sábado, 15 de diciembre de 2018
LECUONA
La simple mención del
apellido Lecuona me hizo recordar esta tarde un lugar muy preciso: abrió un
abismo en el tiempo, hizo que los biombos se fueran apartando unos detrás de
otros, los biombos de las estancias secretas que todo lo guardan y todo lo
oscurecen, los biombos pesados como mármoles que cada vez es más difícil desplazar. Que el dueño de la licorería mencionara, hablando por teléfono, el
apellido Lecuona, cuando yo estaba a punto de pagar mi Glenfiddich semanal, me hizo retroceder cuarenta años, me devolvió a mi tierna y
lacerada infancia, a un apartamento junto a la piscina, lleno de niñas
malcriadas y ancianas caprichosas a quienes, cada vez que llegábamos de la
playa, nos encontrábamos ocupando ya las mejores hamacas bajo los parasoles.
El apellido Lecuona era entonces, para nosotros, sinónimo de prepotencia,
estupidez y cursilería. Es muy probable que lo siga siendo. Aquellas niñas, junto
a sus abuelas (de sus madres nunca se supo, y mucho menos de sus padres),
jugaban con nosotros de mala gana, y cuando lo hacían pretendían adoptar el
papel de domadoras de circo o de reinas del carnaval. Sólo que nosotros no
teníamos nada de focas domesticables ni de alcaldes de provincia y no nos dejábamos
embaucar fácilmente. Las provocábamos con nuestras cacofonías y les hacíamos la
vida imposible jugando a juegos que ideábamos in situ. Ellas, que presumían de conocer todas las palabras, se
quedaban pensativas estrujando sus adorables cabecitas para encontrar el
significado de aquellas que nosotros inventábamos: pichino, conrima, epaminondo, ritroto, apostalar.
Intentaban comprender las reglas de nuestros juegos inventados y cada vez que
pretendían haber ganado les decíamos que no, que eso que ellas creían victoria significaba
un empate; y cuando creían haber empatado nos sacábamos de la chistera una
nueva regla que obligaba a considerar ese empate como una rotunda derrota. Yo no
sé por qué el licorero hablaba de Lecuona, ni tampoco de cuál de los Lecuona hablaba –pues eran varias las ramas de
Lecuonas y no todas estaban emparentadas–, pero lo cierto es que en mi recuerdo visualicé a aquellas niñas de la piscina, con sus sonrisas ladeadas, sus labios
fruncidos, las piernas en alto y la más infatuada propensión al exhibicionismo, a aquellas niñas, las Lecuona, que un día llegarían a ser, lo sabíamos ya entonces, abogadas,
empresarias, arquitectas. Sus abuelas las miraban desde las hamacas a la sombra
imaginando con fervor las notarías, las inmobiliarias, las embajadas donde
trabajarían. Bastó que el dueño de la licorería mencionara el apellido Lecuona
para que hiciera su aparición, al final de los biombos, un recuerdo de cuarenta años
atrás, el de un apartamento junto a la piscina y sus habitantes de aquel verano
en el que las acrobacias pretendieron sustituir a las barajas; las ñoñerías, a
los calambures; y, ¡horror!, la natación olímpica, a los saltos de bomba. No sé con quién hablaría el dueño de la licorería; no sé por qué hablarían de Lecuona ni de qué Lecuona
estarían hablando, pero en mi memoria Lecuona es la piscina de un verano saturado de
niñas y de abuelas que pretendieron adueñarse del verano y la piscina (lo que nosotros,
de armas tomar, nunca les consentimos). Lecuona es una niña que no quiere jugar
con nosotros porque una vez la empujamos al agua mientras ensayaba un battement. Lecuona es una señora gruesa con
bikini estampado que nos riñe porque la salpicamos en una de nuestras tiradas-todos-juntos-al-agua. Lecuona es
un apartamento lleno de futuras farmacéuticas, de futuras estudiantes de ingeniería
que no nos invitan nunca a jugar al parchís o a la pelota. Pero aquel verano
pasó. Llegaron otros veranos con sus respectivos veraneantes. Los apartamentos
se llenaron de niños nuevos. Sufrimos persecución, muchas veces fuimos
zaheridos, pero también perseguimos y zaherimos, asaltamos y fuimos asaltados, y hubo cartas, bombas, peces, gatos, trompos, bochas, discos, ruedas, cromos,
bicis, risas, pasos, voces, besos, lapas, riscos, playas, coches, bolas,
canchas, días, noches, niños. De todo esto hubo y de todo esto dejó de haber.
Por eso, cuando ahora, al escuchar mencionar el apellido Lecuona, me he
retrotraído a aquel verano, no he podido dejar de recordar también todos los
veranos anteriores y posteriores, todos aquellos veranos en los que ninguno de nosotros hubiera cambiado una lagartija por una acrobacia,
una colchoneta por una competición, todos aquellos veranos en los que no había niñas ni abuelas Lecuona en la piscina.
Suscribirse a:
Comentarios de la entrada (Atom)
ENTRADA DESTACADA
ENTRADAS POPULARES
-
TÍTULOS DE LOS PROYECTOS VALORADOS POR LA COMISIÓN DE EXPERTOS "Cien maneras de morir", "Cien años de soledad", "...
-
Tras el inmenso éxito del proyecto de canalización exterior de las aguas fecales, que había convertido a la ciudad en una suerte de Veneci...
No hay comentarios.:
Publicar un comentario