jueves, 29 de mayo de 2025

OTRA NOCHE EN AGÜIMES

Y si todo era duelo de dónde procedía aquella exaltación que me llevaba a ponerme una y otra vez de pie en el banco en el que me había sentado, que me incitaba a tender las manos hacia las ramas más altas, zarandeadas por las ráfagas más atronadoras, pues aquí abajo el viento, no el viento recordado sino el visible, no el viento que olvidé sino el que ahora luchaba por absorberme, era más un hormigueo incesante de las hojas que una desaforada invención, como allá arriba, de la locura del aire.

Supe que no estaba solo en la plaza cuando escuché una voz que parecía camuflarse entre las ráfagas.

Era una voz que no hablaba conmigo, ni con sombra alguna de las proyectadas por las farolas de luz ya mustia a aquellas horas tardías, sino que o bien se comunicaba consigo misma, como si quisiera recordarse en alto lo que había determinado hacer, quizá para no olvidarlo o acaso para sentir que podía decírselo a pesar del estruendo circundante, o bien se dirigía a otra voz igualmente escondida, o a otras voces, quién sabe cuántas podría haber por allí.

Las casas que nos rodeaban atestiguaban que no estábamos solos del todo, aunque sabía que algunas de ellas estaban deshabitadas al menos desde la época en que yo viví en aquel pueblo, dos décadas atrás.

Que algunas estuvieran deshabitadas, como la que lindaba con la casa que fue mía y a la que le habían puesto puerta y ventana nuevas, y dos capas de pintura, por lo menos, en la escueta fachada, no quería decir que algunas noches no se reunieran en aquellas casas personas en un número incierto para no se sabía bien si jugar a las cartas, beber licores caseros, destripar animales cazados aquella misma tarde o mantener relaciones sexuales en grupo.

El viento, mientras tanto, seguía a lo suyo, desgañitándose en cada hoja de los laureles de Indias, que chillaban como si las estuvieran desgarrando o como si las ramas que las sostenían les derramaran una savia avinagrada o tóxica.

Sentado en aquel banco, sin ser capaz de dejar de llorar y sin saber muy bien por qué lo hacía, o quizá, mejor, sin querer confesármelo, fumaba lo primero que había encontrado en mi equipaje, y me levantaba a trompicones, como si fuera un lunático, me subía al banco de metal, como aspirado por un frenesí mucho más poderoso que el viento, y tendía las manos hacia las ramas más altas, como si de allí pudiera venir la palabra o la frase definitivas que disolverían el duelo lo mismo que queda el canto retenido en las gargantas de los pájaros cuando la muda los transforma en seres introvertidos, taciturnos.

Pues cualquier disolución imaginable pasaba por la retención, por el silencio.

Lo desbocado de todas aquellas semanas me había hecho imaginarme que estar allí, en el mismo lugar en el que había vivido dos decenios atrás, me resultaría insoportable. Pero enseguida supe que era todo lo contrario: era allí donde encontraría la curación para tanto desmadre, la serenidad transida de exaltación que tanto necesitaba para convencerme de que podía salir adelante.

Aquella mañana, al despertarme, había escuchado el graznido de un papagayo que mantenían encerrado en una jaula en el extremo del patio; el día anterior lo había visto agarrarse con el pico a los barrotes; y nada más llegar había notado cómo me miraban sus ojos enfurecidos desde donde quiera que la memoria atribulada lo tuviera retenido en aquel preciso instante; aquel pobre animal no podía sino agarrarse con el pico a su propia clausura.

Lo mismo, me decía, yo, aherrojado con cerrojos de duras palabras incomprensibles, difícilmente habitables, incapaces de iniciar ninguna conversación, palabras que, como una tela de araña, trazaba para encerrarme a mí mismo dentro de ellas, y desde allí, colgado de ellas como de un garfio, el paladar horadado por términos que ardían, no podría sino balancearme para aumentar el dolor, recrearme en el duelo, dejar caer más lágrimas que el viento barrería junto con las hojas caídas que, por fin, se habrían liberado de su sujeción a las ramas.

