Los jurados de los premios que convoca esta fundación estarán compuestos por especialistas de reconocido prestigio, es decir, que el premio de novela será fallado por destacados cuentistas; el premio de cuentos, por insignes poetas; y el premio de poesía, por celebrados autores de novela rosa." 

 

AQUÍ MANDO YO

--¡No va a participar, repito, no va a participar, al menos mientras yo esté con vida, y pienso vivir muchos años! ¡Si participa lo hará por encima de mi cadáver! ¡Te digo y te repito que ustedes no lo van a invitar aunque se comprometa por escrito a dedicarme una oda de arrepentimiento cada día, leñe! ¡Y me importa un pepino si a esto lo llaman veto, censura o cancelación!

 

RUEDA DE PRENSA

Aunque le escribieron lo que tenía que decir, se empeñó en improvisar su discurso. Afirmó que "el arte, sin duda, eleva las almas", que "la música está escrita con mucho amor" y que "la producción de esta ópera está casi al nivel de La Scala de Nueva York".  

 

UN ESCRITOR CABAL

Nunca publicó nada, pero no dejó de escribir hasta el penúltimo día de su vida; el último, por fin, lo destruyó todo. 

lunes, 22 de septiembre de 2025

LA CASA DE TAIDÍA

Para Acerina Cruz.

 

Oh, si yo pudiera regresar a entonces, a aquella casa de Taidía que estuve a punto de comprar. La recuerdo solitaria, engastada en un recodo de la ladera, como si la hubieran abandonado allí desde hacía un tiempo inmemorial. Era una casa como para atrincherarse en ella. Nada más verla, cuando el agente inmobiliario me estaba esperando en lo alto del camino, me dije que alguien que se dispusiera a comprar aquella casa, alguien como yo –o como el futuro comprador que finalmente acabara comprándola– debía de estar hastiado del mundo y sus apariencias, desencantado con todas las agitaciones, convencido de la necesidad de dejarse caer en la inmensidad de la inexistencia; alguien así debía de estar o bien loco o bien desesperado, quiero decir absolutamente ávido de aislamiento y de una paz duradera para sus turbadoras visiones. Oh, supongo que si al final no compré la casa de Taidía es porque creí que mi caso podía resolverse de otro modo. Yo iba con mucha frecuencia por aquella carretera solitaria y me perdía por los barrancos. No sabía gran cosa de aquella isla y adoraba permanecer en aquella ignorancia, es decir, encontrarme con cada lugar como si fuera la primera vez. Cuando salía del trabajo, compraba la comida en un negocio que me la preparaba para llevar, con cubiertos de plástico y todo. Paraba el coche en cualquier apartadero y descendía o subía por el primer camino que encontraba hasta que llegaba a alguna rala arboleda o a algún resquicio de sombra entre los riscos y me sentaba a comer. Era con frecuencia un pollo asado, pero otras veces comía sancocho de pescado o judías compuestas. Oh, recuerdo que, cuando el agente inmobiliario, tras la visita de rigor, me permitió quedarme unos instantes a solas en el interior de la casa, me imaginé sentado en un sofá, acechando a los improbables visitantes que vendrían subiendo por el camino, tras haber preparado un café turbio que no tendría sentido ofrecerles, perdido en ensoñaciones relacionadas con los recovecos de los alrededores. Ese era yo en Taidía. O ese era el yo que allí me imaginaba. ¿Podría suceder que todo aquello lo haya imaginado después, o esté imaginándolo ahora, y que mi visita a la casa hubiera sido una de tantas que hice por entonces? Oh, siempre pensé que fue un error rechazarla para comprarme la otra, aquella en la que durante una temporada fui tan poco feliz. Y es que la casa de Taidía no se andaba con bromas. Lo supe cuando la recorrí de afuera adentro, desde la cocina hasta el patio, atravesando las habitaciones, rodeándola hasta llegar al cubículo trasero, en el que me imaginé colocando estanterías con cráneos y húmeros de animales que me iría encontrando en mis paseos por los barrancos. Había dos ventanas, una a cada lado de la puerta delantera. Era como una casa dotada de un rostro. Y ese rostro no sonreía nunca, se fruncía en un gesto de inveterada amargura o, hacia el atardecer –que fue el momento de mi visita–, adoptaba más bien un rictus de insegura nostalgia. Era como si la casa estuviera siempre recordando algo.  Oh, la soledad que allí se sentía estaba cargada de presencias. Si se miraba hacia lo alto, hacia el más elevado de los riscos, se sentía con un estremecimiento la posibilidad de que una enorme piedra rodara un día por la ladera y aplastara la casa junto con su solitario habitante. En aquella época no había teléfonos móviles con cámaras, por lo que no conservo imágenes del lugar. Tampoco he vuelto a pasar nunca por allí. Quizá ni siquiera daría hoy con la entrada a la propiedad. La casa no estaba rodeada por jardines ni por nada que se le pareciera, sino que ocupaba el centro de una especie de terraplén erigido a media altura hasta el que subía un único camino perteneciente a la propiedad; apenas si había unas pocas macetas con algún cactus reseco rodeando la casa. En invierno, imaginaba, debía de ser fría, pues se encontraba a considerable altura. Desde la casa, si no recuerdo mal, se podía contemplar el Risco Blanco, que era como una cara sin ojos, sin nariz y sin boca, que, sin embargo, nos miraba desde lejos, parecía susurrarnos mensajes incomprensibles y, como un animal prehistórico, olfateaba a través del viento nuestras ínfimas presencias, por lejos que estuviéramos. Oh, ninguno de mis amigos supo nunca que estuve a punto de comprar aquella casa de Taidía. Podrían haberse celebrado allí las fiestas más extravagantes, los rituales más atípicos, las orgías más sabrosas, pues el aislamiento del lugar era total. Los únicos vecinos eran las cabras que caracoleaban por las laderas. Cuando terminó la visita, tras despedirme del agente inmobiliario, descendí por la carretera hasta la costa –donde entonces vivía– soñando con el día en que estaría instalado allí, en aquella atalaya destartalada, insalubre, probablemente infestada de piojos y frecuentada por las ratas de campo, pero feliz, oh, de haber dejado atrás todo lo que por entonces se me hacía tan difícil de sobrellevar.    

