Yo iba dibujando en mi cabeza lo que veía alrededor, campo a través. Travesuras, tejemanejes, tropezones. Me tropezaba con facilidad. Nunca he traspasado el último de los muros, allí donde todos mis paseos anteriores se han detenido. Miraba, y había mirado todas aquellas otras veces, más allá del muro, antiguas fincas muy parecidas a estas que ahora atravesaba. Nada que no fuera fácilmente accesible. Pero, como siempre me tropezaba, como todo estaba condicionado por tejemanejes y travesuras, como al llegar al último de los muros siempre era ya noche cerrada, nunca lo había traspasado. Me tropezaba porque las piedras que cubrían los caminos cambiaban de lugar en cada excursión. Las travesuras y los tejemanejes se producían casi siempre a mis espaldas o frente a mí, en los laterales, bajo los árboles, entre dos rocas provisionales o en las cuevas húmedas que se habían ido formando con el paso del tiempo. Yo iba dibujando en mi cabeza las formas de los cuerpos en la oscuridad. Las líneas ondulantes de los chasquidos de las ramas se fijaban por un instante en la partitura sumergida en algún lugar de mi oído. El picor súbito que sentía en un dedo alertaba del roce con alguna planta espinosa o urticante. De pronto, un cigarrillo que se encendía en la espesura, la luz de una pantallita que oscilaba ansiosa a lo lejos, los zumbidos de una coruja que pasaba rasante sobre mi cabeza, hacían que dejara de dibujar la partitura táctil en el interior de la mente e intentara descubrir quiénes estaban del otro lado de una cerca, o al pie del sendero que había empezado a recorrer, con qué otros animales podría cruzarme todavía. Celebraba no encontrarme solo en medio de la tenebrosa maraña. Y, sin embargo, esa soledad que tanto temía era la que, en otras ocasiones, me había permitido avanzar en la elaboración de un dibujo que no era, sin duda, una copia de lo que veía; ni siquiera un reflejo o una proyección, ni siquiera una elucubración o una fantasía de lo que sospechaba estar viendo. Se trataba de un conjunto de líneas que se entrecruzaban a partir de impulsos que no sabría definir bien. Actuaba siempre por intuición. Si, de pronto, alguien apartaba unas ramas a la altura de sus ojos para acercarse adonde yo estaba, pero era imposible ubicar exactamente a ese individuo, conocer el ángulo exacto en el que su cuerpo se posicionaba respecto del mío; si, súbitamente, sentía la presencia de un animal terrestre que se colocaba a medio metro de mis piernas sin que no pudiera saber con precisión si se trataba de una rata, de un gato, de un perro o de algún otro pequeño depredador, tendía a inmovilizarme, a incrementar el silencio que desprendía, a respirar a una velocidad mucho más pausada. Entonces, sorprendentemente, podían ocurrir dos cosas: o bien el individuo o el animal desaparecían sin que yo supiera bien cómo o bien se acercaban todavía más a mí hasta casi rozarme la cintura, los pies. Esto último no era necesariamente más inquietante que lo primero. En la cuenta de los tejemanejes sumaba entonces estos movimientos inesperados, que yo parecía haber provocado únicamente con mi inmovilidad, con mi silencio, como si estuviera tirando del hilo que me uniera a unas marionetas recién surgidas a mi alrededor. Tejer y manejar al mismo tiempo objetos, seres, pensamientos: a eso se reducía mi campo de acción durante aquellas excursiones que terminaban casi siempre de madrugada. Otras veces, lo recuerdo porque en ocasiones he creído que lo había inventado, me sentía tan absolutamente solo allí dentro que la aparición de sombras de cuerpos, de sonidos no atribuibles al contacto del viento con la hojarasca, de voces en forma de murmullos que creía captar a este lado del último muro no podía responder sino a una contracción de lo fantasmagórico, como si yo mismo estuviera forzando, empujando por todos los lados, mi mente perversa o traviesa para que produjera esas presencias que reconocía como inexistentes. Sin embargo, no siempre las incorporaba a los dibujos que iba elaborando en mi cabeza. La maraña era a veces de tal magnitud, me refiero a la maraña de las líneas que se entrecruzaban en mi interior, que tenía la sensación de estar caminando por un desierto nocturno. Era como si yo mismo, en otro tiempo, en realidad mucho tiempo atrás, hubiera recorrido aquel lugar y lo hubiera olvidado todo; como si, tras haberlo olvidado, lo hubiera soñado con todo lujo de detalles; como si a su vez hubiera olvidado, al despertar, ese sueño; como si hubiera vuelto al mismo lugar y lo hubiera atravesado como una especie de sonámbulo; como si, de nuevo, lo hubiera soñado y hubiera olvidado lo que había soñado; como si, de pronto, hubiera recordado haber soñado algo sin poder precisar exactamente el qué; como si, finalmente, hubiera aparecido como una sombra sin cuerpo en medio del desierto nocturno y hubiera recordado haber tenido un cuerpo, haberme dormido allí y haberlo soñado todo tal y como lo estaba dibujando. Las piedras que sellaban el pasaje que conectaba una terraza de la antigua finca con otra situada en un plano inferior cambiaban cada vez que recorría aquel lugar. Me tropezaba y tenía que agarrarme de un tronco. A veces una rama que no recordaba en esa posición había estado a punto de clavárseme en un ojo. Bajo la bóveda que formaban varios árboles a la entrada de una de las cuevas me había sentado en una roca que la vez siguiente ya no estaba allí. Ese paisaje mutante me hacía sospechar que realmente no existía y que era yo quien lo inventaba cada vez que acudía. Travesuras como la que puse en práctica un día no tendrían explicación si el asunto no fuera tal y como digo. Me había inmovilizado en el cruce de dos caminos, justamente en un recoveco formado por unos arbustos que me envolvían casi por completo, un recoveco que nunca había habido en ese preciso lugar hasta que yo quise que así fuera. Sentí que dos individuos se acercaban, cada uno por un camino distinto. La casualidad hizo que llegaran a mi altura al mismo tiempo. Me agaché y con cada una de mis manos los tomé respectivamente de una de sus piernas y les di un pequeño tirón. Ambos gritaron al mismo tiempo y, al echar a correr, se golpearon, lo que hizo que volvieran a gritar, hasta que cada uno se fue por donde había venido como alma que lleva el diablo. Nunca supieron lo que había pasado en realidad. Muchas veces, cuando llego al último de los muros, me quedo mirando hacia las antiguas fincas exteriores. Sé que son muy parecidas a estas que transito porque las he dibujado en mi mente al soñarlas, o porque he imaginado que las dibujaba muy parecidas a estas que transito. Allí, lo sé también, la soledad es absoluta. Representan, de algún modo, el otro mundo, el más allá, la oscuridad definitiva. Un día, cuando termine cansándome de tantos tejemanejes, tropezones y travesuras, saltaré el último de los muros y las recorreré. Dibujaré en mi cabeza, que ya no existirá, un territorio vacío, la sombra de unos cuerpos, el eco de unas voces, la memoria de unos pocos y vagos rozamientos.