En otro tiempo, en algún momento que no sabría precisar, en aquella misma plaza, salvo que entonces había una terraza con tres o cuatro mesas en las que podía pedirse una cerveza, había conversado una hora con mi vecino de entonces, palabras siempre alicaídas, reveses musitados como si expresarlos en voz algo más alta amenazara con empeorarlos, todo un intercambio de malestares y humillaciones, agravios e indiferencias, como si, incluso en la excepcionalidad de aquella conversación, no pudiéramos dejar de sentirnos asediados por toda la cochambre que había recubierto nuestras vidas.

Ahora no sabía dónde estaba ni qué habría sido de él; tenía miedo de preguntarlo en el pueblo por si nadie lo recordaba; o, quién sabe, por si me daban noticias de su muerte.

Sabía que se olvidaba pronto a quienes habían ocupado sus vidas en destruirlas, pues la destrucción sólo interesaba a las propias víctimas, sobre todo ese tipo de destrucción incomunicable a la que nos habíamos dedicado tanto él como yo en aquellos años.

Me decía que si lograba alcanzar una primera rama podría luego ir ascendiendo por las cicatrices giratorias del viento.

Las voces se habían refugiado bajo un pórtico adornado con varios arbustos: allí, como si el viento fuera un aguacero, dos o tres seres de edades indefinidas encendían sus cigarrillos aliñados con sustancias que los hacían vocear acompasándose al viento, intentando infiltrar en él sus susurros, un parloteo abstruso sobre la última camada de los puercos en el goro improvisado del barranco, sobre las atarjeas que irrigaban todavía las pocas fincas de tomates que quedaban, sobre los disfraces de los carnavales del año pasado que habían guardado en el desván polvoriento de la casa semirruinosa de un compinche.

El cigarrillo se deshacía en mis labios como el hilo de agua en la fuente de piedra.

Las calles de los alrededores formaban un laberinto que me sabía de memoria.

Nunca me fui del todo, me dije; y por eso tampoco nunca regresaré del todo.

No me había tropezado con ninguna persona a la que pudiera reconocer o que me hubiera reconocido, si exceptuaba al dueño del bar colindante con la gasolinera, a quien cada vez que había vuelto le pedía un café que me servía con manos temblorosas debido, sospechaba, a una enfermedad padecida desde niño, y lo cierto es que no creía que él me hubiera reconocido nunca, pues por entonces apenas lo frecuentaba.

La vida se había ensañado allí con muchos, pero no con él, que parecía el más frágil de todos.

Había tres accesos a la plaza, y decidí escabullirme por el menos visible: cruzaría la carretera, abriría el portón de la casa alquilada, atravesaría el patio, pasaría junto a la jaula del papagayo y dormiría, por última vez, en aquel pueblo.

Al socaire del viento.