sábado, 20 de septiembre de 2025

TRES NOVELAS EN MINIATURA

1

La inquietante, draconiana, sutil, inspirada, desternillante, capciosa, interminable, única, reveladora, pletórica, sinuosa, desopilante, ambigua, irresoluta, inverosímil, líquida, perniciosa, ardua y fascinante historia que quisiera contarles no merece, en el fondo, ser contada. 

2

Se durmió, soñó, se despertó, se vistió, se acicaló, salió, caminó, corrió, se paró, saltó, se desmayó, se cayó, se golpeó, se despertó, vaciló, anduvo, supo, regresó, se sentó, escribió, pensó, tachó, destruyó, perdió, se acostó, soñó, se despertó, murió. 

3

Los trajes, los perfumes, las corbatas, las cartas, los dibujos, las dedicatorias, las miradas, los guiños, los silencios, las conversaciones, los desencuentros, las interrupciones, las barandas, los jardines, los parterres, los peces, los papagayos, las tortugas, las visitas, los tés, las manzanillas, los sillones, las cómodas, las perchas. Nada de eso tenía la menor importancia.

 

sábado, 12 de julio de 2025

DIBUJOS

Yo iba dibujando en mi cabeza lo que veía alrededor, campo a través. Travesuras, tejemanejes, tropezones. Me tropezaba con facilidad. Nunca he traspasado el último de los muros, allí donde todos mis paseos anteriores se han detenido. Miraba, y había mirado todas aquellas otras veces, más allá del muro, antiguas fincas muy parecidas a estas que ahora atravesaba. Nada que no fuera fácilmente accesible. Pero, como siempre me tropezaba, como todo estaba condicionado por tejemanejes y travesuras, como al llegar al último de los muros siempre era ya noche cerrada, nunca lo había traspasado. Me tropezaba porque las piedras que cubrían los caminos cambiaban de lugar en cada excursión. Las travesuras y los tejemanejes se producían casi siempre a mis espaldas o frente a mí, en los laterales, bajo los árboles, entre dos rocas provisionales o en las cuevas húmedas que se habían ido formando con el paso del tiempo. Yo iba dibujando en mi cabeza las formas de los cuerpos en la oscuridad. Las líneas ondulantes de los chasquidos de las ramas se fijaban por un instante en la partitura sumergida en algún lugar de mi oído. El picor súbito que sentía en un dedo alertaba del roce con alguna planta espinosa o urticante. De pronto, un cigarrillo que se encendía en la espesura, la luz de una pantallita que oscilaba ansiosa a lo lejos, los zumbidos de una coruja que pasaba rasante sobre mi cabeza, hacían que dejara de dibujar la partitura táctil en el interior de la mente e intentara descubrir quiénes estaban del otro lado de una cerca, o al pie del sendero que había empezado a recorrer, con qué otros animales podría cruzarme todavía. Celebraba no encontrarme solo en medio de la tenebrosa maraña. Y, sin embargo, esa soledad que tanto temía era la que, en otras ocasiones, me había permitido avanzar en la elaboración de un dibujo que no era, sin duda, una copia de lo que veía; ni siquiera un reflejo o una proyección, ni siquiera una elucubración o una fantasía de lo que sospechaba estar viendo. Se trataba de un conjunto de líneas que se entrecruzaban a partir de impulsos que no sabría definir bien. Actuaba siempre por intuición. Si, de pronto, alguien apartaba unas ramas a la altura de sus ojos para acercarse adonde yo estaba, pero era imposible ubicar exactamente a ese individuo, conocer el ángulo exacto en el que su cuerpo se posicionaba respecto del mío; si, súbitamente, sentía la presencia de un animal terrestre que se colocaba a medio metro de mis piernas sin que no pudiera saber con precisión si se trataba de una rata, de un gato, de un perro o de algún otro pequeño depredador, tendía a inmovilizarme, a incrementar el silencio que desprendía, a respirar a una velocidad mucho más pausada. Entonces, sorprendentemente, podían ocurrir dos cosas: o bien el individuo o el animal desaparecían sin que yo supiera bien cómo o bien se acercaban todavía más a mí hasta casi rozarme la cintura, los pies. Esto último no era necesariamente más inquietante que lo primero. En la cuenta de los tejemanejes sumaba