domingo, 22 de diciembre de 2019

PARA UNA POÉTICA DEL UMBRAL: EL POEMA COMO ESPACIO DE TRÁNSITO Y CONFLUENCIAS

La escritura inicial, la que tanteaba todavía en la oscuridad, en las sentinas oníricas de visiones desligadas de cualquier experiencia, o al menos de las experiencias comunes y corrientes, era una escritura compulsiva, incluso obsesiva, diría, que giraba en torno a la ausencia y buscaba darle un cuerpo a lo desaparecido. El umbral no aparece entonces todavía, pero la escritura parece presentirlo. Recuerdo una imagen que no figura en los poemas pero que es uno de sus trasfondos silenciosos: en una terraza de verano, siendo muy joven, me fijé en un rostro, el rostro de alguien aún más joven que yo, y me dije que podría ser mi hermano, y que quizá lo había sido pero estaba muerto, que ese joven que bailaba rodeado de amigos no existía sino en mi mirada, en mi memoria y, a partir de esa noche, en mi escritura. Así empezó la serie titulada “La crepitación”, que se publicaría entera sólo muchos años después, pero de la que di muestras en revistas de mediados de los 90.

El primer libro que publiqué se tituló El canto en el umbral. La verdad es que no sabría decir muy bien por qué. Había en el libro un poema que llevaba ese título y otro titulado “El umbral”. Estamos en 1997. La presencia del umbral, de un lugar físico en el que se pasaba de un espacio a otro y de un lugar mental en el que todo quedaba alterado, se volvió por entonces muy poderosa. Lo constaté ya en la primera poética que escribí, por la época en que estaba reuniendo aquellos poemas para convertirlos en libro. Cito de aquella primeriza reflexión: “Veo el conjunto de mis textos más recientes como una meditación del umbral. El canto en el umbral es un canto suspendido, como la música silenciosa de Luigi Nono. Suspensión entre la vida y la muerte, entre el ser y el no ser, la palabra que ha decidido habitar el umbral sabe que habrá de exponerse a la soledad y a la inclemencia, a la ausencia de morada y al exilio perpetuo junto a su propia casa. Esta palabra habita un lugar sin lugar, vive la experiencia del borde último y se adentra en espacios que desconoce. Pero nunca abandona el umbral. Porque este es también el lugar de la espera, el lugar en que la palabra espera la palabra”. Me parecen ahora, leídas casi veinticinco años después, palabras demasiado contundentes, demasiado seguras. Puede detectarse la relación con cierta poética del desierto y de la espera que por entonces yo debía a lecturas de José Ángel Valente, de Edmond Jabès. La materialización de ese canto en el umbral tiene lugar en uno de los primeros poemas del libro. Me doy cuenta al leerlo hoy de que existe una conexión entre el sueño y el umbral, como si aquel fuera la condición indispensable para que este se manifieste. Hay también más erotismo del que yo suponía, pues el umbral es también el lugar en que los cuerpos se enlazan y, al enlazarse, se destruyen. El sueño, pues, la noche, los árboles, la casa y los cuerpos dibujan una escena que me sigue resultando misteriosa. Sé dónde escribí el poema, sé cuándo lo escribí, pero he olvidado la experiencia que lo generó. Podría decirse que en este poema encarna, por tanto, la experiencia de entonces, que quedó destruida para surgiera el canto. El poema se titula igual que el libro: “El canto en el umbral”.

La destrucción de los cuerpos que se han encontrado en ese lugar misterioso que en el fondo no existe parece en otro de los poemas del libro la consecuencia de un encuentro amoroso ciertamente sangriento y doloroso. No queda claro si se trata de dos cuerpos o de uno solo que se desdobla. El interlocutor con quien se habla va desapareciendo a medida que avanza el poema, como si el umbral se lo fuera tragando o como si el vacío del cuerpo propio necesitara contener y digerir los cuerpos ajenos que han ardido con él en un contacto brutal. La danza final del cuerpo vacío es un ritual funerario. El poema al que me refiero se compone de nuevo fragmentos escritos en prosa y se titula “El umbral”.
  
