Y si todo era duelo de dónde procedía aquella exaltación que me llevaba a ponerme una y otra vez de pie en el banco en el que me había sentado, que me incitaba a tender las manos hacia las ramas más altas, zarandeadas por las ráfagas más atronadoras, pues aquí abajo el viento, no el viento recordado sino el visible, no el viento que olvidé sino el que ahora luchaba por absorberme, era más un hormigueo incesante de las hojas que una desaforada invención, como allá arriba, de la locura del aire.
Supe que no estaba solo en la plaza cuando escuché una voz que parecía camuflarse entre las ráfagas.
Era una voz que no hablaba conmigo, ni con sombra alguna de las proyectadas por las farolas de luz ya mustia a aquellas horas tardías, sino que o bien se comunicaba consigo misma, como si quisiera recordarse en alto lo que había determinado hacer, quizá para no olvidarlo o acaso para sentir que podía decírselo a pesar del estruendo circundante, o bien se dirigía a otra voz igualmente escondida, o a otras voces, quién sabe cuántas podría haber por allí.
Las casas que nos rodeaban atestiguaban que no estábamos solos del todo, aunque sabía que algunas de ellas estaban deshabitadas al menos desde la época en que yo viví en aquel pueblo, dos décadas atrás.
Que algunas estuvieran deshabitadas, como la que lindaba con la casa que fue mía y a la que le habían puesto puerta y ventana nuevas, y dos capas de pintura, por lo menos, en la escueta fachada, no quería decir que algunas noches no se reunieran en aquellas casas personas en un número incierto para no se sabía bien si jugar a las cartas, beber licores caseros, destripar animales cazados aquella misma tarde o mantener relaciones sexuales en grupo.
El viento, mientras tanto, seguía a lo suyo, desgañitándose en cada hoja de los laureles de Indias, que chillaban como si las estuvieran desgarrando o como si las ramas que las sostenían les derramaran una savia avinagrada o tóxica.
Sentado en aquel banco, sin ser capaz de dejar de llorar y sin saber muy bien por qué lo hacía, o quizá, mejor, sin querer confesármelo, fumaba lo primero que había encontrado en mi equipaje, y me levantaba a trompicones, como si fuera un lunático, me subía al banco de metal, como aspirado por un frenesí mucho más poderoso que el viento, y tendía las manos hacia las ramas más altas, como si de allí pudiera venir la palabra o la frase definitivas que disolverían el duelo lo mismo que queda el canto retenido en las gargantas de los pájaros cuando la muda los transforma en seres introvertidos, taciturnos.
Pues cualquier disolución imaginable pasaba por la retención, por el silencio.
Lo desbocado de todas aquellas semanas me había hecho imaginarme que estar allí, en el mismo lugar en el que había vivido dos decenios atrás, me resultaría insoportable. Pero enseguida supe que era todo lo contrario: era allí donde encontraría la curación para tanto desmadre, la serenidad transida de exaltación que tanto necesitaba para convencerme de que podía salir adelante.
Aquella mañana, al despertarme, había escuchado el graznido de un papagayo que mantenían encerrado en una jaula en el extremo del patio; el día anterior lo había visto agarrarse con el pico a los barrotes; y nada más llegar había notado cómo me miraban sus ojos enfurecidos desde donde quiera que la memoria atribulada lo tuviera retenido en aquel preciso instante; aquel pobre animal no podía sino agarrarse con el pico a su propia clausura.
Lo mismo, me decía, yo, aherrojado con cerrojos de duras palabras incomprensibles, difícilmente habitables, incapaces de iniciar ninguna conversación, palabras que, como una tela de araña, trazaba para encerrarme a mí mismo dentro de ellas, y desde allí, colgado de ellas como de un garfio, el paladar horadado por términos que ardían, no podría sino balancearme para aumentar el dolor, recrearme en el duelo, dejar caer más lágrimas que el viento barrería junto con las hojas caídas que, por fin, se habrían liberado de su sujeción a las ramas.
En otro tiempo, en algún momento que no sabría precisar, en aquella misma plaza, salvo que entonces había una terraza con tres o cuatro mesas en las que podía pedirse una cerveza, había conversado una hora con mi vecino de entonces, palabras siempre alicaídas, reveses musitados como si expresarlos en voz algo más alta amenazara con empeorarlos, todo un intercambio de malestares y humillaciones, agravios e indiferencias, como si, incluso en la excepcionalidad de aquella conversación, no pudiéramos dejar de sentirnos asediados por toda la cochambre que había recubierto nuestras vidas.
Ahora no sabía dónde estaba ni qué habría sido de él; tenía miedo de preguntarlo en el pueblo por si nadie lo recordaba; o, quién sabe, por si me daban noticias de su muerte.
Sabía que se olvidaba pronto a quienes habían ocupado sus vidas en destruirlas, pues la destrucción sólo interesaba a las propias víctimas, sobre todo ese tipo de destrucción incomunicable a la que nos habíamos dedicado tanto él como yo en aquellos años.
Me decía que si lograba alcanzar una primera rama podría luego ir ascendiendo por las cicatrices giratorias del viento.
Las voces se habían refugiado bajo un pórtico adornado con varios arbustos: allí, como si el viento fuera un aguacero, dos o tres seres de edades indefinidas encendían sus cigarrillos aliñados con sustancias que los hacían vocear acompasándose al viento, intentando infiltrar en él sus susurros, un parloteo abstruso sobre la última camada de los puercos en el goro improvisado del barranco, sobre las atarjeas que irrigaban todavía las pocas fincas de tomates que quedaban, sobre los disfraces de los carnavales del año pasado que habían guardado en el desván polvoriento de la casa semirruinosa de un compinche.
El cigarrillo se deshacía en mis labios como el hilo de agua en la fuente de piedra.
Las calles de los alrededores formaban un laberinto que me sabía de memoria.
Nunca me fui del todo, me dije; y por eso tampoco nunca regresaré del todo.
No me había tropezado con ninguna persona a la que pudiera reconocer o que me hubiera reconocido, si exceptuaba al dueño del bar colindante con la gasolinera, a quien cada vez que había vuelto le pedía un café que me servía con manos temblorosas debido, sospechaba, a una enfermedad padecida desde niño, y lo cierto es que no creía que él me hubiera reconocido nunca, pues por entonces apenas lo frecuentaba.
La vida se había ensañado allí con muchos, pero no con él, que parecía el más frágil de todos.
Había tres accesos a la plaza, y decidí escabullirme por el menos visible: cruzaría la carretera, abriría el portón de la casa alquilada, atravesaría el patio, pasaría junto a la jaula del papagayo y dormiría, por última vez, en aquel pueblo.
Al
socaire del viento.