entonces estos movimientos inesperados, que yo parecía haber provocado únicamente con mi inmovilidad, con mi silencio, como si estuviera tirando del hilo que me uniera a unas marionetas recién surgidas a mi alrededor. Tejer y manejar al mismo tiempo objetos, seres, pensamientos: a eso se reducía mi campo de acción durante aquellas excursiones que terminaban casi siempre de madrugada. Otras veces, lo recuerdo porque en ocasiones he creído que lo había inventado, me sentía tan absolutamente solo allí dentro que la aparición de sombras de cuerpos, de sonidos no atribuibles al contacto del viento con la hojarasca, de voces en forma de murmullos que creía captar a este lado del último muro no podía responder sino a una contracción de lo fantasmagórico, como si yo mismo estuviera forzando, empujando por todos los lados, mi mente perversa o traviesa para que produjera esas presencias que reconocía como inexistentes. Sin embargo, no siempre las incorporaba a los dibujos que iba elaborando en mi cabeza. La maraña era a veces de tal magnitud, me refiero a la maraña de las líneas que se entrecruzaban en mi interior, que tenía la sensación de estar caminando por un desierto nocturno. Era como si yo mismo, en otro tiempo, en realidad mucho tiempo atrás, hubiera recorrido aquel lugar y lo hubiera olvidado todo; como si, tras haberlo olvidado, lo hubiera soñado con todo lujo de detalles; como si a su vez hubiera olvidado, al despertar, ese sueño; como si hubiera vuelto al mismo lugar y lo hubiera atravesado como una especie de sonámbulo; como si, de nuevo, lo hubiera soñado y hubiera olvidado lo que había soñado; como si, de pronto, hubiera recordado haber soñado algo sin poder precisar exactamente el qué; como si, finalmente, hubiera aparecido como una sombra sin cuerpo en medio del desierto nocturno y hubiera recordado haber tenido un cuerpo, haberme dormido allí y haberlo soñado todo tal y como lo estaba dibujando. Las piedras que sellaban el pasaje que conectaba una terraza de la antigua finca con otra situada en un plano inferior cambiaban cada vez que recorría aquel lugar. Me tropezaba y tenía que agarrarme de un tronco. A veces una rama que no recordaba en esa posición había estado a punto de clavárseme en un ojo. Bajo la bóveda que formaban varios árboles a la entrada de una de las cuevas me había sentado en una roca que la vez siguiente ya no estaba allí. Ese paisaje mutante me hacía sospechar que realmente no existía y que era yo quien lo inventaba cada vez que acudía. Travesuras como la que puse en práctica un día no tendrían explicación si el asunto no fuera tal y como digo. Me había inmovilizado en el cruce de dos caminos, justamente en un recoveco formado por unos arbustos que me envolvían casi por completo, un recoveco que nunca había habido en ese preciso lugar hasta que yo quise que así fuera. Sentí que dos individuos se acercaban, cada uno por un camino distinto. La casualidad hizo que llegaran a mi altura al mismo tiempo. Me agaché y con cada una de mis manos los tomé respectivamente de una de sus piernas y les di un pequeño tirón. Ambos gritaron al mismo tiempo y, al echar a correr, se golpearon, lo que hizo que volvieran a gritar, hasta que cada uno se fue por donde había venido como alma que lleva el diablo. Nunca supieron lo que había pasado en realidad. Muchas veces, cuando llego al último de los muros, me quedo mirando hacia las antiguas fincas exteriores. Sé que son muy parecidas a estas que transito porque las he dibujado en mi mente al soñarlas, o porque he imaginado que las dibujaba muy parecidas a estas que transito. Allí, lo sé también, la soledad es absoluta. Representan, de algún modo, el otro mundo, el más allá, la oscuridad definitiva. Un día, cuando termine cansándome de tantos tejemanejes, tropezones y travesuras, saltaré el último de los muros y las recorreré. Dibujaré en mi cabeza, que ya no existirá, un territorio vacío, la sombra de unos cuerpos, el eco de unas voces, la memoria de unos pocos y vagos rozamientos.  

 

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