sábado, 10 de mayo de 2025

LAS CAGADAS

Las ganas iban en aumento a medida que me acercaba al muro junto al que había decidido agacharme para cagar. Llevaba en un bolsillo de la chaqueta el trozo de papel que había arrancado del rollo que siempre llevaba en el maletero del coche. Entre donde lo había aparcado y el muro junto al que había decidido cagar mediarían unos doscientos metros. Había que atravesar la urbanización por un sendero flanqueado de matorrales a través de un solar que se prolongaba ya en campo abierto por una zona en la que estaba prohibido edificar debido a su proximidad con el aeropuerto. Se trataba de un conjunto de antiguas fincas que debían de haber sido expropiadas y que ahora constituían un descampado que se extendía a lo largo de varios kilómetros hasta la siguiente zona residencial. Las ganas habían hecho su tímida aparición la primera vez que me bajé del coche y recorrí ese sendero que conocía de otras ocasiones y por el que, poco antes de que me bajara, había salido un chico cuya cara me era conocida de paseos anteriores. Se dirigió a su coche, que estaba aparcado frente al mío, arrancó y desapareció. Todavía no había caído la noche. En mi primer recorrido no vi a nadie más, pero las ganas fueron en aumento y pensé que lo mejor era aprovisionarme del trozo de papel con que me limpiaría el culo después de cagar. Por eso me dirigí lo antes posible al camino que devolvía con más celeridad a la calle en la que había aparcado el coche. Volví a entrar en el descampado por el camino por el que había salido el chico cuya cara me era conocida de paseos anteriores y me dirigí, cada vez más deprisa, al muro junto al que había decidido agacharme para cagar. Miré a mi alrededor: por allí no había nadie. Me quité la bufanda y la coloqué en lo alto del muro, que me llegaba hasta la cintura. Lo mismo hice con la chaqueta. Me bajé los pantalones, luego los calzoncillos, y me agaché junto a unas piedras. Ni siquiera fue necesario que empujara ni que hiciera apenas esfuerzo alguno, pues las cagarrutas salieron instantáneamente. Fueron cuatro, la última de ellas más pequeña que las anteriores, y su color era marrón café con leche. Sin embargo, cuando estaba saliendo la segunda me di cuenta de que en el mismo lugar había otros cuatro moñigos del mismo color y de las mismas dimensiones que los míos: tres medianos y uno más pequeño. Estaban exactamente en el mismo lugar, eran exactamente del mismo color y medían exactamente lo mismo que los míos. Además, eran, sin lugar a dudas, recientes, pues su color y textura no habían cambiado y aún no había moscas posadas sobre ellos. Todo esto sólo podía significar dos cosas: que alguien había cagado allí, en el mismo lugar, poco antes que yo; o que yo había cagado allí, en el mismo lugar, poco antes que yo. Descarté esta última opción, pues la lógica no invitaba a aceptarla. Me pareció evidente que el chico que yo había visto salir del descampado había sentido la misma urgencia que yo acababa de sentir, pero lo incomprensible o, más bien, lo más difícil de asimilar, era que hubiera elegido exactamente el mismo lugar que yo había elegido al azar y que sus deposiciones coincidieran en número, tamaño y color con las mías. El muro se prolongaba a lo largo de muchos metros ¿y tanto él como yo habíamos ido a cagar exactamente a la misma altura, junto a las mismas piedras? Resultaba una coincidencia muy difícil de entender, sobre todo porque a ella se unía la sincronía de ambas cagadas: apenas unos minutos las separaban. Además, ¿cómo era posible que ambos expulsáramos unos zurullos tan absolutamente idénticos en cantidad, dimensiones y tonalidad? Cualquiera de estas coincidencias por separado habría sido perfectamente asumible por una mente sensata, pero todas ellas juntas impedían considerar esa explicación, la de que aquellas heces hubieran sido expulsadas por otra persona, como plausible. Estaba claro que había que aventurar una hipótesis distinta. Retomé entonces la posibilidad de que yo me hubiera equivocado y que, mientras estaba expulsando la que creía mi segunda cagarruta, hubiera depositado ya en realidad cuatro más y que todos aquellos moñigos fueran de mi propia y exclusiva cosecha. Esta hipótesis planteaba, sin embargo, dos problemas cruciales: el primero era que yo estaba seguro de que, en el preciso momento en que estaba depositando mi segundo zurullo, me di cuenta de que ya había allí varias cagarrutas que no era yo quien había cagado porque precisamente en ese momento yo estaba empezando a cagar; el segundo problema era que, por muchas que fueran mis ganas, era imposible que, al finalizar mi deposición, hubiera cagado un total de seis moñigos de mediana extensión y otros dos de menor tamaño. Descartada, por tanto, esta segunda hipótesis que sólo podríamos atribuir a un lapsus de memoria o a un despiste circunstancial, pero que, por las razones que acabo de exponer, parecía completamente inverosímil, tuve que recurrir a la posibilidad de que otro yo hubiera cagado allí antes que yo. Quiero decir: que yo mismo, pero desdoblado en otro, hubiera sido el autor de las cuatro cagarrutas