No es posible decir sino siempre lo mismo. Bajar por las
mismas calles hasta llegar al mismo, contaminado borde. Al cada vez más
contaminado borde. Calles ahora vacías –qué bien puede sonar este adjetivo, a
veces– a las tres de la tarde. La hora intempestiva en la que todo el mundo
está almorzando. Calles de la ciudad comercial, de la pequeña city de la capital de provincias. Calles
cada vez más vacías desde que fueron peatonalizadas hace unos cuantos años para
que los negocios no se vinieran abajo. Provistas de bancos de madera lustrosa
para que, entre una y otra compra, los ciudadanos se tomen apaciblemente un
helado. Bajar hasta aquí, dar un paseíto a las tres de la tarde, con la comida
en la boca y el esmog en los ojos, parece un ejercicio favorable a la digestión,
bueno para la circulación de la sangre. Salvo que, por enésima vez, haya sido
usted, amigo, objeto de un error o de una broma. Error o broma que comienza cuando,
del modo más ingenuo, entra usted en contacto –a través de una red social– con
otro ser de su misma especie con el que se ha citado para pasar un rato
agradable. Algo ligero, sin compromiso, una cita a ciegas que va a tener lugar
en el apartamento de esa persona, sito en el número 18, puerta 2-B, de una
conocida calle de la city. Por el
camino, y a través de la misma red social, el sujeto le pregunta a usted algunos
detalles referentes a sus preferencias lúdicas, tamaños de mano y pie,
constitución y otras particularidades varias que usted, henchido en su vanidad
por el inusitado encuentro que está a punto de darse, responde con relativa
sinceridad. Lengüetadas, ocho pulgadas, fornido, ataduras, le va usted
respondiendo a medida que baja por las calles de siempre hasta el borde de
siempre, cada vez más contaminado –¿el borde?, ¿usted?–. Las respuestas van
llegando ágiles hasta que en un abrir y cerrar de ojos se encuentra junto al
número 22, junto al número 20, luego se suceden dos comercios cerrados, una
esquina, el número 14. Retrocede. Vuelve a repasar los números: 14, dos
comercios cerrados sin número ni portales de viviendas, luego el portal con el
número 20, el número 22. Vaya, qué raro. “Oye, no encuentro el número 18 de la
calle en cuestión”, informa usted a través de la red social. Enseguida le llega
la respuesta: “Ok. Es que hay que entrar por dentro”. El hermético mensaje le
hace llegar hasta la esquina, bordear uno de los comercios cerrados, situarse
frente a un portal de la bocacalle con la esperanza, casi la seguridad, de que
ese sea el número 18. Pero no: es el número 1 de una bocacalle sin nombre (cosa
nada infrecuente en esta capital de provincias). Es decir, deduce, que los
números 16 y 18, aunque no figuren con sus respectivas placas en las entradas,
corresponden a los dos comercios cerrados que se encuentran entre los números
14 y 20. Parece no haber vuelta de hoja. Resulta entonces evidente que la
indicación de la puerta 2-B no puede ser sino un error o una broma, pues en el
número 18 no hay ningún edificio de viviendas sino un comercio de
electrodomésticos cerrado en razón del descanso del mediodía que aún permanece
vigente, puede que sin sentido, en nuestros horarios comerciales. Pero el
enigmático “por dentro” de la respuesta recibida no deja de hacerle pensar:
podría tratarse de uno de esos portales de doble numeración, es decir, que el
número que figura como el 20 sea al mismo tiempo también el 18, aunque no
figure por fuera la placa correspondiente
a tal número y que por eso haya que entrar “por dentro”. Se acerca usted al
portero automático del 20 y busca la puerta 2-B. Como es frecuente en estos
edificios de la city, las dos primeras
plantas aparecen enteramente dedicadas a oficinas comerciales para las que no figura
ningún número de puerta, sino simplemente el nombre de la empresa y el botón en
el que debe pulsarse. A partir de la tercera planta, sin embargo, sí que se
leen nombres de particulares, no demasiado abundantes, entre numerosos
cartelitos de empresas. Quién sabe si uno de esos nombres no podría ser el del sujeto al que busca, si es que tal sujeto existe, en el caso improbable de que se
hubiera equivocado al indicarle piso y puerta. No se atreve a tocar en ninguna
de las viviendas. Mira a través del cristal de la puerta y lo que ve es el
típico zaguán en penumbra con un pasillo largo y un par de peldaños que llevan
al ascensor, situado a la derecha. Se vuelve hacia la calle. Una de esas calles
en las que antiguamente podía ocurrir de todo, populosas calles del puerto de su
infancia, con oficinas a las que acompañaba a su madre para la resolución de
algún trámite, oficinas en las que ante un mostrador de caoba un anciano repasa
unas facturas, unos bultos –quizá de camino hacia la aduana– se asoman apilados
entre los estantes, un incómodo sofá sufre sus juegos de niño solitario. Tiene
el móvil en la mano y, cuando quiere mandar un nuevo mensaje a su interlocutor,
algo así como un último aviso en medio del naufragio, se da cuenta de que la
conversación ya no existe, no puede usted acceder a los mensajes porque ha sido
bloqueado –algo que puede hacerse en esa red social, y quizá por eso tiene
tanto éxito hoy en día: al bloquear desaparecen todos los mensajes, las fotos
intercambiadas, cualquier rastro de aquellos a quienes se ha bloqueado–. Busca
una vez más los mensajes intercambiados, por si se hubiera equivocado, pero no:
ya no están ahí, es como si esa conversación no hubiera tenido lugar, todo
sacado del levísimo espacio en que flotaba con el simple objetivo de obtener un
cuerpo a cuerpo, un vis a vis, una cita sin compromiso. Ni siquiera maldice
usted al sujeto, de qué serviría: para maldecir a alguien hay que conocer su
nombre o tener en la mente por lo menos su rostro. Tampoco mira hacia las
ventanas de los edificios que le rodean, en la calle vacía: aunque, lo sabe,
desde una de ellas podría estar mirándolo ese cobarde. Vuelve sobre sus pasos y
regresa a su casa. Pero antes de llegar, entra en una cafetería: toda la ciudad
parece estar reunida allí para aprovechar el módico menú. En el bullicio, que no
deja de ser el bullicio de siempre, se desvanece todo asomo de rabia. Se suma
usted allí al dislate, olvida todo esto, lo escribe.
Comparto hermoso poema de Maria Auxiliadora Alvarez https://mariaauxiliadoraalvarez.com/
ResponderBorrarpiedras de reposo
todo lo que quiero decirte hijo Es que atravieses el sufrimiento
Si llegas a su orilla si su orilla te llega Entra en su noche
y déjate hundir
que su sorbo te beba que su espuma te agobie Déjate ir
déjate ir
Todo lo que quiero decirte hijo Es que del otro lado del sufrimiento
Hay otra orilla
encontrarás allí grandes lajas Una de ellas lleva tu forma tallada
con tu antigua huella labrada Donde cabrás exacto y con anchura
no son tumbas hijo son piedras de reposo
con sus pequeños soles grabados y sus rendijas