La escritura inicial,
la que tanteaba todavía en la oscuridad, en las sentinas oníricas de visiones
desligadas de cualquier experiencia, o al menos de las experiencias comunes y
corrientes, era una escritura compulsiva, incluso obsesiva, diría, que giraba
en torno a la ausencia y buscaba darle un cuerpo a lo desaparecido. El umbral
no aparece entonces todavía, pero la escritura parece presentirlo. Recuerdo una
imagen que no figura en los poemas pero que es uno de sus trasfondos
silenciosos: en una terraza de verano, siendo muy joven, me fijé en un rostro,
el rostro de alguien aún más joven que yo, y me dije que podría ser mi hermano,
y que quizá lo había sido pero estaba muerto, que ese joven que bailaba rodeado
de amigos no existía sino en mi mirada, en mi memoria y, a partir de esa noche,
en mi escritura. Así empezó la serie titulada “La crepitación”, que se
publicaría entera sólo muchos años después, pero de la que di muestras en
revistas de mediados de los 90.
El primer libro que
publiqué se tituló El canto en el umbral.
La verdad es que no sabría decir muy bien por qué. Había en el libro un poema
que llevaba ese título y otro titulado “El umbral”. Estamos en 1997. La
presencia del umbral, de un lugar físico en el que se pasaba de un espacio a
otro y de un lugar mental en el que todo quedaba alterado, se volvió por entonces
muy poderosa. Lo constaté ya en la primera poética que escribí, por la época en
que estaba reuniendo aquellos poemas para convertirlos en libro. Cito de
aquella primeriza reflexión: “Veo el conjunto de mis textos más recientes como
una meditación del umbral. El canto
en el umbral es un canto suspendido, como la música silenciosa de Luigi Nono.
Suspensión entre la vida y la muerte, entre el ser y el no ser, la palabra que
ha decidido habitar el umbral sabe que habrá de exponerse a la soledad y a la
inclemencia, a la ausencia de morada y al exilio perpetuo junto a su propia
casa. Esta palabra habita un lugar sin lugar, vive la experiencia del borde
último y se adentra en espacios que desconoce. Pero nunca abandona el umbral.
Porque este es también el lugar de la espera, el lugar en que la palabra espera
la palabra”. Me parecen ahora, leídas casi veinticinco años después, palabras
demasiado contundentes, demasiado seguras. Puede detectarse la relación con
cierta poética del desierto y de la espera que por entonces yo debía a lecturas
de José Ángel Valente, de Edmond Jabès. La materialización de ese canto en el
umbral tiene lugar en uno de los primeros poemas del libro. Me doy cuenta al
leerlo hoy de que existe una conexión entre el sueño y el umbral, como si aquel
fuera la condición indispensable para que este se manifieste. Hay también más
erotismo del que yo suponía, pues el umbral es también el lugar en que los
cuerpos se enlazan y, al enlazarse, se destruyen. El sueño, pues, la noche, los
árboles, la casa y los cuerpos dibujan una escena que me sigue resultando
misteriosa. Sé dónde escribí el poema, sé cuándo lo escribí, pero he olvidado
la experiencia que lo generó. Podría decirse que en este poema encarna, por
tanto, la experiencia de entonces, que quedó destruida para surgiera el canto. El
poema se titula igual que el libro: “El canto en el umbral”.
La destrucción de los
cuerpos que se han encontrado en ese lugar misterioso que en el fondo no existe
parece en otro de los poemas del libro la consecuencia de un encuentro amoroso
ciertamente sangriento y doloroso. No queda claro si se trata de dos cuerpos o
de uno solo que se desdobla. El interlocutor con quien se habla va
desapareciendo a medida que avanza el poema, como si el umbral se lo fuera
tragando o como si el vacío del cuerpo propio necesitara contener y digerir los
cuerpos ajenos que han ardido con él en un contacto brutal. La danza final del
cuerpo vacío es un ritual funerario. El poema al que me refiero se compone de
nuevo fragmentos escritos en prosa y se titula “El umbral”.
