Me veo, allí, en un sendero de la cumbre, o emboscado entre las trenzas de la laurisilva, qué palabra, como si el mundo fuera otro, como si yo también fuera otro, y lo que veo es en realidad un dibujo apenas esbozado del perfil de las montañas, a lo lejos. Porque ahora todo está lejos. Y lo que se ubica delante de los ojos no tiene ninguna consistencia. Así que no es exactamente un recuerdo, sino un desplazamiento, la toma de conciencia de una tendencia a la difuminación de todo lo que nos sale al paso. La mirada se complace en extenderse hasta las cumbres de las montañas alejadas. Y lo que surge allí, como si de pronto se abriera una mirilla en la propia mirada, un mirar minúsculo en el interior del ojo, es una escena que nadie se creería, el azoramiento de un adolescente que se desplaza en silencio por un sendero que va dando curvas, que desciende y luego asciende, y que al ascender sigue ascendiendo hasta llegar a un llano que se atraviesa en un silencio todavía más profundo antes de que el sendero vuelva a descender, ascienda, se hunda luego hasta los restos de dos o tres casas desperdigadas. El adolescente, me veo pero no creo que sea yo aquel, o por lo menos no aquel que creí ser, tiene los ojos muy abiertos pero no es capaz de ver casi nada. Oír sí, oye más de lo que ve, y lo siente todo, como si estar rodeado por tantas enroscadas ramas de árboles sin nombre para él fuera un rito de iniciación, como si él viniera de un país en el que nadie creyera en nada y ahora estuviera asistiendo, es más, formando parte de una presencia absoluta, compartiendo con los dioses sin nombre para él los mensajes que brotan de un temblor del aire, del musgo depositado en los alfileres de las ramas, de un pájaro que cruza de perfil el silencioso estruendo de una brisa súbita, comedida. Me veo allí, paseante de otro tiempo, silencioso restaurador de imágenes desprevenidas, rozando con mi inocencia, que un día se convertirá en putrefacción, los restos o los bordes de una perfección imperfecta. Soy ese que veo allí, pero no exactamente aquel, no del todo el que creo que fui, sino alguien que supo estar en un lugar que no le pertenecía y que glorificó en tributos de tinta invisible los instantes de transfiguración, los misterios recibidos, las doctrinas sutiles, los retales, las lianas. Olvida lo que tienes delante, la ciudad convertida en un insoportable pandemónium de plástico, cemento y estulticia. Mírate transitar allí, por senderos que aún existen, sombras intactas que el dedo de los soles sigue respetando, y, si no crees seguir teniendo derecho a recordarte como eras entonces, o como, al menos, creíste que podías ser, al menos coloca contra tus ojos un resplandor que los ciegue para todo lo que no merece la pena ver, trasládate a donde estuviste al frente de ti mismo, adolescente que sudaba y, mientras caminaba perdido por senderos que no conocía, se olvidaba de quien era, miraba en dirección a la ciudad como si prefiriera escupir sobre sus calles. Allí, en las cumbres de las montañas siempre alejadas, vuelves a verte y no sabes si lo que entonces sabías sigue teniendo alguna validez. El cerco de la humedad en los troncos más aislados. Las serpentinas de un verde oscuro que se te enredaban en el cuello. Los helechos que te hablaban como príncipes encantados. La brújula de los soles alrededor de los ramajes. La música del viento en el corazón del bosque.
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