A usted –a usted, que quiere cambiar de vida− se le caen al
suelo todos los palillos contenidos en una cajita de plástico provista de un
agujero en la parte superior –un agujero de diámetro un poco mayor al de un
palillo, diseñado para poder extraer a través de él, con sólo invertir la cajita
mediante un giro de muñeca, un palillo cada vez−, una de
esas cajitas de plástico transparentes formadas por dos concavidades simétricas
que encajan la una en la otra sin que haya necesidad de cierre alguno; usted –usted, que desea cambiar de vida y se desespera últimamente porque no lo
consigue− se queda perplejo al ver cómo se le desparraman por el suelo de la cocina de la casa de sus padres
todos los palillos −¿cuántos?, ¿acaso unos cien?– que contiene la cajita, cuyas
dos partes simétricas, desencajadas tras la caída, vienen casualmente a
situarse cada una a un lado distinto del conjunto desordenado −¿azaroso?− que
forman los palillos desparramados por el suelo; a usted –y a
usted esto le resulta meridianamente claro− le parece que se hace necesario recoger enseguida
los palillos, que se le han caído –aunque esto apenas carezca de importancia−
cuando iba a retirar de uno de los armarios de la cocina el paquete de los sobres de sacarina –con la intención, lo que también carece apenas de importancia−
de endulzar un café con leche que acababa de prepararse; a usted –a usted,
cuyos deseos de cambiar de vida se topan una y otra vez con hábitos malsanos
instalados en su vida de manera aparentemente cerril e inexorable− no le parece
oportuno que los palillos esparcidos por el suelo de la cocina de la casa de
sus padres permanezcan en ese lugar ni siquiera los cinco minutos que tardaría
en endulzar su café con leche, esperar un poco a que se enfriara y tomárselo de un par de sorbos; a usted –a usted, que sigue perplejo por lo sucedido– le parece que sería obsceno, improcedente, estúpido o
patético –aunque usted no se dice ninguna de estas palabras sino una especie de
combinación inexistente y, por tanto, inefable de todas ellas− dejar que los
palillos permanezcan desparramados por el suelo sin que usted mueva un dedo
para recogerlos, y esto a pesar de que hacerlo de forma inmediata no es algo
que, según cualquier planteamiento lógico, fuera a dotar de mayor sentido a la realidad
en la que usted se encuentra desde hace tiempo hundido o ni siquiera pudiera conseguir –ese
acto de recoger los palillos inmediatamente que usted considera imprescindible−
que usted vaya a sentirse mejor en este mundo –algo que, lo tiene usted más que
comprobado, no hay nada en este mundo que pueda conseguir; usted –usted, que sabe o
intuye todas estas cosas– se agacha entonces, se pone de cuclillas y contempla
por unos segundos el pequeño estropicio cometido por el desliz involuntario de
uno de sus dedos, esa ínfima hecatombe frente a la que usted, sin embargo,
tiene que resolverse a actuar como si se encontrara ante un momento peliagudo
de su vida; usted –usted, que acababa de pensar unos minutos antes que su vida
era como un círculo sin salida posible, sin ninguna abertura por la que
escapar, un círculo vicioso, en el más amplio y más literal sentido de la
palabra− piensa por un instante que, de pronto, no ha sido sólo un palillo el que se ha
escapado de la cajita que lo encerraba –de
esa cajita, insistamos, provista de un agujerito especialmente pensado para
extraer por él uno a uno los palillos−, sino que han sido todos a la vez los que han abandonado la
posición vertical, rígida, idéntica y apretada en que se encontraban dentro de
la cajita y se han liberado, por decirlo así, para adoptar cada uno una
posición singular, imprevisible, independiente de la de los demás, una posición
horizontal y libérrima en su atrevida dispersión por el suelo; a usted –a usted,
que no tiene ni idea de cómo puede hacer para cambiar de vida–, le urge
planificar ahora el acto de recogida de los palillos desparramados, por lo que lo
primero que hace, y hace bien, es recuperar una de las dos partes de la cajita,
no la que está dotada del agujerito de diámetro un poco mayor al de un palillo,
sino la otra, la parte inferior, colocarla sobre la mesa de la cocina y comprobar que no se ha
roto con la caída; a usted –a usted, que ahora mismo está concentrado en esta
actividad anodina sin saber que quizá se encuentra ante un momento decisivo
para su vida– se le plantea entonces la inquietante cuestión de cómo recoger los
palillos, es decir, de decidir entre agarrar varios a la vez, todos los que le
quepan entre los dedos, o hacerlo de uno en uno; a usted –a usted, que es la
primera vez que se encuentra ante esta disyuntiva– le parece, por supuesto, que
sería mucho más rápido, más eficaz y económico, recogerlos de cuatro o cinco veces,
como a paladas –o a manotazos, más bien–, pero se le ocurre, de pronto, que lo
que procede, sin que sepa muy bien por qué, es recogerlos de uno en uno, como
si los recogiera con pinzas –pinzas formadas por los dedos índice y pulgar de su mano derecha;
a usted –a usted, que tiene ya el primer palillo atrapado en sus dedos y
sabe que la vida no es en el fondo un círculo del que no se pueda escapar por
ninguna abertura, aunque casi siempre pueda parecérnoslo− se le plantea ahora
la segunda y determinante cuestión, que no es otra que la de cómo devolver los
palillos a su cajita de plástico; a usted –a usted, tan perspicaz en todo lo
que no atañe a su propia vida− se le ocurre que lo mejor sería ir
disponiéndolos en la parte inferior de la cajita que ya tiene colocada sobre la mesa
para, una vez que estén todos reunidos allí, cerrar la cajita con la parte superior,
provista, como cualquier lector atento tendría ya que saber, de un agujerito diseñado para extraerlos uno a uno; a usted, sin
embargo –a usted, que empieza a pensar que la única manera de cambiar de vida
es entregarse a la locura−, le viene entonces la idea de que el proceso debe
hacerse a la inversa: cerrar primero la cajita, contemplarla un instante en su
esplendor vacío, en esa imprevista posibilidad de permanecer desalojada por un
tiempo breve y a la vez infinito, y empezar luego a introducir uno a uno, por
el agujerito pensado para extraerlos uno a uno, los palillos; usted –usted, que empieza a
darse cuenta de que ha perdido completamente el juicio y, sin embargo, se
siente extrañamente feliz y complacido− se dispone, por tanto, a introducir uno
a uno los palillos por el agujerito diseñado para extraerlos uno a uno hasta que, en algún momento, sin que usted
sepa cuándo ni tan siquiera le importe, la caja estará llena y usted regresará a su vida de
siempre después de haber cambiado su vida.
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