Fui esta tarde a la
inauguración de Voodoo Child, la
exposición del israelí Elad Larom que presenta la Agencia de Tránsitos
Culturales. Uno de sus cuadros me hizo recordar la película Toni Erdmann, de Maren Ade. Un hombre
escondido en un árbol. Un gigantón que camina como un niño. Alguien que ha
hecho de la vida un circo permanente, un espectáculo de transformismo en el que
no se sabe nunca cuándo se representa a sí mismo o qué representa en cada ocasión.
La irreverencia como forma de vida que, finalmente, nos brinda el único acceso posible
a la verdad más íntima de quienes nos rodean.
Más tarde, una media hora más
tarde, asistí a una de esas escenas que se repiten en nuestra capital de
provincias cada verano: el instante en el que uno de los jóvenes de una
pandilla se quita la camiseta, se la ata a la cintura, y camina mostrando su
torso bronceado y esculpido por varios meses de calistenia solar. Pensé en los
opuestos que se contaminan: el cuerpo desnudo –basta con el torso para hacerse
una idea de todo lo demás– frente al cuerpo cubierto por la naturaleza (un
árbol, la piel de un oso, el Erdmann u hombre
de tierra) o la cultura (máscaras rituales, religiosas, teatrales, circenses).
Impugnaciones de la vestimenta al uso, de la grisura del traje o de las
medianías del atuendo casual, el desnudo y la máscara proponen lecturas
diferentes del cuerpo, tránsitos alucinados por la ciudad sacristía, y no es
extraño así ver de pronto cómo esa pandilla que imaginamos oriunda de los
cerros semiclandestinos se interna en el portal de un edificio recoleto de la
parte noble de la ciudad, con un jardín al fondo y vistas sobre la bahía,
mientras que los seres enmascarados de los cuadros de Elad Larom ocupan
espacios irreconocibles, un permanente primer plano que los aleja de cualquier
contexto y les permite ofrecernos de primera mano sus miradas alocadas,
melancólicas, juguetonas, asombradas, pensativas o soñadoras.
De todo hay aquí,
lo mismo que la panoplia de máscaras es amplia y variada: las hay africanas,
japonesas, carnavaleras, de indios norteamericanos, quizá hasta del remoto
valle de Lötschental, pero también máscaras políticas como las que usan los
manifestantes palestinos. Esta gran mascarada no tiene grandes pretensiones, lo
que viene a ser otra de las virtudes de esta exposición: señalarnos que, de
algún modo, somos mucho más de lo que creemos ser y que podríamos ser mucho más
de lo que somos. Pero no, sin embargo, como de un tiempo a esta parte estamos
acostumbrados a hacer, quiero decir escondiéndonos detrás de avatares o nicks,
identidades virtuales o apodos digitales, perfiles falsos y la demás morralla
cibernética que campa a sus anchas en los océanos de la red amenazando con
devorar el mundo con grandes dosis de impostura y posverdad. No: lo que Larom
propone es justamente lo contrario. Vestimentas que van a permitirnos acceder a
una dimensión que no conocíamos y que, y esto es lo fundamental, van a hacer
posible una conexión especial con los demás. Caretas capaces de destruir el
malestar y la podredumbre producidos por las convenciones sociales, por la
cadena de favores en que se ha convertido una buena cantidad de porciones de
nuestra vida. Máscaras que nos transforman en iluminados, en desaparecidos, en
activistas, en personajes fascinantes cuyo relato debe inventar cada espectador
de esta exposición. Y que, de cara (o de máscara) a nuestros semejantes, nos
desapropia de nuestras fatuidades, nos desdisfraza de nuestras rémoras.
No sé
nada de Elad Larom, no hablé con él esta tarde, no me detuve demasiado tiempo
en la exposición, pues la noche era calurosa y apetecía salir para airearse
entre los laureles de Indias, pero lo que vi fue suficiente para darme cuenta
de que lo único que podemos aprender en este extraño tránsito de la vida es un
nombre que desconocemos, un nombre que está escondido en lo más oculto de
nosotros mismos y que sólo puede revelarse a través de la mirada y la
complicidad de los demás, que sin embargo no basta. Nuestra vida transcurre en
esa disyuntiva entre lo que somos y lo que podríamos ser, entre lo que no somos
y lo que querríamos ser.
Imagino que el vudú, como el kabuki, o como cualquier
actividad profundamente transformadora, bien religiosa, bien estética o bien
política (o todo ello a la vez), implica los procesos de desaparición,
descubrimiento, nacimiento, muerte, resurrección. Al final de la película Historia del último crisantemo, de Kenji
Mizoguchi, el protagonista, un actor de kabuki, ha descubierto, a través de la
muerte y el sacrificio, un nuevo rostro que expone a la multitud que lo aclama.
Es un rostro iluminado, sin máscara, desnudo, diríamos, más allá de la
desnudez. Mudo pero elocuente.
* Elad Larom (Tel Aviv, 1976), Voodoo Child. Agencia de Tránsitos Culturales, Santa
Cruz de Tenerife. Del 6 de septiembre al 20 de octubre de 2018.
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