Unos diez años después
de escritos estos poemas, y consumado mi regreso a la isla después de mi
estancia de cinco años en Alemania –años de aprendizaje o Lehrjahre, por decirlo en la lengua de Goethe–, el reencuentro con
el umbral en que surgieron los poemas del primer libro es ciertamente extraño.
Debo decir que ya entonces, al principio, a mediados de los 90, aquel umbral,
que era el de la antigua casa de mis abuelos en el campo, simbolizaba las
sucesivas ausencias de seres queridos. La casa, a la que yo había entrado
entonces para enfrentarme a los fantasmas y de la que salía a la luz del
atardecer, a la danza giratoria de los árboles, para quitarme de encima esos
mismos fantasmas y continuar mi vida liberado de ellos, seguía allí, intacta,
aún deshabitada. Tiempo más tarde mis padres la reformarían para vivir en ella.
Pero para cuando escribí algunos de los poemas que compondrían Moradas del insomne, escritos a mediados
de la década del 2000, la casa aún seguía siendo ese lugar silencioso, testigo
de otros tiempos, los de mi niñez y adolescencia, que cada vez estaban más
lejos. Lo que sentí entonces y quise expresar en ellos es esa distancia, y la
acumulación de un peso indefinible en el cuerpo que pudo una vez sentirse
vacío, aunque ese vacío estuviera lleno de sangre y de dolor. El de esos
tiempos de regreso es un umbral más oscuro, más incierto, y lo que se le pide a
la escritura es apenas convertirse en un rasguño de la extraña simbiosis de
presente y pasado en un lugar como ese.
Es curioso que casi
diez años después, hacia mediados de la década de 2010, escribiera un poema
sobre ese mismo lugar y en ese mismo lugar. Ya mis padres vivían en la casa,
que había sido completamente reformada. La terraza de la parte delantera, de la
que hablan algunos de los poemas de Moradas
del insomne, y en la que incluso escribí alguno de ellos, ya no existe. El
umbral, propiamente, ya no existe, pues en la reforma de la casa se prefirió
disponer la entrada por uno de los laterales, lo que transforma por completo la
percepción del lugar de tránsito entre la noche y la intimidad, entre los
árboles y el sueño, entre la luna y las palabras. Desesperadamente, en una
tarde que pasé allí solo mientras mis padres estaban de viaje, busqué los
rastros de la escritura anterior, de ese espacio que formaba parte de la
entraña vivida. Vuelvo a mirar la luz que desciende desde las montañas, vuelvo
a sentir que hay algo en los árboles que canta o nos conecta con la mirada de
la muerte. Destruido para siempre el umbral, es el propio poema el que adopta
su forma. Las estrofas se van sucediendo una a otra como peldaños de un acceso
abrupto a algún lugar desconocido. La intimidad, la protección, pero también la
pasión por el desamparo, por la desnudez de los cuerpos, por la errancia, se
buscan ahora al límite de lo decible.
Pero hay también en ese
libro, Un sudario, el último de los
que he publicado, poemas que se acercan a otros bordes no tanto espaciales como
corporales, límites del sentido próximos a la inconciencia, como si fuera
necesario atrapar con el cuerpo todo el vacío que nos rodea, incorporarlo,
alimentarnos hasta la sangre de él para, en algún momento, vomitarlo, liberarnos
acaso, escribir un poema como quien se contempla en un espejo y ve una masa
informe parecida a un pintura de Bacon. Poemas como “Retrato” serían buenos
ejemplos de lo que digo.
Por último, algunos
textos recientes e inéditos, si bien no parten de esa lectura simbólica de un
espacio concreto, reúnen, sin embargo, una serie de experiencias propias o
ajenas, los cadáveres de las relaciones amorosas confundidos en la memoria o la
muerte de los padres de algunos amigos, y las tantean como a trompicones. Se
traza aquí una perspectiva sobre la luz que se apaga y nos deja en una
oscuridad por la que nos es forzoso caminar a tientas. El poema puede quizá
ayudar en ese tránsito. Estos poemas, llegados a este último umbral de las
despedidas, son también un espacio de confluencias: todas las desapariciones
tienen en ellos cabida. Se acompañan, por decirlo así, unas a otras.
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