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Sobre la exposición Tiempo, memoria, ficciones. 30 años del Centro de Fotografía Isla de Tenerife, Sala de Exposiciones del Colegio Oficial
de Arquitectos de Tenerife, La Gomera y El Hierro. 18 de octubre-30 de
noviembre de 2019.
Llamar a una exposición de
fotografía Tiempo, memoria, ficciones
es casi lo mismo que llamarla Sin título,
pues resulta de una falta de imaginación que raya en lo irrespetuoso cuando se
asiste a la magnitud de lo que en este caso se encuentra en el interior de la
sala. Quizá sea un síntoma más de esa tenaza conceptual que se ha instalado en
la que debería ser una de las principales instituciones culturales de la isla
de Tenerife –TEA Tenerife Espacio de las Artes– y que ha dado en los últimos
tiempos títulos tan estremecedores –por su insignificancia– como el
supertrampiano –ya quisieran los comisarios y los comisarios-artistas que las
perpetran– Crisis?, What crisis? (que
va por la tercera temporada) o el no sé si goetheano o larsvontrieriano Europa. Ese exótico lugar,
estremecimiento que en estos últimos casos ha afectado también al espectador de
tales experimentos curatoriales (o laboratorios expositivos u oficinas de
investigación artística, como se los quiera llamar), por cuanto se pone a
prueba su capacidad de superación o, como se dice en estos tiempos, su grado de
resiliencia: el espectador –al menos uno como el sujeto que les habla– no es
que esté obligado a convertirse en un objeto más que deambula por la sala con
el mismo desamparo o desánimo con que las piezas están expuestas en paredes,
suelos, techos y vitrinas, sino que se ve forzado a dejar en la entrada –en el
vestíbulo, como lo llaman– su capacidad de sorpresa, su sed de subversión, su sentido
crítico y su sensibilidad estética. Lo que se exige de él es algo que se parece
mucho más a la fe: se trata, en el fondo –las nombradas por último, digo–, de
exposiciones religiosas, en las que se está obligado a creer que aquello que le
sale a uno al paso tiene que ver con algún tipo de categoría artística. No se
puede entrar allí descreído, pues el tortazo que se lleva uno es entonces
monumental. Estoy, por tanto, en condiciones de afirmar que un museo que
alberga tales exposiciones no respeta la libertad religiosa: constriñe al
espectador a una fe absoluta en que, por mucho que las apariencias lo desdigan,
aquello es, por decreto curatorial, una exposición de categoría, con piezas de calidad, con criterios estéticos de última generación, con riesgo máximo y, en definitiva, por decirlo austenianamente, con
sentido y sensibilidad.
Tiempo,
memoria, ficciones, sin embargo, pese a su título adormecedor o,
a lo sumo, tautológico, pues, ¿qué otra cosa sino tiempo congelado es la
fotografía?, ¿qué otra cosa sino memoria es el tiempo congelado? y ¿qué otra
cosa sino ficciones son las memorias derivadas de la congelación del tiempo en la
fotografía?, esta exposición tan adánicamente titulada plantea, sin embargo, digo,
todo un recorrido que bien merece la pena una visita demorada, dos visitas, incluso
varias visitas, detenerse ante algunas piezas para aniquilar con silencio y con
pausa la vertiginosa velocidad de nuestro mundo y entrar así en otra dimensión,
otras dimensiones, pero sin fe, sin seguridades, sin canalizaciones precisas
que conduzcan el agua de las fuentes o las galerías a las tierras baldías de nuestra
conciencia. Pedanterías al margen, puede decirse que ante muchas de estas
imágenes se abre un abismo que nos conduce directamente al subsuelo de nuestra
percepción, allí de donde manan los verdaderos nombres que casi nunca ostentan
las cosas que en realidad importan.
Podrían hacerse muchos
recorridos por esta exposición, y creo que casi todos desembocarían en la que
parece la pieza principal de la muestra, una enorme fotografía de Carmela
García en la que un grupo de personas, mayoritariamente mujeres, reunido en
torno a una mesa de trabajo, en una habitación con cristaleras que parecen dar
a un paisaje primaveral, contempla con atención –aunque alguna que otra se
distrae, y quizá no haga mal– un libro de grandes dimensiones que bien podría
ser un catálogo de arte o el libro de cuentas de una empresa de diseño interior.