Unos diez años después de escritos estos poemas, y consumado mi regreso a la isla después de mi estancia de cinco años en Alemania –años de aprendizaje o Lehrjahre, por decirlo en la lengua de Goethe–, el reencuentro con el umbral en que surgieron los poemas del primer libro es ciertamente extraño. Debo decir que ya entonces, al principio, a mediados de los 90, aquel umbral, que era el de la antigua casa de mis abuelos en el campo, simbolizaba las sucesivas ausencias de seres queridos. La casa, a la que yo había entrado entonces para enfrentarme a los fantasmas y de la que salía a la luz del atardecer, a la danza giratoria de los árboles, para quitarme de encima esos mismos fantasmas y continuar mi vida liberado de ellos, seguía allí, intacta, aún deshabitada. Tiempo más tarde mis padres la reformarían para vivir en ella. Pero para cuando escribí algunos de los poemas que compondrían Moradas del insomne, escritos a mediados de la década del 2000, la casa aún seguía siendo ese lugar silencioso, testigo de otros tiempos, los de mi niñez y adolescencia, que cada vez estaban más lejos. Lo que sentí entonces y quise expresar en ellos es esa distancia, y la acumulación de un peso indefinible en el cuerpo que pudo una vez sentirse vacío, aunque ese vacío estuviera lleno de sangre y de dolor. El de esos tiempos de regreso es un umbral más oscuro, más incierto, y lo que se le pide a la escritura es apenas convertirse en un rasguño de la extraña simbiosis de presente y pasado en un lugar como ese.

Es curioso que casi diez años después, hacia mediados de la década de 2010, escribiera un poema sobre ese mismo lugar y en ese mismo lugar. Ya mis padres vivían en la casa, que había sido completamente reformada. La terraza de la parte delantera, de la que hablan algunos de los poemas de Moradas del insomne, y en la que incluso escribí alguno de ellos, ya no existe. El umbral, propiamente, ya no existe, pues en la reforma de la casa se prefirió disponer la entrada por uno de los laterales, lo que transforma por completo la percepción del lugar de tránsito entre la noche y la intimidad, entre los árboles y el sueño, entre la luna y las palabras. Desesperadamente, en una tarde que pasé allí solo mientras mis padres estaban de viaje, busqué los rastros de la escritura anterior, de ese espacio que formaba parte de la entraña vivida. Vuelvo a mirar la luz que desciende desde las montañas, vuelvo a sentir que hay algo en los árboles que canta o nos conecta con la mirada de la muerte. Destruido para siempre el umbral, es el propio poema el que adopta su forma. Las estrofas se van sucediendo una a otra como peldaños de un acceso abrupto a algún lugar desconocido. La intimidad, la protección, pero también la pasión por el desamparo, por la desnudez de los cuerpos, por la errancia, se buscan ahora al límite de lo decible.

Pero hay también en ese libro, Un sudario, el último de los que he publicado, poemas que se acercan a otros bordes no tanto espaciales como corporales, límites del sentido próximos a la inconciencia, como si fuera necesario atrapar con el cuerpo todo el vacío que nos rodea, incorporarlo, alimentarnos hasta la sangre de él para, en algún momento, vomitarlo, liberarnos acaso, escribir un poema como quien se contempla en un espejo y ve una masa informe parecida a un pintura de Bacon. Poemas como “Retrato” serían buenos ejemplos de lo que digo.
  
Por último, algunos textos recientes e inéditos, si bien no parten de esa lectura simbólica de un espacio concreto, reúnen, sin embargo, una serie de experiencias propias o ajenas, los cadáveres de las relaciones amorosas confundidos en la memoria o la muerte de los padres de algunos amigos, y las tantean como a trompicones. Se traza aquí una perspectiva sobre la luz que se apaga y nos deja en una oscuridad por la que nos es forzoso caminar a tientas. El poema puede quizá ayudar en ese tránsito. Estos poemas, llegados a este último umbral de las despedidas, son también un espacio de confluencias: todas las desapariciones tienen en ellos cabida. Se acompañan, por decirlo así, unas a otras.

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