Nos encontramos esta noche en
una situación extraña: estamos hablando de una exposición que ya no está,
presentando un catálogo que resulta ser el testimonio de unas piezas que
habitaron, como invitadas, un lugar concebido para otros fines. Sucedió entonces,
en aquel tiempo mítico que quienes lo vivimos recordamos como irrepetible, que
este lugar se transformó en otra cosa: en un espacio de reflexión, no digo de
pensamiento, digo de reflexión, que no es lo mismo. Un espacio desde el que uno
podía pararse a contemplarse o a escucharse a sí mismo, pero no como en un
espejo, sino como en una encrucijada, más allá de lo que diariamente sabemos de
nosotros, por fuera de lo que creemos ser, del otro lado de lo que encarnamos
para quienes nos conocen por lo menos un poco. La reflexión se producía en el
interior de un espacio por el que circulábamos con una cierta perplejidad, con
precaución, pues estábamos al borde de lo frágil, como en aquel cuadro de
Giorgione en el que está a punto de estallar una tormenta y todo se ha fijado
en una espera amenazante. Se producían silencios aunque no los deseáramos y nos
veíamos flotando entre sombras que no habían producido nuestros cuerpos.
Afuera, en aquel espacio de allá, el barranquillo de lo cotidiano, el asfalto
de las inclemencias, el chisporroteo de todas las fugacidades, nada había
cambiado. Lo que aquí ocurría era como un reflejo de un cambio que sólo se
había dado en el interior de cada uno. Así, si uno se detenía a pensar quizá no
llegaba a ninguna conclusión más que la de encontrarse en un momento distinto
de su vida, uno más; sin embargo, el paso siguiente, el de la reflexión,
implicaba un movimiento hacia el interior, un paso atrás, podríamos decir, o un
paso al lado, un ejercicio de desmemoria en medio de todos los recuerdos.
Quiero decir que algo así, un cambio de esta especie, no significaba volver a
ningún estadio anterior ni que uno se convirtiera súbitamente en otro; tampoco
era un desdoblamiento ni una mascarada. No, no, nada de eso. De lo que aquí se
trataba era de una decantación, de un lento apartamiento de capas sucesivas,
como si en algún momento fuéramos a encontrarnos con el hueso último de
nosotros mismos, con nuestra propia sustancia reducida a cero. Recuerdo que era
aquel un tiempo de infiltraciones: había que dejarse poseer por verdades
contrarias a las propias creencias, había que entrar en pasadizos laterales que
desembocaban en cámaras recónditas. El lugar de magia nos había brindado la
posibilidad de soñar sueños que no eran previsibles, que ninguno de nosotros
debía haber soñado porque quizá no eran esos los sueños que nos convenía soñar
o los que nuestras vidas requerían en aquellos momentos. ¿Dependía entonces
todo de que ese lugar, ese universo transformado en un juego de esferas
reflectantes, se prolongara en el espacio el tiempo suficiente para alcanzar la
decantación definitiva? Así lo pensé en alguna ocasión, me dije que era
necesario insistir y dejarse llevar cada vez más adentro hasta el torbellino
final en el que la mente se desharía de todas las adherencias. Lo que no sabía,
sin embargo, era que ese lugar, así transformado, era una especie de relámpago.
No existía propiamente en el espacio, era un mera fulguración, un instante de
intensidad en nuestra precaria existencia. Bastaba haberse acercado una sola
vez hasta aquí para sentirse desnivelado, para desconcretizarse, para ignorarse
a sí mismo, en el sentido en el que el poeta Philippe Jaccottet ha hablado de
ignorancia: es decir, como conmoción expandida, como síntoma de una
disponibilidad absoluta, como espejismo de una sabiduría sin conocimientos ni
saberes. Díganme entonces si no resulta extraño estar ahora aquí, en esta
situación en cierto modo póstuma: desmaterializada la costra que nos envolvía
durante la fulguración, aquella fijeza, y celebrando el testimonio escrito,
visual, de esos instantes de desrealización, de espesura, hubiera dicho Juan de la Cruz, que aquí fueron vividos. Seríamos
ahora, de alguna manera, los fantasmales apócrifos de aquellos seres afortunados,
intrusos en el festín de las decapitaciones, por evocar a Lezama Lima y no
dejar así títere con cabeza, en esa cena de luz masticada en la pulpa de la
verdad vacía, ese rito de ratos y de retos rotos una y otra vez frente al muro
que ciega, frente a la atronadora caída de todas las certezas. Pese a lo cual,
pese a nuestra mortaja de cadavéricos revenants,
podemos hoy, de alguna manera, presentarnos ante ustedes como portadores o
manipuladores de uno de esos hilos de mil puntas con que fueron cosidas aquí
las imágenes para que no fueran sólo imágenes: para que, al trasluz, con la
irrelevancia de lo que no pesa y la dignidad de lo que no existe, podamos
ofrecer el testimonio de un viaje a ninguna parte. A ninguna parte, sí, porque
es ahí adonde hay que atreverse a viajar. No supongan, sin embargo, que resulta
fácil hablar de algo que fue como una vuelta de tuerca del silencio: lo que la
memoria contiene, desbocada, es un camarín de sinuosidades, un territorio vago
en el que las cosas sucedían al instante, pero sucedían no es el verbo, quizá mejor aparecían o sobrevenían,
pues no había preparación ni consecuencia. Imagínense un lugar en el que lo que
se cuece es justamente la pregunta por la propia existencia del lugar, del
cuerpo, del instante. E intenten figurarse una mente que crea ese lugar, ese
cuerpo y ese instante en el interior de la nada en que se ha convertido. Algo
así era Tinnitus.*
* Texto leído el 28 de abril de 2017 en Bibli durante la presentación del catálogo de la exposición Tinnitus, de José Herrera y Luis Palmero.
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