La pieza es extraordinaria: nos plantea toda una serie de cuestiones sobre la
conjunción de la mirada, el empoderamiento de la mujer en el mundo laboral y la
complejidad de las relaciones entre lo interior y lo exterior, todo al borde de
quebrarse, todo bien sujeto en un instante de magia repentina. Es como si toda
la exposición, las miradas de todos los espectadores, debieran confluir también
en ese libro misterioso que, abierto sobre una mesa, parece contener el punctum de todo el recorrido.
Claro que antes de llegar
hasta allí se ha atravesado por cuerpos desnudos en la lejanía insular o en los
albores de una democracia en la que quizá no se creía demasiado, construcciones
de hormigón armado que, instaladas en las calles de la ciudad comercial o en
los terrenos baldíos del sur turístico, requerían de la fotografía –de la
ficción– para terminar de existir, exploraciones de rincones insulares que a
veces identificamos –a través del bruma del bromuro de plata, en ese pálpito
único que desvela, revela y vela la mirada– y otras veces punzan nuestro frágil
deseo como enigmas de los que no sabríamos separarnos. Hemos cruzado a través
de la gravedad y de la gracia, hemos viajado fugazmente hasta la isla de San
Borondón y a una fiesta neoyorkina –se diría– cuyas copas a medio vaciar
revelan el amor pleno entre dos ancianas ante la atenta mirada de un gato. Y
también realidades menos amables, no tanto instaladas en los recovecos del
sueño o del amor sino en las anfractuosidades de las cajas de los museos
arqueológicos, como en la impresionante serie de Teresa Correa que retrata
huesos, calaveras, tejidos, agujas, todo el arsenal de restos de lo que fueron
las momias mirladas de los aborígenes canarios. Aquí descendemos a la parte de
la memoria que más alejada está de lo reconocible, pues aunque una y otra vez
nos digan las fotografías de una ciudad lo que la hicieron dejar de ser para
convertirse en memoria difuminada, y lo mismo con ese vasto territorio de los
seres venerables, bien anónimos o bien célebres, que en muchas fotografías se
nos aparecen de nuevo como recién salidos de nuestros sueños, aquí, en las
cajas de los huesos, en los restos de las momias, la comunicación con el pasado
es prácticamente inviable y, por eso mismo, tanto más necesaria.
Se ha dicho que los
fotógrafos coleccionan sombras o instantes, que congelan con su revelación lo
que estaba destinado a la pérdida o disolución en la lluvia del tiempo, pero lo
que no sabíamos es que también eran capaces de llevarnos, como Virgilio, por el
infierno de la precariedad existencial –las colecciones
de vida de Alexis W, por ejemplo, con esas miradas que duelen–, por las
pesadillas de la vida domesticada de toda una época –bodas de la burguesía,
paraísos artificiales en medio de los arenales del sur, ciudades que gravitan
en su abandono de siglos–; o, como Beatriz, guiarnos hacia la luz mediante la
desnudez de un cuerpo hermoso, los brazos enérgicos de un padre etíope o la
incalculable evasión en la caída ingrávida de la Judith de David LaChapelle. Entre esos extremos infernales y
lumínicos –negativos y positivos de por medio– transcurre una exposición que, de todas formas, podría haberse esmerado mucho más en el montaje para evitar la sensación de "batiburrillo" y la falacia nostálgica que introducen la incorporación de algunas piezas de escaso valor estético y un par de vitrinas con objetos y documentos de anticuario que nada aportan a la obra expuesta.
Todo es en esta exposición tiempo, sí, todo es memoria y ficción, por supuesto. Pero también lo contrario: instante eternizado, presente permanente y realidad de lo que se revela como necesario y verdadero.
Todo es en esta exposición tiempo, sí, todo es memoria y ficción, por supuesto. Pero también lo contrario: instante eternizado, presente permanente y realidad de lo que se revela como necesario y verdadero.
Siempre he admirado Rafael-José, tu capacidad de impregnación, de introspección con lo que percibes, con lo que habitas y experimentas. Me impresionan tus textos por lo que siempre intentas descubrir para luego analizar, con el fin de acercarte a la "verdad" de las cosas a través de la sensibilidad, el conocimiento y el pensamiento crítico. Necesitamos, como muchas personas necesitan de los artistas, poetas, pensadores y críticos comprometidos. Ahí está el crecimiento personal, el cambio y el riesgo a través de la duda, la pregunta.
ResponderBorrarNo hay que alarmarse del espacio "incómodo", hay que hacerlo con el espacio de confort.
Muchas gracias
José Herrera