idénticas a las cuatro que yo mismo, sin desdoblamiento alguno, había depositado allí poco después. Estaríamos entonces no ante un suceso paranormal o fantasmagórico sino frente a lo que los físicos consideran como la existencia de mundos paralelos o multiversos en los que las identidades pueden estar desdobladas y los tiempos se superponen o colindan, lo mismo que lo hacen los espacios. A pesar de que mis conocimientos sobre esta teoría son escasos, precarios, puedo imaginarme que lo realmente ocurrido es que, cuando durante el primer paseo sentí las primeras ganas de cagar, mi yo de ese momento lo hizo en el lugar junto al muro que había elegido: depositó allí los tres moñigos y medio y continuó paseando como si tal cosa. Cuando regresé al coche a buscar el papel para poder limpiarme el culo tras notar que las ganas de cagar iban en aumento, ese acontecimiento, que había tenido lugar en un mundo –tiempo y espacio–paralelo, ya había ocurrido y yo no tenía memoria de ello. Fue entonces cuando las ganas, que aumentaban precisamente debido a la ausencia de memoria y a que el yo, llamémoslo así, principal no había cagado todavía, precipitaron mi rápida aproximación al muro, exactamente al mismo lugar en el que el yo, llamémoslo así, secundario ya había descargado la totalidad de sus heces, lo que implicaría que cierto hilo de conexión reminiscente seguía existiendo entre ambos mundos, entre ambos yoes, y que esa conexión quedaba expuesta y demostrada por haber elegido ambos el mismo lugar para cagar. La segunda deposición, por tanto, venía a ser una suerte de un reflejo, huella o proyección de la primera, o viceversa. Hay, sin embargo, un pequeño detalle en esta tercera hipótesis que impide aceptarla como completamente plausible. Es lo que yo llamaría “el dilema del trozo de papel”. Si la primera vez que cagué no disponía de papel con el que limpiarme el culo, ¿cómo es posible que el culo estuviera limpio la segunda vez que cagué? Ya en su momento escribió alguien, alguien bastante ilustre, que “el culo mío es mío”; pero aquí ocurre que si ambos mundos paralelos son un reflejo el uno del otro y lo único que cambia son determinados detalles que tienen que ver exclusivamente con las condiciones espaciotemporales en que se produjeron ambas cagadas, el culo del primer yo debería haber quedado tan limpio como el del segundo. Sin embargo, la inexistencia del papel en la primera cagada invalida la posibilidad de que la segunda sea una copia o reflejo de ella. Esto nos lleva a plantear la cuarta y última hipótesis, que es quizá la más plausible: la que se sustenta en la idea de que “el culo mío no es mío”; es decir, justo lo contrario de la ilustre tautología. Esta hipótesis conlleva necesariamente la existencia o inexistencia del trozo de papel tras la terminación de ambas cagadas. O bien lo hubo o bien no lo hubo, pero no pudo haberlo en un caso y en el otro no. Imaginemos que en la primera cagada no había un trozo de papel para que me limpiara el culo: esto supondría un culo sucio que sería el que cagaría en la segunda cagada. Imaginemos, por el contrario, que en la primera de ellas me limpié el culo con un trozo el papel: esto implicaría un culo limpio que luego cagaría en la segunda cagada. Pero las cosas, me temo, no son tan sencillas. ¿Por qué no podemos imaginar, siguiendo la idea de que “el culo mío no es mío”, que el culo que caga en la primera cagada es un culo distinto del que caga en la segunda? Es decir, que si bien la coincidencia de ambas deposiciones es completa excepto en sus parámetros espaciotemporales, pueda haber, además, otra divergencia relativa al ojete concreto del que se desprenden en cada caso cuatro cagarrutas: en el primer caso está limpio y en el segundo, sucio, o viceversa. No son el mismo culo, no son el mismo ojete, aunque por ambos salen los mismos zurullos y, por lo tanto, las dos cagadas son exactamente la misma, sólo que desdobladas en el espaciotiempo. Si no hubo un trozo de papel en la primera cagada, tampoco lo hubo en la segunda. Si hubo un trozo de papel en la segunda, también lo hubo en la primera. Sin embargo, al tratarse de dos culos distintos, aunque pertenecientes a la misma persona (“el culo mío no es mío”), en un caso el culo queda sucio y en el otro, limpio, sin que importe en cuál de las dos cagadas ocurre lo uno o lo otro. Después de reflexionar mucho al respeto, creo que hay muy pocas posibilidades de que esta última hipótesis no sea la correcta. Y ahora permítanme, si lo tienen a bien, un final bucólico. Las moscas, como suelen hacer, olieron poco después los moñigos depositados en terreno tan agreste. Se posaron –duplicadas o no– en cuatro o en ocho moñigos, eso nunca se sabrá y, en el fondo, poco importa. Los excrementos se fueron transformando en abonos para la hierba que crece entre las piedras. Cuando volví al coche, aliviado, dejé caer en el asiento un culo que, fuera o no fuera mío, había contribuido, aun en escasa medida, a la supervivencia de la naturaleza, del mundo, del cosmos.

PRESENTACIÓN DE 'LAS PERTENENCIAS' EN MADRID


 

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