Nada voy a decir sobre la ausencia. Querer hablar sobre lo
que está atrapado en infinitas capas de silencio superpuestas solo puede ser
obsceno o ridículo. Los patios de atrás, las losetas descoloridas, las fuentes
secas, los codos y recodos del camino de los cuerpos tristes: emítanse ahí
alaridos, derrámense lágrimas desde lagrimales sin ojos o hágase retumbar el
eco por las cámaras que se encierran las unas en las otras; eso, solo eso o
mándense a mudar calladitos y en fila india todos los que crean saber decir lo
que aquí debe decirse, declamarse. Vates, críticos, artistas, comisarios: mutis
por el foro. Pero volvamos al principio. Sacúdanse las palabras de las palabras
mismas, lo mismo que los pigmentos, con los años, se sacudieron el polvo con
capas sucesivas de parasitarios pigmentos. Espolvoréense aquí las palabras con
el barniz más delicado y dígase algo como esto: pena más allá de la cual se
abren todas las posibilidades, pasión destinada a que los cuerpos se exalten en
su carne sufriente, gangrena de lo blanco contra las dentelladas del rojo desquiciado.
Huesos, carne, brazos, nucas, ojos, lenguas, bocas, dedos, labios, dientes,
pechos, manos, huesos, carne, brazos, nucas, ojos, lenguas. Descoyuntado, el
cuerpo declaró no estar en condiciones de levantarse para saludar: si acaso, exigió
que sus verdugos, una vez ejecutado el tormento, dejaran los maderos de la cruz
apoyados contra el muro y transformaran sus maldiciones en cánticos, bañaran las
llagas con sus lenguas de lobos destetados y formaran con la sangre recogida en
tales libaciones un mísero arroyuelo que desembocara algún día en el estanque
de las mitigaciones. Final, si lo hubo, que no satisfizo a ninguna de las
partes, pues ni las llagas curaron ni los lobos fueron aplacados; ni, mucho
menos, quedó mitigado lo que fuera que hubiera que mitigar en el estanque. Se
creyó buena idea atenuar entonces la luz para que la mirada pudiera atravesar
el paseo de la gloria sin ser fulminada. Venir a desvanecerse justo ahora, en
este instante en que parecía superado el desafío, no parecía la mejor de las
opciones para llegar intactos al final del suplicio. Y luego esto: yace un
corazón partido en dos sobre una mesa a la que se sienta un joven soldado. Su
víctima, otro joven soldado, yace en el suelo sin marca alguna de tortura. ¿Cómo
pudo serle extraído el corazón? ¿Acaso va a comerse el soldado victorioso el
corazón de su víctima? ¿Sobre qué más cabe meditar una vez que se ha cumplido en
otro ser el destino de uno? Preguntas que inadvertidamente nos planteamos sin
pretensión de contestar, pues lo importante aquí está en otra parte. Hay que
tumbarse a escuchar en el suelo. O bien sentémonos o, incluso mejor,
acostémonos boca abajo y dejemos que sobre nosotros se posen capas de tiempo,
costras de revelación, paños de silencio, sábanas de olvido. Envolvámonos con
ese sudario de todos los demonios durante el tiempo suficiente para expulsar de
nosotros a los demonios de compacta osamenta. No se irán lejos, pero al menos
nos dejarán por un tiempo solos con nuestros propios huesos, a los que podremos
preguntarles a través de nuestra carne de seda qué esconden en sus médulas, qué
hay más allá de sus formas sinuosas de uroboros siniestros. Callarán nuestros
huesos, pero nos ofrecerán flores. Con estas flores, además de dejar por
escrito que sean llevadas al pie de nuestras tumbas, traspasaremos el umbral.
¿Qué umbral? El que separa nuestro cuerpo mutilado de nuestro cuerpo inmutable.
El que se abre entre las palabras y los vacíos infinitos. El que se interpone
entre las sombras del deseo y los éxtasis de la carne. El umbral que está lejos
de todo y solo cerca de sí mismo. Las flores son la clave, amigos. Y el ojo
avizor. Sin ojo avizor no hay nada que hacer. Y aviso que sin nada que hacer no
hay ojo avizor que valga. Si lo hay, y si no hay nada que hacer, basta con no hacer
nada. Pues eso, no hacer nada, es lo que hacen las flores. Desaparecen de
nuestra vista cuando las miramos. Se desdibujan y quedan impresas en el fondo
de nuestros ojos. No de nuestro ojo avizor. Lo que está a la vista no significa
otra cosa sino que va a desaparecer para que no sigamos mirándolo. Lo que no
está a la vista encuentra su sentido en permanecer oculto para ser descubierto
en el momento menos pensado. Dicen que hay precipicios donde crecen las flores para
no ser vistas sino por las aves de paso.
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